CAPITULO 11
Desde el escondite,
Nusia y los otros podían escuchar los disparos y los gritos que llegaban de la
calle. Si bien en aquella zona no había judíos, la resistencia polaca había
aprovechado que la atención estaba en el ghetto para atacar a los invasores. Lejos
de querer detener la matanza de judíos, sus sabotajes y sus ataques buscaban
tan solo recuperar el dominio de la ciudad, del país que los alemanes les
habían quitado. Nusia sentía el cuerpo aterido de cansancio. Pero era imposible
dormir de pie en aquel minúsculo escondite, rodeada de cuerpos que se
estremecían con los disparos.
Minutos, horas, días
después, la puerta del ropero volvió a abrirse. Ella y los otros tuvieron que
cubrirse los ojos para que no los hiriera la claridad que llegaba del exterior.
Recortada en la luz, la figura de Rudolph parecía más poderosa todavía. No
estaba solo. Al ver a su hermana, Nusia soltó un gemido de alegría. Las dos se
abrazaron, y Rudolph también las rodeó con sus brazos. Mientras las besaba,
dijo:
-
Deben permanecer aquí. Cuando la
matanza termine, vendré a buscarlas.
Entonces Rudolph
volvió a cerrar el ropero y todo se volvió a fundir en negro. Pero Nusia ya no
estaba sola.
Durante los tres días
que permanecieron allí encerradas, Fridzia le contó lo que habían sufrido en su
ausencia. Los alemanes habían reducido el ghetto, y sus padres, ella y la tía Ruzia
habían tenido que dejar la casa para establecerse en un barrio alejado, el
nuevo ghetto, que tenía el perímetro rodeado por un muro coronado con alambres
de púas y una sola puerta que era controlada a sangre y fuego por los
ucranianos. El número de judíos se había reducido a la mitad.
-
¿Y Eva? – preguntó Nusia.
-
Se ha escapado con Abraham.
-
¿A dónde?
-
A Varsovia.
-
¿Y nosotras? – preguntó Nusia.
-
Nosotras también nos salvaremos.
Y, al menos esa vez,
Fridzia no se equivocó. Al tercer día acabó el pogromo y Rudolph regresó a la
fábrica. Cuando abrió la puerta del ropero, todos los que habían estado allí
salieron de inmediato buscando aire fresco, lejos de las heces que se habían
acumulado durante los días de encierro.
Su padre las abrazó y
les dijo que se apuraran. Afuera llovía. Después de pasar tres días de pie, sus
hijas apenas si podían seguirle la marcha. De a ratos se detenían para estirar
las piernas, pero al ver pasar a los soldados olvidaban sus dolores y volvían a
andar.
Nada más con ver las
puertas del ghetto nuevo, Nusia comprendió todo lo que había cambiado. Los
soldados que custodiaban la puerta alzaron la barrera apenas vieron al señor
Stier. Aunque el mundo se caía a pedazos, Rudolph continuaba emanando ese aire
de superioridad y admiración que siempre había seducido a todos. Al pasar junto
a ellos, dejó caer una bolsa con ropa en el piso y los soldados se apuraron en
recogerla. Esa era la forma en que Rudolph pagaba sus favores.
El nuevo ghetto a
Nusia le resultó peor que la casa del maestro. Sus calles sin pavimentar, con
la lluvia se habían convertido en fango. Les costaba caminar sin perder el
equilibrio. Los pocos rostros que vieron eran pálidos, y se transfiguraban
mostrando los huesos de los hambrientos. Los que se atrevían a salir caminaban
lentamente, sin fuerzas.
No se veían niños ni
ancianos por ninguna parte. Las tiendas estaban cerradas, y las casas eran tan
frágiles que parecían a punto de hundirse en el barro. Tomaron una calle
estrecha y se detuvieron frente a una pequeña casa de madera. Cuando su padre y
Fridzia entraron, ella permaneció en la puerta. No podía ser cierto. Sus padres
no podían estar viviendo en una casa peor que la del maestro ucraniano.
Dentro, Helena y
Ruzia estaban sentadas a la mesa en silencio. En verdad, todo el ghetto parecía
haber perdido el habla. Durante el trayecto Nusia no había oído más que el
sonido de lejanos disparos o el hambriento canturreo de los cuervos que
sobrevolaban las calles desiertas.
