Acá dejo el texto que leí:
"Cuando tenía 13 años,
junto a un grupo de compañeros del colegio decidimos hacer una tarea social: lo
que teníamos a mano era la residencia para mayores del tío de un amigo, que
quedaba en Soldatti. Fuimos dos o tres veces, no más. Pero en una de esas
visitas conocí a un hombre mayor que hablaba con miedo, asustado. Se llamaba
Basilio Petroff, era matemático y, creo, de origen búlgaro. Después de 20 años
me acuerdo lo que repetía: “Los nazis me están buscando, van a venir a
matarme”. Para un chico como yo, de origen y educación católica, que apenas si
había cruzado la General Paz para ir al colegio de Lugano, aquello fue poco
menos que una revelación. Los nazis. Fue la primera vez que oí hablar de ellos.
Y, también, de los judíos. Lamentablemente, cuando regresamos a las dos
semanas, Basilio Petroff ya no estaba. No sé qué fue de él. Pero nunca pude
olvidarme de su miedo.
Con el paso del tiempo,
gracias a Bashevis Singer, uno de mis autores preferidos, pude adentrarme en la
cultura judía, y después, al conocer a Ana, mi mujer, Hugo, su padre, me fue y
me sigue enseñando distintos aspectos de la historia y la cultura judía. En
2009, mi amigo Ary Erlich me propuso que escribiera la historia de sus abuelos
y su padre, primero con miedo, y con una desfachatez que recién ahora puedo
entender, acepté y escribí “El ghetto de las ocho puertas”, basado en la vida
de Mira Ostromogliska, y de Edek y Teo Erlich. Aquel libro lo presentamos
también acá, en el Museo, pero lamentablemente, Mira no puedo estar con
nosotros.
Quizá por eso hoy esté
tan contento de estar sentado junto a Nusia, la protagonista de La niña y su
doble.
Cuando Rudy, el hijo de
Nusia, me contó que quería conocer la historia de su madre, me dijo que iba a
ser difícil, porque Nusia nunca había hablado de ella. Sin embargo, la primera
vez que nos juntamos a conversar con Nusia, todo funcionó naturalmente. Nunca
le había contado la historia completa de su vida a nadie, pero me dio el
privilegio de ser su primer oyente. Durante un año conversamos tomando cortado
en su living, hurgando el pasado que había callado pero que recordaba con una
precisión fotográfica. Tantos recuerdos tenía que la primera versión del libro
tenía 150 páginas más de las que fueron publicadas.
No tardamos mucho en
sentirnos cómodos, en ganar confianza. Durante ese año en que conversamos, le
hice preguntas que ni si quiera me animo a hacerle a mis abuelas. Y ella,
generosamente, me contestó cada una de ellas con una sinceridad que, supongo,
ni siquiera usó para relatarle su historia a sus hijos ni a sus nietos. Ese
privilegio que tuve fue fundamental para la construcción de la novela de su
vida. Esta mujer que ven acá lo recuerda todo, y, lo que es mejor y siempre le
voy a agradecer, es que me dejó contar “casi” todo. No se ofendan, pero creo
que los autores y sus personajes tienen derecho a guardar algunos secretos.
Lo cierto es que Nusia
tuvo una vida muy difícil, aunque ella lo niegue. En nuestras conversaciones siempre
me decía que en la guerra ella no había sufrido nada. Yo la miraba,
sorprendido, casi enojado, y le decía que eso era mentira. Con solo pensar en
que mi hijo tuviera que abandonar nuestra casa, su familia, su lengua, saber
que estaban matando a su padre, a su hermana, podía suponer las marcas que le
dejarían por el resto de su vida. Creo que esa humildad, esa contextualización
del dolor que hizo Nusia, la reviste de un valor mucho mayor que el que tuvo
para moverse entre nazis y pro nazis.
Durante un año, como
dije, fuimos recordando cada uno de los momentos de su propia historia. Tengo
muy presente esas conversaciones, porque a veces yo miraba la hora, no por
aburrimiento, sino por ansiedad: quería llegar a mi casa y escribir lo que ella
me había contado. Una de las decisiones que tomé fue circunscribir el relato a
ella, siempre siguiéndola a ella, sin dejarme llevar por el contexto ni por
otras historias de color que pudieran opacarla. Porque su historia particular
era demasiado importante como para compartir terreno con historias ajenas. Y
ella las describía con una lucidez tremenda, con una racionalidad que, a veces,
apenas si permitía dejarle espacio a los sentimientos. Con algunas anécdotas,
que Nusia contaba con una frescura conmovedora, terminábamos riéndonos de las
absurdas estrategias de sobrevivencia, de su propia desfachatez, de los gansos
que compró su padre.
Sin embargo, hubo
momentos en que, le pido perdón, Nusia, la hice llorar. Le confieso que yo me
la aguantaba pero ganas no me faltaban. Su amor por Rudolfh, su padre, la
volvía una niña de 80 años cada vez que hablaba de él. De ahí el título. Para
mí Nusia siempre va a ser la niña que se marchó a Varsovia.
Espero que mi trabajo y
su generosa memoria hayan logrado cumplir el objetivo que nos propusimos en
esos encuentros: contar lo que pasó, tal y como usted, Nusia, lo recuerda, y
dejarle a sus hijos y a sus nietos y bisnietos el testimonio invalorable de su historia, que también es la historia de
ellos, de los demás judíos, y de toda la humanidad.
Usted siempre decía
algo que Mira también resaltaba: esto no puede volver a pasar. Sinceramente, nadie
puede asegurarlo. Pero su aporte, el relato de su vida, es la mejor apuesta que
podemos hacer: la memoria es la única trinchera que nos queda para enfrentar al
futuro y a la Historia"
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