Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 31 de agosto de 2015

El ghetto de las ocho puertas, capítulo I.



En sus orígenes, la palabra Polonia significa gente de campo. Y en los orígenes de esta historia también estaban Polonia y su gente, pasando a través de los cristales de la ventanilla como una secuencia de fotografías idénticas, campo y más campo rodeado por un horizonte infinito, apenas alterado por chimeneas de fábricas lejanas, campesinos y animales desganados vagando por los pastizales y niños de rostros borrosos que esperaban junto a las vías para saludar el paso del tren. En cada estación, familias enteras subían arrastrando bultos y animales. Gallinas, cabras, hombres y mujeres y niños con ropas modernas, campesinos vestidos con ajados trajes de domingo, judíos cubiertos de pie a cabeza con caftanes negros, barbas largas y sombreros de ala ancha como venidos de otro tiempo… De vez en cuando, algún pasajero saludaba a mi madre y ella respondía con un murmullo.
Habíamos partido de Lodz hacía más de una hora, y en todo aquel tiempo ninguna había dicho nada. Aunque, quizá, en silencio y cada una a su modo, las tres estuviéramos pensando lo mismo. Edwarda, mi hermana, leía un libro sin prestar atención al paisaje que a mí me deslumbraba. Sentada a mi lado, mamá respiraba profundamente y se llevaba a los ojos un pañuelo blanco para limpiarse unas lágrimas que se habían secado hacía ya tiempo. La tristeza, en cambio, perduraba.
Tres años atrás, mamá había sido la mujer de un comerciante próspero y señora de una casa acomodada; ahora se había convertido en una viuda que cargaba con dos hijas sin saber cómo haría para mantenerlas. Antes de eso había estado enamorada de otro hombre, un hombre al que su familia no había aceptado. Según ellos, aquello no había sido amor, sino la simple confusión de una muchacha sin experiencia. Así fue que le presentaron a Jacob Ostromogilsky, quien se convirtió primero en su marido y luego en el padre de sus dos hijas. De origen ruso al igual que toda su familia, Jacob había desertado del ejército del Zar en la primera guerra y había huido de Rusia para establecerse en Lodz, donde vivían su padre, su madre, dos de sus hermanos y sus dos hermanas. Jacob se acopló a la vida familiar de Polonia y, pocos años más tarde, montó la perfumería Moderne en Piotrykowska 17, una de las calles más importantes de Lodz. Vendía perfumes, perfumes que él mismo traía de Francia.
Aquellos viajes de papá eran cajas de sorpresa. Siempre íbamos a recibirlo a la estación y, luego de los abrazos y los besos de rigor, sus tres mujeres nos dedicábamos a contemplar los regalos: las blusas de seda que exaltaban aún más la belleza de mi madre, las muñecas de cabellos rubios y mejillas sonrosadas... Recuerdo aquella época como una mezcla perfecta de placeres infantiles, regalos y sonrisas que parecía durarían por siempre.
Pero entonces ocurrieron cosas terribles, y todo pasó rápidamente, como suelen ocurrir las cosas terribles. En marzo de 1929 mi padre había comprado una importante cantidad perfumes franceses que había pagado contrayendo una deuda con un prestamista.  No era la primera vez que lo hacía, y en una situación normal hubiera vendido los perfumes y hubiese recuperado los pagarés sin complicaciones. Pero 1929 fue un año imprevisible, incluso para mi padre, que era un gran ajedrecista y mejor comerciante: el negocio se vació de clientes, de repente parecía que en Polonia ya a nadie le interesaba comprar perfumes.
Aunque en ese tiempo yo sólo tenía siete años, aún puedo recordar el rostro ensombrecido de mi padre cada vez que regresaba del negocio. Lo que más lo atormentaba no era no poder mantener a su familia, sino no poder pagar su deuda. Las ventas habían caído, y los pagarés comenzaban pesarle más que las balas, las trincheras, el exilio y todo lo que había soportado en su vida. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por mantener a salvo su honor.  
El sábado anterior a Pentecostés, Jacob Ostromogilsky salió de viaje en dirección a Varsovia. Su intención era pedirle a Zygmunt Danzygier, hermano de mi madre, el dinero que necesitaba para saldar su deuda y poder continuar con el negocio y con su vida. Mamá, Edwarda y yo lo acompañamos a la estación. Lo despedimos con besos y abrazos. Es extraño, o quizá revelador, pero el único recuerdo nítido que me quedó de aquel día fue la imagen de sus zapatos alzándose del andén para posarse en la escalerilla del tren que lo condujo a Varsovia. Nada más, ni siquiera su rostro, su sonrisa o una palabra de afecto, tan sólo la urgencia de partir y terminar con todo aquello.