Helena se incorporó
para abrazar a sus hijas. No hablaba, no lloraba. Y su desgano causaba más
tristeza todavía. Al recorrer la casa con la vista, Nusia la encontró sucia,
con muebles desvencijados y moscas posadas en los cristales helados que cubrían
las ventanas. Ni siquiera había agua potable.
Los alemanes habían
prohibido el abastecimiento de carbón para todos los judíos. Era invierno, y la
humedad de la lluvia se extendía como una telaraña de escarcha sobre todas las
casas del ghetto.
Entre los pocos
judíos que quedaban vivos Rudolph había encontrado a sus hermanos. Hacía años
que no se dirigían la palabra, pero la guerra y los nazis habían amainado todas
las diferencias que los separaban hasta entonces y ahora volvían a tratarse con
familiaridad. A Nusia la sorprendió ver a sus padres y sus tíos conversando, no
con afecto, pero sí con calidez.
Los días transcurrían
lentamente en el ghetto. Por la mañana, Rudolph, Helena y Ruzia se marchaban a
la fábrica y regresaban entrada la noche. Afuera ya no se oía gritos, sólo
disparos y llantos lejanos. Nusia creía que enloquecería si seguía allí.
Sentada junto a Fridzia, pasaba las horas mirando la mesa, la puerta, sin
atreverse a mirar qué ocurría afuera.
Durante noventa y
tres días vivió encerrada, oyendo el ruido de las botas de los soldados que
iban vaciando el ghetto. Alemania estaba demasiado concentrada en los frentes
de batalla como para encima tener que mantener a sus prisioneros judíos. Ahora
se limitaban a matarlos y borrarlos de la Tierra que se estremecía con el
sonido de las bombas y el paso atronador de tanques y aviones bombarderos que
se dirigían al este.
Un día Helena y
Rudolph llegaron a la casa acompañados por la ucraniana que la había llevado al
campo.
-
Primero te irás tú, luego Fridzia,
y luego nosotros – le dijo su madre.
-
Tienes que ser fuerte. Tienes que
sobrevivir – le dijo su padre con los ojos llenos de lágrimas.
-
Mañana vendré a buscarte, Stanislawa
– dijo la ucraniana.
-
¿Dónde iré?
-
A Varsovia. Allí nadie notará que
tu acento ucraniano no es correcto. Ingresarás a un orfanato y te harás pasar
por una huérfana ucraniana.
La mujer se marchó y
prometió encontrarse con ella, en la fábrica, al día siguiente. Esa noche Nusia
permaneció despierta. Quería escapar del ghetto, pero temía por la suerte de
sus padres y Fridzia.
Cuando amaneció, sus
padres la encontraron sentada en una silla, rodeada por las mismas maletas que
se había llevado al campo. Rezaba en silencio murmurando el Padrenuestro, la
única estratagema en la que confiaba para sobrevivir.
Rudolph ya se había
cambiado. Debían llegar a la fábrica cuanto antes para encontrarse con la
ucraniana.
Primero Nusia se
despidió de Fridzia, que se marcharía del ghetto días más tarde. Al abrazar a
su hermana sintió en la piel aquello que su mente no terminaba de aceptar. Quizá
pasaran años hasta que volvieran a encontrarse. Se secaron las lágrimas y se
dedicaron una última mirada cargada de cariño e improbables buenos deseos que
ninguna se animó a pronunciar.
La tía Ruzia la
abrazó diciendo:
-
Dile a Eva que se cuide.
-
Cuídate, Nusia. Tienes que
obedecer en todo lo que te digan... – dijo su madre al besarla.
Estaba tan desolada
que no pudo seguir hablando. Rudolph no estaba mejor.
Al salir, Nusia se
volvió para contemplar por última vez a su familia escondida detrás de la
ventana. Su tía y su hermana lloraban. Su madre se cubría la boca con una mano,
acallando un grito que nadie debía escuchar.
Rudolph y su hija
cruzaron la puerta del ghetto cargando las dos valijas. Antes de que los
soldados dijeran algo, Rudolph dejó caer unos billetes que sirvieron de
respuesta a cualquier pregunta. Caminaron lentamente, sabiendo que al llegar a
la fábrica sus historias tomarían una velocidad vertiginosa que podría
conducirlos a cualquier parte, a un destino que ahora les resultaba oscuro,
improbable.
