Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

viernes, 16 de agosto de 2019

Relato: LA CAJA





La caja

El tractor avanzaba desde el fondo del corralón con la pala cargada de arena. Con una mano sobre el volante y la otra bamboleando el cigarrillo, mi viejo manejaba aquel monstruo con una facilidad asombrosa. Lo vi acercarse aplastando el callejón de ripio que unía el fondo del galpón con la calle. Sus ruedas delanteras doblaban mi altura y el rugido del motor era poderoso como el de un enorme dinosaurio. Si me pisaba,  nadie podría oír el ruido de mis huesos al quebrarse. Y sin embargo no podía moverme: me quedé parado en la boca del túnel hasta último momento, con una valentía infantil y arrogante, sabiendo que mi viejo sería incapaz de pisarme con el tractor que manejaba. 
Al fin, cuando la pala estaba a menos de dos metros de distancia, hice un pique corto pateando la pelota y el tractor pasó junto a mí soltando el humo del caño de escape y del cigarrillo, que parecían ser parte de una misma cosa. Lo vi doblar y dirigirse hacia el viejo camión que esperaba junto a la vereda. Las manos de mi viejo se movieron para accionar los mecanismos de la pala. Entonces, sobre la caja del Chevrolet 46 cayó una lluvia de arena que lo sacudió con violencia. Mi abuelo lo había comprado hacía veinte años. Como una pieza de museo incapaz de cumplir su destino, el camión seguía cargando materiales sobre las chapas carcomidas por el óxido y esas luces rotas que miraban la calle como ojos cerrados, cansados de tanto ver.
El tractor se alejó, y la boca oscura del corralón volvió a tragárselo. Mi viejo tendría que hacer otros cuatro viajes para llenar la caja del camión, pero yo no tenía tiempo para esperarlo. Había pasado todo el día practicando la bicicleta, corriendo por la cuadra con la pelota al pie e intentando un movimiento antinatural con mis piernas, que debía terminar pasando la pelota por sobre mi cabeza, de atrás para adelante. Estaba a punto de realizar el enésimo intento cuando la vi acercándose desde la esquina.
Mi abuela caminaba con dificultad, cargada con una inmensa caja de cartón que parecía a punto de enterrarla en la vereda. EEUU. El sello de la caja prometía las sorpresas más increíbles que podían pasar en aquella cuadra de Buenos Aires. En lugar de intentar la bicicleta, seguí corriendo. Pasé frente a la puerta del corralón, luego frente a la pala que volvía a emerger del túnel, y me detuve junto a ella. Saludé a mi abuela y ella dijo algo en siciliano. Cuando estaba enojada siempre hablaba en siciliano.
Llamé a mi abuelo con un grito y le respondí a mi abuela que no, que todavía no había almorzado. Rápido, mi abuelo salió de detrás del mostrador con la gorra calada sobre sus ojos claros, cubriéndole la frente ancha llena de arrugas. A pesar del apuro, sus piernas cortas demoraron varios segundos en llevarlo hasta donde la abuela se tambaleaba. Intentó besarla, pero ella le gritó que no perdiera el tiempo en idioteces. Entonces el abuelo sostuvo la caja con sus manos anchas, demasiado anchas para su pequeño cuerpo, y con los dedos más gordos que vi en mi vida. Unos dedos ásperos de campesino que nunca acariciaban, pero que al tocarte te hacían olvidar todos los problemas.
Mientras el abuelo cargaba la caja hasta la puerta de su casa, la abuela iba detrás insultando al colectivero que había tardado más de la cuenta en realizar el viaje Lomas del Mirador – Retiro, que de por sí ya era largo, casi tan largo como el viaje que había realizado aquella caja. Antes de entrar, el abuelo miró la escalera que él mismo había construido. Cada vez se le hacía más alta, como si los escalones se reprodujeran con el paso de los años. Mientras se debatía entre tirar la caja y soportar los gritos de su mujer, o subir la escalera y soportar sus rodillas reumáticas, acorralé a la abuela contra la pared y la pregunté lo más importante.  
Sí, la caja la había mandado su hermana desde New York. Como ocurría cada tres meses, el prodigio estaba punto de manifestarse.
Comencé a subir detrás de abuelo, que al oír mis pisadas se volvió y dijo sólo dos palabras: los precios. Además de atender a los clientes y anotar los pedidos, una de las obligaciones que tenía a mis nueve años era actualizar la planilla de precios, que por entonces cambiaban dos veces al día. Miré a mi abuela buscando que me defendiera, pero ella sólo tenía ojos e insultos para las huellas de cemento que el abuelo iba tatuando en los escalones de granito rosado encerados de la escalera.
Entré al corralón derrotado, sabiendo que cuando subiera la caja ya estaría abierta y el botín, dividido entre todos mis primos. Acaricié al perro atado y me senté en la silla alta que me permitía acodarme sobre el mostrador. Tomé el listado de precios, y comencé mi trabajo. Desde hacía un tiempo, mi viejo me había dicho que escribiera los números con lápiz para no gastar tantas hojas. Tomé la planilla y comencé a modificar los valores. Desde el fondo llegaba el rugido del tractor. Mi viejo estaría acomodando la arena en una montaña inalcanzable, húmeda, vedada para los juegos.
Cuando el abuelo volvió a bajar, la planilla ya estaba actualizada. Adiviné una sonrisa de orgullo en su gesto inconmovible, y eso me animó a intentar escapar hacia las escaleras que conducían a su casa y a la caja. Pero el abuelo parecía querer seguir alimentando su orgullo, porque me dio nuevas tareas. Me gustaba que me diera tareas. Me hacía sentir importante, como si mi presencia fuera fundamental para el funcionamiento de aquella orquesta de materiales, tractores y camiones. Sin embargo aquel día era distinto: ningún trabajo podía ser mejor que aquella caja marrón, con sellos y estampillas, tan nítidos en mi recuerdo que podía verlos con los ojos cerrados.