Pasamos el fin de semana las tres solas con las sirvientas que entonces llevaban nuestra casa. En aquella época aún no iba a la escuela y, a diferencia de mi hermana, que era siete años mayor y ya estudiaba en el colegio secundario, yo tenía mucho tiempo libre. El martes, luego de las fiestas, mi madre me vistió y prometió llevarme al parque. Dijo que antes pasaríamos por la perfumería a esperar a mi padre, que debía regresar de Varsovia justo a tiempo para abrir el negocio.
Caminamos por Lodz tomadas de la mano bajo el sol de primavera. Cuando llegamos a la perfumería, encontramos la puerta del negocio cerrada por dentro, sin la cadena y el candado de seguridad. Hasta yo podía darme cuenta de que algo andaba mal. Preocupada pero decidida, mi madre me pidió que esperara en la calle hasta que ella me llamara. La vi entrar, luego oí un grito. Y nada más, sólo silencio.
Al entrar primero sentí un olor dulce, pero de una dulzura distinta a la de los perfumes que había en los estantes. Llamé a mamá, pero ella no respondió. Papá tampoco. Avancé unos pasos y entonces descubrí a mi madre desmayada en el suelo y, más allá, un bulto impreciso desparramado junto al calentador a gas. Los zapatos también estaban allí. Fueron lo único que vi, pero eso bastó para que comprendiera lo que había pasado.  
Mis gritos atrajeron a vecinos y amigos, que recogieron a mi madre del suelo y nos llevaron a casa. Ese mismo día sepultaron a papá. Más tarde supimos que, antes de suicidarse, había escrito tres cartas: una para la policía, con todas las aclaraciones pertinentes al caso; otra para nosotras; la tercera no recuerdo para quién era, aunque es posible que fuera para sus hermanos o sus padres.
A través de su carta nos enteramos de que en Varsovia papá no había recibido ayuda de nadie: la negativa de su cuñado terminó de mancillar el poco orgullo que le quedaba. Regresó a Lodz desesperado y endeudado. Tal vez avergonzado, o bien para que no interfirieran en su plan, papá evitó despedirse de su mujer y sus hijas. Tan sólo acabó con su vida como ese año lo hicieron tantos otros hombres, incluido el padre de Stefa, a quien conocería ese mismo año al comenzar la escuela.
Stefa fue mi primera amiga, y aunque lo que nos unió fue un banco de clase, ambas compartíamos la ausencia de nuestros padres. El suyo se había suicidado bebiendo yodo y había sido sepultado en el mismo cementerio que papá. A veces, Stefa, su madre, yo y mamá íbamos juntas al cementerio a llevarles flores. Salvo aquellos “paseos”, mamá apenas si salía de casa. Todo había ocurrido tan de repente que aún no podía explicárselo. Distinto hubiera sido si papá hubiese estado enfermo, pero Jacob Ostromogilsky había muerto a los cuarenta y seis años, completamente sano, esclavo de su honor.  
Pronto las cuentas comenzaron a acumularse, la perfumería permanecía cerrada y con una deuda inmensa. En apenas unos meses lo habíamos perdido todo, a mi padre, su negocio, las criadas, la cocinera y todo lo demás, incluida la casa, ya que debimos mudarnos a una mucho más pequeña. Todo parecía haberse terminado para nosotras…
Recuerdo que unos años antes de su muerte, cuando yo tendría unos cinco o seis años, entré a la perfumería acompañando a mi madre y descubrimos una escena extraña: un joven, empleado de mi padre, estaba de rodillas frente a él y frente a su propio padre, que sostenía un crucifijo en alto y pronunciaba amenazas. Aquel chico había robado algunos perfumes, y, al descubrirlo, su padre lo había llevado hasta el negocio y, delante suyo y de papá, lo obligó a jurar por su Dios que nunca volvería a robarle. Es extraño que en aquella época en la que sucederían tantas atrocidades, matanzas y guerras, los hombres defendieran su honor con tanto romanticismo. Y fue ese honor lo que, poco tiempo después de la muerte de papá, llevó a su acreedor hasta nuestra casa para devolvernos los pagarés que él había firmado. Aquello significó dos cosas: que la perfumería aún no estaba quebrada y que alguien debía hacerse cargo de ella.
