Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

jueves, 13 de marzo de 2014

Capítulo 11 de "La niña y su doble" (Sudamericana, 2014).

Para quienes no pudieron leer la novela basada en la vida de Nusia, acá les dejo un fragmento.



CAPITULO 11


Desde el escondite, Nusia y los otros podían escuchar los disparos y los gritos que llegaban de la calle. Si bien en aquella zona no había judíos, la resistencia polaca había aprovechado que la atención estaba en el ghetto para atacar a los invasores. Lejos de querer detener la matanza de judíos, sus sabotajes y sus ataques buscaban tan solo recuperar el dominio de la ciudad, del país que los alemanes les habían quitado. Nusia sentía el cuerpo aterido de cansancio. Pero era imposible dormir de pie en aquel minúsculo escondite, rodeada de cuerpos que se estremecían con los disparos.  
Minutos, horas, días después, la puerta del ropero volvió a abrirse. Ella y los otros tuvieron que cubrirse los ojos para que no los hiriera la claridad que llegaba del exterior. Recortada en la luz, la figura de Rudolph parecía más poderosa todavía. No estaba solo. Al ver a su hermana, Nusia soltó un gemido de alegría. Las dos se abrazaron, y Rudolph también las rodeó con sus brazos. Mientras las besaba, dijo:
-        Deben permanecer aquí. Cuando la matanza termine, vendré a buscarlas.
Entonces Rudolph volvió a cerrar el ropero y todo se volvió a fundir en negro. Pero Nusia ya no estaba sola.
Durante los tres días que permanecieron allí encerradas, Fridzia le contó lo que habían sufrido en su ausencia. Los alemanes habían reducido el ghetto, y sus padres, ella y la tía Ruzia habían tenido que dejar la casa para establecerse en un barrio alejado, el nuevo ghetto, que tenía el perímetro rodeado por un muro coronado con alambres de púas y una sola puerta que era controlada a sangre y fuego por los ucranianos. El número de judíos se había reducido a la mitad.
-        ¿Y Eva? – preguntó Nusia.
-        Se ha escapado con Abraham.
-        ¿A dónde?
-        A Varsovia.
-        ¿Y nosotras? – preguntó Nusia.
-        Nosotras también nos salvaremos.
Y, al menos esa vez, Fridzia no se equivocó. Al tercer día acabó el pogromo y Rudolph regresó a la fábrica. Cuando abrió la puerta del ropero, todos los que habían estado allí salieron de inmediato buscando aire fresco, lejos de las heces que se habían acumulado durante los días de encierro.
Su padre las abrazó y les dijo que se apuraran. Afuera llovía. Después de pasar tres días de pie, sus hijas apenas si podían seguirle la marcha. De a ratos se detenían para estirar las piernas, pero al ver pasar a los soldados olvidaban sus dolores y volvían a andar.
Nada más con ver las puertas del ghetto nuevo, Nusia comprendió todo lo que había cambiado. Los soldados que custodiaban la puerta alzaron la barrera apenas vieron al señor Stier. Aunque el mundo se caía a pedazos, Rudolph continuaba emanando ese aire de superioridad y admiración que siempre había seducido a todos. Al pasar junto a ellos, dejó caer una bolsa con ropa en el piso y los soldados se apuraron en recogerla. Esa era la forma en que Rudolph pagaba sus favores.
El nuevo ghetto a Nusia le resultó peor que la casa del maestro. Sus calles sin pavimentar, con la lluvia se habían convertido en fango. Les costaba caminar sin perder el equilibrio. Los pocos rostros que vieron eran pálidos, y se transfiguraban mostrando los huesos de los hambrientos. Los que se atrevían a salir caminaban lentamente, sin fuerzas.
No se veían niños ni ancianos por ninguna parte. Las tiendas estaban cerradas, y las casas eran tan frágiles que parecían a punto de hundirse en el barro. Tomaron una calle estrecha y se detuvieron frente a una pequeña casa de madera. Cuando su padre y Fridzia entraron, ella permaneció en la puerta. No podía ser cierto. Sus padres no podían estar viviendo en una casa peor que la del maestro ucraniano.
