Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

jueves, 24 de abril de 2014

PH





A través del parabrisas veo las copas de los plátanos repletos de hojas iluminadas por el sol, hojas verdes, tiernas, cargadas de vida. Tanta vida que da asco. Más arriba, en el cielo diáfano de primavera, las nubes pasan de largo como si no quisieran exponer su blancura inmaculada en esta calle tan derruida y sucia que me produce vértigo de sólo pensar en cruzarla.   
Vero observa el paisaje de casas viejas y las bolsas de basura amontonadas junto a los árboles con la boca desencajada. Su desencanto no remite a una aspiración de lujo y limpieza, sino a mis exigencias de los últimos tiempos.  
¿Viste lo que es esta cuadra?, dice.
Mirá los árboles, digo.
Pero la basura, las baldosas rotas, los adoquines… dice, marcando una a una las limitaciones con las que tendré que enfrentarme si decidimos comprar esta casa.
Pero mirá los árboles, insisto.
Lejos de conquistarla, mi persistencia le provoca un malestar mudo que puedo notar en sus manos inquietas, que no logran encontrar la posición correcta de los anteojos negros sobre su rostro maquillado. Baja la ventanilla y asoma la cabeza para mirar los árboles que señalo, después me mira y asiente, incapaz de combatir mi repentino ataque de amor por la naturaleza.
Son lindos, dice.
Hace tanto que no demuestro alegría por algo que se aferra a mi comentario como si fuera un augurio de tiempos mejores.  
Bajemos, dice entonces.
En frente, un hombre con un pantalón de trabajo y zapatos negros fuma sentado en uno de los sillones deshilachados que se amontonan junto a la puerta de la tapicería. Al verme bajar, se incorpora como si mi presencia exigiera una demostración de salud y movimientos coordinados. Tiene las piernas demasiado cortas y el vientre hinchado. De lejos, parecería que el peso de su cuerpo lo estuviera enterrando en la vereda.
El paisaje de la cuadra se completa con casas adosadas, un garaje de dos pisos, un taller mecánico, más casas, una ferretería que aún debe vender herramientas de la Edad de Piedra y un pequeño mercado que anuncia venta de carnes y verduras en una pizarra negra escrita con tiza blanca.  Eso es bueno: podría subsistir durante meses sin tener que alejarme de esta cuadra.
Vero rodea la camioneta antes de que yo termine de bajar. Está ansiosa. No la culpo. Yo también estoy cansado de buscar sabiendo que no quiero encontrar nada. O, mejor dicho, que nunca voy a encontrar lo que necesito. Y sin embargo avanzo hacia el número que marca la hoja impresa. 109. El nombre de la calle no importa. Pero el número sí. 109. Y la casualidad me despierta un recuerdo tortuoso que no puedo ni quiero evitar.
Esta calle es un desastre. ¿Estás seguro de que querés verlo?, pregunta Vero, haciendo equilibrio con sus zapatos de taco alto sobre las baldosas flojas de la vereda. Está incómoda. Siempre que se viste así le pasa lo mismo, como si sus pies sólo se sintieran seguros sobre la delgada suela de sus zapatillas blancas de lona. Pero está hermosa: la falda ceñida a sus piernas y esos tacos que, si bien le impiden caminar con normalidad, elevan sus nalgas y las vuelven tersas como dos manzanas perfectas que vibran pidiendo un mordisco.  
A mí no me resulta más fácil que a ella. Pero no pienso amedrentarme. Con esfuerzo, subo a la vereda y me deslizo evitando pozos y piedras, con un vértigo que trato de ocultar comentando detalles del barrio.
Tenés una parada del subte a tres cuadras, digo.
Eso es verdad, admite ella, ¿qué número es?
Ciento nueve, timbre dos, digo.
Vero sonríe. De pronto, sonríe, comprendiendo por qué me empeciné con visitar esta casa. Sacude la cabeza y se muerde el labio, quitándole dramatismo a ese número que me cambió la vida, en un gesto que en otro tiempo me hubiera provocado una erección inmediata pero que ahora me hace sentir como un niño caprichoso consentido por su madre.