Durante dos años mamá intentó sacar a flote el negocio. Pasaba los días en la perfumería; por las tardes, al regreso de la escuela, Edwarda iba a ayudarla. Yo, que aún era pequeña, terminadas las clases regresaba para hacerme la comida y ordenar la casa con la suficiencia de alguien mayor a los nueve años que tenía por entonces. Porque la muerte de papá nos hizo crecer de golpe, y nos sólo a nosotras, sus hijas, sino también a mi madre, que se convirtió en la única responsable de la familia y de un negocio que agonizaba.
Pronto, o mejor dicho, tarde, mamá comprendió que sus esfuerzos eran en vano. No conocía el oficio y tampoco tenía fuerzas para sobrellevar todo aquello. Al fin terminó aceptando que en Lodz no había futuro para nosotras. No le quedaron más opciones que recurrir a los mismos parientes que habían empujado a mi padre al suicidio. Pero esta vez ellos aceptaron ayudarnos, siempre y cuando dejásemos Lodz para establecernos en Varsovia. Así fue que juntamos nuestras cosas, incluidas varias cajas de perfumes, y tomamos aquel tren en el que mi padre había hecho su último viaje en 1929 y que, ahora, en 1932, me enseñaba la inmensidad de Polonia a través de sus ventanas acristaladas.

Nuestro silencio se debía tanto al temor frente a lo desconocido, la gran ciudad que era Varsovia y en la que mi madre había crecido hasta casarse, como a los recuerdos que inevitablemente nos acompañaron durante todo el viaje. De a ratos, mi madre me acariciaba la frente o señalaba algo en la ventanilla para que yo mirara el paisaje y dejase de observarla a ella. Entonces yo contemplaba el paisaje y luego posaba mis ojos en mamá, que volvía a acariciarme la frente.
Antes de que yo naciera, mi madre sufrió una caída que la postró en cama durante nueve días. Y por nueve días sufrió dolores que pusieron en peligro mi nacimiento y demoraron el parto. Todos esperaban lo peor, que yo naciera muerta, o bien que mi madre no lograra sobrevivir a las heridas internas que le habría infligido la caída. Al fin, al noveno día nací con una pequeña marca en la cabeza que, según las creencias, me auguraba una vida feliz y la suerte de los elegidos. Porque si bien mis padres no eran religiosos sino modernos, o asimilados, como nos llamaban los judíos que aún vestían al estilo asiático; si bien las mujeres de mi familia habían dejado de afeitarse la cabeza y usar peluca y los hombres se habían afeitado las barbas que los habían identificado durante miles años; si bien habíamos cambiado la Torá por los libros de divulgación científica y las escuelas rabínicas por las aulas de las universidades, aún conservábamos ciertas creencias supersticiosas. Quizá por eso, ahora, en el tren, luego de perderlo todo, mi madre me acariciaba la cabeza en busca de esa suerte que nos había abandonado.
Tenía ojeras debajo de los ojos, el rictus serio y la mirada perdida. Ni siquiera contestaba a mis preguntas. Había cambiado tanto en esos tres últimos años… Si bien íbamos a encontrarnos con su familia, no estaba feliz. Tampoco yo. Después de todo, si ellos se hubieran decidido a ayudarnos antes, mi padre hubiese seguido con vida, mi madre hubiese seguido siendo la mujer bella y alegre que ya no volvería a ser y yo no tendría que haber partido de mi pueblo hacia una ciudad que no conocía.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Varsovia, recogimos nuestras cosas y descendimos tomadas de las manos, las tres. Abajo, en el andén, nos esperaba Zygmunt, el hermano de mi madre. Era más bajo de lo que imaginaba, aunque sus ropas eran nuevas y en su chaleco resaltaba el brillo dorado de la cadena de su reloj de bolsillo. Hubo llantos, abrazos y miradas feroces que él no vio o no quiso ver. Alguien cargó nuestras valijas hasta un droshky de cuatro ruedas tirado por un caballo, que nos condujo al edificio en el que vivían mis abuelos y donde nos habían alquilado un cuarto para las tres, el número 16 de la calle Chotdna,.
Al llegar, lo primero que hice fue asomarme a la ventana. Por un momento cerré los ojos y respiré el aire perfumado por las flores y los árboles de la plaza de enfrente. Cuando volví a abrir los ojos, un pájaro cruzó la plaza volando a media altura; desde allí podía oír su canto. Después de mucho tiempo sentí algo parecido a la felicidad. Inconscientemente, me llevé una mano a la cabeza buscando esa marca que había desaparecido con los años pero que parecía conservar la suerte que volvía a ordenar nuestras vidas. Con los ojos abiertos, bien abiertos, me dije que lo peor ya había pasado, que las cosas no podían más que mejorar.

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