En sus orígenes, la palabra Polonia significa gente
de campo. Y en los orígenes de esta historia también estaban Polonia y su gente,
pasando a través de los cristales de la ventanilla como una secuencia de
fotografías idénticas, campo y más campo rodeado por un horizonte infinito, apenas
alterado por chimeneas de fábricas lejanas, campesinos y animales desganados
vagando por los pastizales y niños de rostros borrosos que esperaban junto a
las vías para saludar el paso del tren. En cada estación, familias enteras
subían arrastrando bultos y animales. Gallinas, cabras, hombres y mujeres y
niños con ropas modernas, campesinos vestidos con ajados trajes de domingo,
judíos cubiertos de pie a cabeza con caftanes negros, barbas largas y sombreros
de ala ancha como venidos de otro tiempo… De vez en cuando, algún pasajero
saludaba a mi madre y ella respondía con un murmullo.
Habíamos partido de Lodz hacía más de una hora, y
en todo aquel tiempo ninguna había dicho nada. Aunque, quizá, en silencio y
cada una a su modo, las tres estuviéramos pensando lo mismo. Edwarda, mi
hermana, leía un libro sin prestar atención al paisaje que a mí me deslumbraba.
Sentada a mi lado, mamá respiraba profundamente y se llevaba a los ojos un
pañuelo blanco para limpiarse unas lágrimas que se habían secado hacía ya
tiempo. La tristeza, en cambio, perduraba.
Tres años atrás, mamá había sido la mujer de un
comerciante próspero y señora de una casa acomodada; ahora se había convertido
en una viuda que cargaba con dos hijas sin saber cómo haría para mantenerlas.
Antes de eso había estado enamorada de otro hombre, un hombre al que su familia
no había aceptado. Según ellos, aquello no había sido amor, sino la simple
confusión de una muchacha sin experiencia. Así fue que le presentaron a Jacob
Ostromogilsky, quien se convirtió primero en su marido y luego en el padre de
sus dos hijas. De origen ruso al igual que toda su familia, Jacob había
desertado del ejército del Zar en la primera guerra y había huido de Rusia para
establecerse en Lodz, donde vivían su padre, su madre, dos de sus hermanos y
sus dos hermanas. Jacob se acopló a la vida familiar de Polonia y, pocos años
más tarde, montó la perfumería Moderne
en Piotrykowska 17, una de las calles más importantes de Lodz. Vendía perfumes,
perfumes que él mismo traía de Francia.
Aquellos viajes de papá eran cajas de sorpresa.
Siempre íbamos a recibirlo a la estación y, luego de los abrazos y los besos de
rigor, sus tres mujeres nos dedicábamos a contemplar los regalos: las blusas de
seda que exaltaban aún más la belleza de mi madre, las muñecas de cabellos
rubios y mejillas sonrosadas... Recuerdo aquella época como una mezcla perfecta
de placeres infantiles, regalos y sonrisas que parecía durarían por siempre.
Pero entonces ocurrieron cosas terribles, y todo
pasó rápidamente, como suelen ocurrir las cosas terribles. En marzo de 1929 mi padre había
comprado una importante cantidad perfumes franceses que había pagado
contrayendo una deuda con un prestamista.
No era la primera vez que lo hacía, y en una situación normal hubiera
vendido los perfumes y hubiese recuperado los pagarés sin complicaciones. Pero
1929 fue un año imprevisible, incluso para mi padre, que era un gran
ajedrecista y mejor comerciante: el negocio se vació de clientes, de repente parecía
que en Polonia ya a nadie le interesaba comprar perfumes.
Aunque en ese tiempo yo sólo tenía siete años, aún
puedo recordar el rostro ensombrecido de mi padre cada vez que regresaba del
negocio. Lo que más lo atormentaba no era no poder mantener a su familia, sino
no poder pagar su deuda. Las ventas habían caído, y los pagarés comenzaban
pesarle más que las balas, las trincheras, el exilio y todo lo que había
soportado en su vida. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por mantener a
salvo su honor.
El sábado anterior a Pentecostés, Jacob
Ostromogilsky salió de viaje en dirección a Varsovia. Su intención era pedirle
a Zygmunt Danzygier, hermano de mi madre, el dinero que necesitaba para saldar
su deuda y poder continuar con el negocio y con su vida. Mamá, Edwarda y yo lo
acompañamos a la estación. Lo despedimos con besos y abrazos. Es extraño, o
quizá revelador, pero el único recuerdo nítido que me quedó de aquel día fue la
imagen de sus zapatos alzándose del andén para posarse en la escalerilla del
tren que lo condujo a Varsovia. Nada más, ni siquiera su rostro, su sonrisa o
una palabra de afecto, tan sólo la urgencia de partir y terminar con todo
aquello.