Le sostuve la mirada al abuelo durante unos segundos, unos pocos segundos, hasta que encendió un cigarrillo y con él señaló el fondo del corralón, y mi destino.
Dos horas después, mientras ordenaba los azulejos que nadie había comprado en los siglos que llevaban amontonados y sucios en la estantería, el sonido de la cortina de metal anunció el fin del toque de queda. Le grité a mi viejo que me iba a lo de la abuela y salí corriendo, provocando una polvareda de cemento que me acompañó durante todos los escalones. Mi abuela estaba en la cocina, revolviendo una olla. Le pregunté qué había encontrado en la caja, pero ella alzó las cejas y señaló la puerta que conducía al living. Sobre la mesa, enorme, sellada cerrada a cal y canto, estaba la caja. Comencé a caminar hacia ella, pero antes de que pudiera alcanzarla la abuela me sujetó por detrás y me condujo hacia el patio.
Siempre que cerraba el corralón, el abuelo debía ir al lavadero que había en el patio para enjuagarse los brazos, las manos y la cara con el jabón color azul que la abuela usaba para lavar la ropa. Los sábados, cuando no iba a la escuela y me convertía en un corralonero más, yo debía hacer lo mismo. Así que fui al lavadero y abrí las canillas, me froté con el jabón y me quité la espuma. No me sequé. Ya había perdido demasiado tiempo.
Salí tan apurado que me choqué con el abuelo. Pude escuchar un insulto siciliano cargado de vocales. Mientras me metía en la casa lo vi tambalearse en cuclillas, con una hoja de albahaca detrás de la oreja, junto a la maceta donde cultivaba los perfumes de su infancia.
Mi abuela me esperaba junto a la caja cerrada en el centro del living.
Me tendió una tijera y comencé a rasgar los largos metros de cinta adhesiva que sus hermanas habían gastado por miedo a que los empleados de la aduana intentaran robar los tesoros que ellas enviaban a través del océano. Como siempre, la caja estaba llena. No quedaba un centímetro cuadrado que no estuviera ocupado por regalos. Lo primero que vi fue un manojo de cartas ensobradas y un montón de fotos dentro de una bolsa: fotos de Disneylandia, de veredas cubiertas de nieve, de pizzerías, de las tías posando junto a sus plantas de tomate y unos zapallos que mi abuela llamaba “cucuzzas” y que medían más de un metro de largo. Le entregué las fotos a la abuela, que ya había comenzado a lagrimear, y continué vaciando la caja con la esperanza de un buscador de oro. Retiré los panes que las tías habían cocinado hacía ya un mes, y que ahora eran una masa mohosa que despedía un olor insoportable. Siempre llegaban podridos, y estaba seguro de que la abuela les diría a sus hermanas que los panes habían llegado en perfectas condiciones, como siempre. 
Dejé la bolsa sobre la mesa y continué excavando. Remeras de talles gigantescos o demasiado pequeños, chicles de menta con forma de "Curita", bombones derretidos, lápices, papel de carta. Sólo me detuve al ver una lapicera con una mujer voluptuosa vestida de negro que, al girarla, mágicamente quedaba en ropa interior. Me la guardé en un bolsillo. En la escuela, esa lapicera podía valer una semana de alfajores gratis. Pero yo buscaba otra cosa. De modo que seguí escarbando en busca de lo imposible, lo maravilloso que EEUU guardaba para mí.
Pero al llegar al fondo de la caja sólo encontré una bolsa con zapatos. Un par de botas amarillas demasiado abrigadas, con el interior revestido en esa lana llamada “corderito” que cubría el interior de una campera que me habían comprado ese último invierno. ¿Quién podía usar esas botas? Las arrojé con la violencia del desencanto. Incapaz de contenerse, la abuela me tiró del cabello, diciendo que los regalos no se tiraban. Dijo que eran botas para la nieve. Estaba a punto de decirle que acá nunca caía nieve pero entonces los vi.
Negros.
Perfectos.
Los botines que siempre había soñado.
Antes de que la abuela pudiera decir algo, tomé los botines y me lancé hacia el patio, en busca de la escalera que unía su casa con la mía. Crucé mi terraza, bajé la escalera que daba a mi patio, saludé a mi mamá, a mi papá y a mi hermano que almorzaban en silencio, mirando “El hombre del rifle” en la tele en la cocina. Pude oler el sabor del pollo y las papas. Vi dos caras de reproche y una llena de papilla. Pero eso tampoco me detuvo. Crucé el living con los botines abrazados contra el pecho y entré a mi cuarto.
Cerré la puerta.
Me senté en el piso.
Coloqué los botines sobre mi cama.
Eran negros, con tres rayas blancas. Los tapones de plástico estaban algo gastados, pero muy limpios. Los acaricié, lento, pasándoles tan solo un dedo. Entonces me quité mis zapatillas sucias y me los probé con cuidado. Debían ser cuatro números más grande del que yo calzaba. Pero no me importaba. Al caminar podía oír aquella hermosa música que sólo se escucha cuando botines caminan sobre el cemento. Clap clap clap.
Me los quité con suavidad y volví a colocarlos sobre la cama. Me arrodillé frente a ellos, sin parpadear, sin poder dejar mirarlos. Ni siquiera aparté la vista cuando oí que la cortina del corralón volvía levantarse. Esa tarde, los precios tuvo que cambiarlos el abuelo.

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