Quiero que empecemos de nuevo lo antes posible, digo, mirándola directo a los ojos. Se inclina hacia mí. Me besa levemente, envolviéndome con su perfume que me eleva por sobre las ruinas de esta calle en ruinas.
Yo también, dice.
Vi las fotos en la web, creo que puede estar bueno, digo.
Pero si no te gusta nos vamos en seguida, dice.
Claro, respondo.  
Pero si te molesta algo no hagas nada ni digas nada, suplica.  
Desde hace poco más de un año, nuestras frases generalmente comienzan con un pero. Es triste. Pero es inevitable.
De pronto, desde la esquina se acercan corriendo dos niños de entre siete y diez años. Piernas fuertes, vestidas con botines, medias y shorts de fútbol. Avanzan codo a codo pateando una pelota que se van pasando uno al otro. Al verlos, guardamos un silencio melancólico, como dos biólogos que presencian la muerte del último oso panda. Observo a Vero, su pecho agitado por un suspiro involuntario, sus manos que escarban en el interior de los bolsillos buscando una respuesta que, sabe, sólo podrá encontrarla en mi entrepierna y en su exitosa carrera de funcionaria.  
Al pasar junto a nosotros, uno de los niños toma la pelota entre sus manos con un cuidado exagerado que a Vero le provoca una sonrisa de agradecimiento y a mí una violencia incontenible. Siguen de largo, y unos metros más allá vuelven a echar la pelota al piso para retomar su carrera de futuros futbolistas frustrados.
Con los anteojos negros como escudo protector, Vero observa a los niños que se alejan.  
¿Tocás timbre?, digo.
Durante los minutos que esperamos ser atendidos, Vero recibe y envía mensajes de texto y yo me dedico a ver la calle. El hombre de la tapicería ahora conversa con un joven de piernas iguales a las suyas. Debe ser su hijo, o quizá contrate a sus empleados por el tamaño de sus extremidades inferiores. Me miran de costado, fingiendo que no quieren mirarme. Pero es imposible: soy un imán de miradas culposas. En estas circunstancias, generalmente estallo. Pero hoy no. Le prometí a Vero que iba a ser un día tranquilo.    
Alzo una mano y los saludo para que sepan que yo sé que me están mirando.
Avergonzados, ellos me dan la espalda y fingen interés en su conversación de telas, costuras y pegamento.
Al fin, la puerta se abre para mostrarnos a un anciano. En nuestra búsqueda de una nueva casa, siempre fuimos, somos y seremos atendidos por jubilados. Están tan aburridos y desesperados, tan acostumbrados al encierro, a mostrar con orgullo sus propias casas de pisos lustrados y  adornos baratos, que a las inmobiliarias les deben resultar ideales para enseñar propiedades en venta. Este anciano tiene pantalones marrones pinzados, zapatillas deportivas, y huele a tabaco y a desinfectante.
Vinimos por el aviso, dice Vero.
Claro, señora, pase, dice el anciano y se aparta para dejarle paso a mi mujer. Después me sonríe con su prótesis dental diciendo: yo lo ayudo.
No se moleste, digo.
No es ninguna molestia, dice y se acerca peligrosamente.
No me toque, digo con un tono imperativo y una sonrisa mejor que la suya.
El anciano alza las manos. Me rindo, dice, y aunque trata de ser divertido lo único que hace es mostrar todo el patetismo que le pesa sobre los hombros. Cruzo la puerta, y lo obligo a pegarse a la pared para evitar ser embestido.
Recorremos un pasillo de paredes descascaradas mientras el anciano habla de instalaciones eléctricas nuevas, caños de hidrobronz y reformas recientes. El piso, de mosaicos sin pulir, es tan liso que me permite alcanzar la puerta sin ningún sobresalto. Entramos a un living comedor que tiene demasiadas ventanas.
Es una propiedad horizontal hermosa, dice el anciano. Es ideal para usted, agrega, apoyando sus manos en mis hombros.  