Dentro, Helena y Ruzia estaban sentadas a la mesa en silencio. En verdad, todo el ghetto parecía haber perdido el habla. Durante el trayecto Nusia no había oído más que el sonido de lejanos disparos o el hambriento canturreo de los cuervos que sobrevolaban las calles desiertas.
Helena se incorporó para abrazar a sus hijas. No hablaba, no lloraba. Y su desgano causaba más tristeza todavía. Al recorrer la casa con la vista, Nusia la encontró sucia, con muebles desvencijados y moscas posadas en los cristales helados que cubrían las ventanas. Ni siquiera había agua potable.  
Los alemanes habían prohibido el abastecimiento de carbón para todos los judíos. Era invierno, y la humedad de la lluvia se extendía como una telaraña de escarcha sobre todas las casas del ghetto. 
Entre los pocos judíos que quedaban vivos Rudolph había encontrado a sus hermanos. Hacía años que no se dirigían la palabra, pero la guerra y los nazis habían amainado todas las diferencias que los separaban hasta entonces y ahora volvían a tratarse con familiaridad. A Nusia la sorprendió ver a sus padres y sus tíos conversando, no con afecto, pero sí con calidez.  
Los días transcurrían lentamente en el ghetto. Por la mañana, Rudolph, Helena y Ruzia se marchaban a la fábrica y regresaban entrada la noche. Afuera ya no se oía gritos, sólo disparos y llantos lejanos. Nusia creía que enloquecería si seguía allí. Sentada junto a Fridzia, pasaba las horas mirando la mesa, la puerta, sin atreverse a mirar qué ocurría afuera.
Durante noventa y tres días vivió encerrada, oyendo el ruido de las botas de los soldados que iban vaciando el ghetto. Alemania estaba demasiado concentrada en los frentes de batalla como para encima tener que mantener a sus prisioneros judíos. Ahora se limitaban a matarlos y borrarlos de la Tierra que se estremecía con el sonido de las bombas y el paso atronador de tanques y aviones bombarderos que se dirigían al este.
Un día Helena y Rudolph llegaron a la casa acompañados por la ucraniana que la había llevado al campo.  
-        Primero te irás tú, luego Fridzia, y luego nosotros – le dijo su madre.
-        Tienes que ser fuerte. Tienes que sobrevivir – le dijo su padre con los ojos llenos de lágrimas.
-        Mañana vendré a buscarte, Stanislawa – dijo la ucraniana.
-        ¿Dónde iré?
-        A Varsovia. Allí nadie notará que tu acento ucraniano no es correcto. Ingresarás a un orfanato y te harás pasar por una huérfana ucraniana.
La mujer se marchó y prometió encontrarse con ella, en la fábrica, al día siguiente. Esa noche Nusia permaneció despierta. Quería escapar del ghetto, pero temía por la suerte de sus padres y Fridzia.
Cuando amaneció, sus padres la encontraron sentada en una silla, rodeada por las mismas maletas que se había llevado al campo. Rezaba en silencio murmurando el Padrenuestro, la única estratagema en la que confiaba para sobrevivir.
Rudolph ya se había cambiado. Debían llegar a la fábrica cuanto antes para encontrarse con la ucraniana.
Primero Nusia se despidió de Fridzia, que se marcharía del ghetto días más tarde. Al abrazar a su hermana sintió en la piel aquello que su mente no terminaba de aceptar. Quizá pasaran años hasta que volvieran a encontrarse. Se secaron las lágrimas y se dedicaron una última mirada cargada de cariño e improbables buenos deseos que ninguna se animó a pronunciar.
La tía Ruzia la abrazó diciendo:
-        Dile a Eva que se cuide.
-        Cuídate, Nusia. Tienes que obedecer en todo lo que te digan... – dijo su madre al besarla.
Estaba tan desolada que no pudo seguir hablando. Rudolph no estaba mejor.
Al salir, Nusia se volvió para contemplar por última vez a su familia escondida detrás de la ventana. Su tía y su hermana lloraban. Su madre se cubría la boca con una mano, acallando un grito que nadie debía escuchar. 
Rudolph y su hija cruzaron la puerta del ghetto cargando las dos valijas. Antes de que los soldados dijeran algo, Rudolph dejó caer unos billetes que sirvieron de respuesta a cualquier pregunta. Caminaron lentamente, sabiendo que al llegar a la fábrica sus historias tomarían una velocidad vertiginosa que podría conducirlos a cualquier parte, a un destino que ahora les resultaba oscuro, improbable. 