La ucraniana llegó a
la fábrica poco después que ellos. Llevaba un tapado negro, el cabello
arreglado y una maleta pequeña que buscaba confundir a cualquiera que la
detuviera. La mujer guardó silencio mientras Nusia se despedía de su padre.
Era la primera vez
que Nusia lo veía llorar. Rudolph la abrazó con fuerzas y, en voz baja, al
oído, le susurró:
-
Te quiero, camarada.
Nusia ya no pudo
contener las lágrimas.
-
Papá, no quiero irme – dijo.
-
Tienes que hacerlo.
Sólo entonces la
ucraniana decidió intervenir.
-
Debemos tomar el tren a Varsovia.
De prisa.
Nusia volvió a
abrazar a su padre, que con dulzura apoyó sus manos en los hombros de la niña y
la fue empujando hacia la puerta de la fábrica. Entonces Nusia y la ucraniana
salieron y la puerta se volvió a cerrar.
No dejó de llorar en
todo el camino a la estación. Allí, ocuparon un banco y esperaron a hasta que
la noche cayó extendiendo un manto de niebla sobre los andenes. Un hombre se
encargó de encender las lámparas de petróleo, y de pronto la estación se
iluminó con una luz mortecina.
Nusia no podía dejar
de pensar en su padre y en el futuro, mientras la ucraniana volvía a repetir
que se callara, que pasara desapercibida, que no dejara de rezar.
-
Stanislawa, ¿me oyes?
Pero Nusia no la
escuchaba. Desde el fondo de la estación se acercaba una figura que ella conocía.
-
Papá – gritó Nusia de pronto.
-
Calla, Stanislawa – dijo la mujer,
incrédula.
Rudolph tampoco creía
lo que él mismo estaba haciendo. Cuidadoso como era, no había podido contenerse
y había salido a la calle luego del toque de queda para ver a su hija por
última vez. Después de abrazarla, le entregó un papel en el que Nusia pudo leer
una dirección escrita con una letra temblorosa, distinta a la de su padre.
-
Ve a visitar a tu prima Eva. Ella
te ayudará.
Después se quedó sin
palabras. La contempló durante una milésima de segundo, memorizando sus rasgos,
y volvió a abrazarla.
-
Cuídate – dijo.
-
Señor Stier, esto es peligroso –
dijo la ucraniana, y no mentía.
Sólo entonces Rudolph
les dio la espalda y se echó a correr.
El tren llegó pocos
minutos más tarde. Nusia siguió a la ucraniana hasta uno de los vagones y se
sentó junto a ella, frente a las ventanas. Su padre ya no estaba por ninguna
parte. Poco a poco se fue serenando, hasta que al fin recuperó el ritmo normal
de su respiración. El tren partió poco antes de medianoche. El vagón en el que
ellas viajaban estaba repleto de gente que se dirigía a Varsovia.
Se fueron alejando
del centro de Lwow, que a esa hora de la noche parecía desierto. Las luces
brillaban envueltas en aureolas de niebla, como la cabeza de los santos que el
maestro le había mostrado en las estampas.
Pocos kilómetros
después de haber dejado la ciudad, Nusia creyó sentir un olor extraño, como si
todo se estuviera quemando a su alrededor. Al mirar por las ventanas no vio
fuego, tan solo una nieve fina, incorpórea, que se arrastraba por el cielo con
el paso del viento.
Entonces escuchó a
los pasajeros decir:
-
Mira, mira. Aquí es donde queman a
los judíos.
En ese momento, dos
soldados nazis se acercaron a ella y le pidieron los documentos. Con una
serenidad que le parecía ajena, ella retiró la cartilla con una sonrisa y se
las enseñó a los alemanes.
-
Soy Stanislawa Jendrus, viajo a
Varsovia – dijo en un perfecto ucraniano.
En apenas tres años, le
habían quitado la casa, la escuela, su familia. La habían vaciado de todo
aquello que había formado su identidad, y ahora la obligaban a olvidar su
propio nombre. Debía ser otra.
-
Muy bien, Stanislawa – dijo la
ucraniana, con alivio, al ver que los soldados se alejaban.
-
Stanislawa Jendrus – repitió Stanislawa,
llorando, mientras se alejaba de su pasado bajo una lluvia de cenizas.
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