Quiero insultarlo, pero antes de hablar, observo el gesto preocupado de Vero.
Le guiño un ojo a ella.
La propiedad nunca es horizontal, digo, e intento conformarme con eso.
El anciano entorna los ojos acuosos de anciano. Ladea la cabeza. Me mira.
Pero esto es un PH, dice, confundido.
Es muy luminoso, dice Vero recorriendo la estancia.
Y PH significa Propiedad Horizontal, agrega el viejo, que además de no entender mi chiste cree que soy un ignorante.  
¿La propiedad es suya?, pregunto con una dulzura que confunde aún más al anciano.
No, yo estoy trabajando, la propiedad es de la señora que vive en el fondo, antes ocupaba todos los departamentos, pero desde que se separó vive sólo en el del fondo, dice él.  
¿Usted es jubilado?, pregunto.
Sí, dice.
Trabajó toda la vida, ¿no?
Sí, en la Pirelli. Ahora baja los hombros, y apoya el peso de su cuerpo en una sola pierna. Sólo tengo que soplarlo.
Y como no le alcanza la jubilación, en vez de estar paseando con sus nietos tiene que pasar el día acá encerrado mientras la dueña de esta casa está tranquila en el fondo, ¿no?
No contesta, pero se rasca la nuca absorto en la historia de su propio fracaso, mientras Vero se cruza de brazos sin dejar de mirarme. Pero ya no puedo parar: la propiedad es vertical y usted la mira desde abajo, ¿vio, jefe?, digo.
El viejo suspira, completamente derrotado.
¿Vamos?, me dice Vero apretando los dientes.
Se acomoda los anteojos negros y frunce la boca. No está enojada. Hace más de un año que no tiene permitido el enojo. Sólo la tristeza, la paciencia y el saberse condenada a soportarme y tratar de comprender lo incomprensible. Pero tampoco es cuestión de tensar la soga.
Está lindo, digo.
Quizá para alejarse de mí o de nuestra discusión, el viejo arrastra los pies por todos los ambientes, y nosotros, aburridos de nosotros mismos, lo seguimos por todo el PH. Tres cuartos, dos baños, un patio cubierto, living-comedor con cocina integrada y un patio al aire libre que lindera con la casa del fondo.  El patio es pequeño, pero podría albergar varias macetas.
La terraza es hermosa, si quieren subir… comienza a decir el anciano, pero se detiene en seco. Ni siquiera tiene valor para intentar una disculpa.
Y, si me ayuda… me encantaría, digo con inocencia desvalida.
No sé… si quiere… pruebo… dice el anciano, y me mira con ojos de perro apaleado, esperando que le diga que no necesito subir a la terraza. Su cobardía pide a gritos que lo siga aplastando. Sonrío en silencio, y le hago una seña para que me alce.
Antes era incapaz de hacer estas cosas, pero desde hace unos meses aprendí que puedo reemplazar los viejos placeres con nuevos disfrutes y, al mismo tiempo, combatir el sentimiento de lástima que despierto en los demás. Es muy fácil.
Vamos, usted puede, digo.
El anciano se acerca e intenta levantarme, pero no puede con mis noventa kilos de peso.
Deje, dice Vero.
Pruebo de nuevo, dice el anciano.
Así se habla, digo.
Vero me mira como si fuera un violador que fue violado de pequeño.
Hasta a mí me sorprende la facilidad que tengo para llevar a cabo estas pequeñas venganzas. Ridículas, infantiles, tan injustificadas como mi propia desgracia. Y, lo mejor del asunto, es que soy realmente bueno para esto.
En sus intentos por alzarme, el anciano resopla. Ya no puede soportar el esfuerzo o la situación. Un músculo del cuello le late con violencia. La piel arrugada de su cara afeitada se pone naranja, después roja. Los ojos se le mueven como hormigas. A un palmo de mi rostro, puedo sentir las pulsaciones violentas del anciano. Me pregunto si tendrá problemas cardíacos.