La ucraniana llegó a la fábrica poco después que ellos. Llevaba un tapado negro, el cabello arreglado y una maleta pequeña que buscaba confundir a cualquiera que la detuviera. La mujer guardó silencio mientras Nusia se despedía de su padre.
Era la primera vez que Nusia lo veía llorar. Rudolph la abrazó con fuerzas y, en voz baja, al oído, le susurró:
-        Te quiero, camarada.
Nusia ya no pudo contener las lágrimas.
-        Papá, no quiero irme – dijo.
-        Tienes que hacerlo.
Sólo entonces la ucraniana decidió intervenir.
-        Debemos tomar el tren a Varsovia. De prisa.
Nusia volvió a abrazar a su padre, que con dulzura apoyó sus manos en los hombros de la niña y la fue empujando hacia la puerta de la fábrica. Entonces Nusia y la ucraniana salieron y la puerta se volvió a cerrar.
No dejó de llorar en todo el camino a la estación. Allí, ocuparon un banco y esperaron a hasta que la noche cayó extendiendo un manto de niebla sobre los andenes. Un hombre se encargó de encender las lámparas de petróleo, y de pronto la estación se iluminó con una luz mortecina.
Nusia no podía dejar de pensar en su padre y en el futuro, mientras la ucraniana volvía a repetir que se callara, que pasara desapercibida, que no dejara de rezar.
-        Stanislawa, ¿me oyes?
Pero Nusia no la escuchaba. Desde el fondo de la estación se acercaba una figura que ella conocía.
-        Papá – gritó Nusia de pronto.
-        Calla, Stanislawa – dijo la mujer, incrédula.
Rudolph tampoco creía lo que él mismo estaba haciendo. Cuidadoso como era, no había podido contenerse y había salido a la calle luego del toque de queda para ver a su hija por última vez. Después de abrazarla, le entregó un papel en el que Nusia pudo leer una dirección escrita con una letra temblorosa, distinta a la de su padre.
-        Ve a visitar a tu prima Eva. Ella te ayudará.
Después se quedó sin palabras. La contempló durante una milésima de segundo, memorizando sus rasgos, y volvió a abrazarla.
-        Cuídate – dijo.
-        Señor Stier, esto es peligroso – dijo la ucraniana, y no mentía.  
Sólo entonces Rudolph les dio la espalda y se echó a correr. 
El tren llegó pocos minutos más tarde. Nusia siguió a la ucraniana hasta uno de los vagones y se sentó junto a ella, frente a las ventanas. Su padre ya no estaba por ninguna parte. Poco a poco se fue serenando, hasta que al fin recuperó el ritmo normal de su respiración. El tren partió poco antes de medianoche. El vagón en el que ellas viajaban estaba repleto de gente que se dirigía a Varsovia.
Se fueron alejando del centro de Lwow, que a esa hora de la noche parecía desierto. Las luces brillaban envueltas en aureolas de niebla, como la cabeza de los santos que el maestro le había mostrado en las estampas.
Pocos kilómetros después de haber dejado la ciudad, Nusia creyó sentir un olor extraño, como si todo se estuviera quemando a su alrededor. Al mirar por las ventanas no vio fuego, tan solo una nieve fina, incorpórea, que se arrastraba por el cielo con el paso del viento.  
Entonces escuchó a los pasajeros decir:
-        Mira, mira. Aquí es donde queman a los judíos.
En ese momento, dos soldados nazis se acercaron a ella y le pidieron los documentos. Con una serenidad que le parecía ajena, ella retiró la cartilla con una sonrisa y se las enseñó a los alemanes.
-        Soy Stanislawa Jendrus, viajo a Varsovia – dijo en un perfecto ucraniano.
En apenas tres años, le habían quitado la casa, la escuela, su familia. La habían vaciado de todo aquello que había formado su identidad, y ahora la obligaban a olvidar su propio nombre. Debía ser otra.  
-        Muy bien, Stanislawa – dijo la ucraniana, con alivio, al ver que los soldados se alejaban.
-        Stanislawa Jendrus – repitió Stanislawa, llorando, mientras se alejaba de su pasado bajo una lluvia de cenizas.



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