No, no quiero subir, arriba debe hacer calor, digo.
Vero se inclina hasta que quedamos frente a frente. ¿Nos vamos?, dice.
Me gusta, digo. Lo digo en serio. Me gusta. Alguno tenía que gustarme, digo.
¿Vieron muchos?, dice el anciano, agitado.
Este es el departamento número 133 que vemos, dice Vero.
El anciano boquea. ¿Será asmático? No, sólo está sorprendido.
Volvemos más tarde para ver la luz que tiene al atardecer, dice Vero con un apuro evidente.   
No hace falta, digo, intentando una caricia. Al sentir mi mano, Vero retira la suya como si la hubiera picado una avispa.  
¿Estás seguro?, pregunta, inclinándose y mostrándome la vista panorámica de un escote perfecto.
Sí. Me gusta. Quiero empezar de cero, y pronto, digo.
Esta vez, cuando la acaricio me devuelve la caricia con una suavidad de felpa. Está completamente confundida. Por mi decisión, pero también por la caricia.
¿Me lo decís en serio?, dice con una sonrisa que deja entrever algo, apenas un poco, de felicidad.
Hay una pileta climatizada a una cuadra… y además, acá nos trataron muy bien. ¿No, jefe?, digo extendiendo un brazo para calmar la tristeza del viejo con una propina que apenas le alcanzará para pagarse los remedios del día.
Afuera, el agua corre junto al cordón como si esto fuera Mendoza y no Buenos Aires, y los cordones fueran acequias, y no esta línea imperfectamente derruida donde se amontonan hojas secas, botellas de plástico y todo lo que la tormenta de los últimos días arrastró por arriba y por debajo de este barrio apoyado sobre un arrollo soterrado.
El tapicero sigue fumando parado sobre sus piernas incompletas.  
Vero no habla. Avanzo sin mirar atrás, confiando en que ya saludó al anciano, le pidió disculpas por mi maltrato y ahora está unos pasos detrás de mí, en silencio, mirando el reloj para saber cuánto falta para poder marcharse. Al llegar a la camioneta, giro y la veo acercándose con pasos lentos. Como si no pudiera evitar acercarse. Esa es mi carta ganadora.  
¿No, Vero?
¿Qué?
Que al fin tenemos casa, digo.
No lo puedo creer, dice ella, feliz o aliviada. Esta noche brindamos, dice.
¿Querés que vayamos a almorzar ahora?, pregunto.
Ella mira el reloj, pero entonces comprende la magnitud de mi propuesta y me mira a los ojos mientras chasquea la lengua con incredulidad.    
En serio. Tengo ganas de salir, digo, y hasta a mí me sorprende escucharme decir esto después de pasar un año encerrado, sin querer salir ni ver a nadie. Pero hoy es distinto. El sol, la posibilidad de una casa nueva, de un nuevo comienzo, de pronto me dan una energía que me resulta tan ajena como reconfortante.
Vero se inclina. Le tiembla el mentón. Está emocionada.
Tengo una reunión en el Ministerio, dice o miente. ¿Miente? Pero si querés salir… dice, y luego, de repente, rendida a su sorpresa, quizá a la nostalgia, me acaricia la mejilla y pregunta: ¿en serio querés salir?
Deslizo mis manos entre sus cabellos. La beso.
Ahora se quita los lentes. Está haciendo fuerzas para no llorar.
Vamos donde quieras, dice con la voz entre cortada, llamo a la oficina y digo que no puedo ir.
Siento unas ganas enormes de abrazarla, de cogerla y hacerla gritar hasta que se quede afónica. Pero no puedo. Entonces sujeto con mis manos los aros de la silla de ruedas y digo:
No, mejor voy a la inmobiliaria a empezar el papelerío, ¿te llevo a algún lado?
Dejá, tomo un taxi, murmura ella entre dientes, y me besa, y vuelve a ponerse los anteojos negros y se marcha con la mirada pegada al piso, abatida, bamboleando ese cuerpo generoso, perfecto, cada vez más lejano.

                                                                                                       

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