Pasamos el fin de semana las tres solas con las
sirvientas que entonces llevaban nuestra casa. En aquella época aún no iba a la
escuela y, a diferencia de mi hermana, que era siete años mayor y ya estudiaba
en el colegio secundario, yo tenía mucho tiempo libre. El martes, luego de las
fiestas, mi madre me vistió y prometió llevarme al parque. Dijo que antes
pasaríamos por la perfumería a esperar a mi padre, que debía regresar de
Varsovia justo a tiempo para abrir el negocio.
Caminamos por Lodz tomadas de la mano bajo el sol
de primavera. Cuando llegamos a la perfumería, encontramos la puerta del
negocio cerrada por dentro, sin la cadena y el candado de seguridad. Hasta yo podía
darme cuenta de que algo andaba mal. Preocupada pero decidida, mi madre me
pidió que esperara en la calle hasta que ella me llamara. La vi entrar, luego
oí un grito. Y nada más, sólo silencio.
Al entrar primero sentí un olor dulce, pero de una
dulzura distinta a la de los perfumes que había en los estantes. Llamé a mamá,
pero ella no respondió. Papá tampoco. Avancé unos pasos y entonces descubrí a
mi madre desmayada en el suelo y, más allá, un bulto impreciso desparramado
junto al calentador a gas. Los zapatos también estaban allí. Fueron lo único
que vi, pero eso bastó para que comprendiera lo que había pasado.
Mis gritos atrajeron a vecinos y amigos, que
recogieron a mi madre del suelo y nos llevaron a casa. Ese mismo día sepultaron
a papá. Más tarde supimos que, antes de suicidarse, había escrito tres cartas:
una para la policía, con todas las aclaraciones pertinentes al caso; otra para
nosotras; la tercera no recuerdo para quién era, aunque es posible que fuera
para sus hermanos o sus padres.
A través de su carta nos enteramos de que en
Varsovia papá no había recibido ayuda de nadie: la negativa de su cuñado
terminó de mancillar el poco orgullo que le quedaba. Regresó a Lodz desesperado
y endeudado. Tal vez avergonzado, o bien para que no interfirieran en su plan, papá
evitó despedirse de su mujer y sus hijas. Tan sólo acabó con su vida como ese
año lo hicieron tantos otros hombres, incluido el padre de Stefa, a quien
conocería ese mismo año al comenzar la escuela.
Stefa fue mi primera amiga, y aunque lo que nos
unió fue un banco de clase, ambas compartíamos la ausencia de nuestros padres.
El suyo se había suicidado bebiendo yodo y había sido sepultado en el mismo
cementerio que papá. A veces, Stefa, su madre, yo y mamá íbamos juntas al
cementerio a llevarles flores. Salvo aquellos “paseos”, mamá apenas si salía de
casa. Todo había ocurrido tan de repente que aún no podía explicárselo.
Distinto hubiera sido si papá hubiese estado enfermo, pero Jacob Ostromogilsky
había muerto a los cuarenta y seis años, completamente sano, esclavo de su
honor.
Pronto las cuentas comenzaron a acumularse, la
perfumería permanecía cerrada y con una deuda inmensa. En apenas unos meses lo
habíamos perdido todo, a mi padre, su negocio, las criadas, la cocinera y todo
lo demás, incluida la casa, ya que debimos mudarnos a una mucho más pequeña. Todo
parecía haberse terminado para nosotras…
Recuerdo que unos años antes de su muerte, cuando
yo tendría unos cinco o seis años, entré a la perfumería acompañando a mi madre
y descubrimos una escena extraña: un joven, empleado de mi padre, estaba de rodillas
frente a él y frente a su propio padre, que sostenía un crucifijo en alto y
pronunciaba amenazas. Aquel chico había robado algunos perfumes, y, al
descubrirlo, su padre lo había llevado hasta el negocio y, delante suyo y de papá,
lo obligó a jurar por su Dios que nunca volvería a robarle. Es extraño que en
aquella época en la que sucederían tantas atrocidades, matanzas y guerras, los
hombres defendieran su honor con tanto romanticismo. Y fue ese honor lo que,
poco tiempo después de la muerte de papá, llevó a su acreedor hasta nuestra
casa para devolvernos los pagarés que él había firmado. Aquello significó dos
cosas: que la perfumería aún no estaba quebrada y que alguien debía hacerse
cargo de ella.
Durante dos años mamá intentó sacar a flote el negocio.
Pasaba los días en la perfumería; por las tardes, al regreso de la escuela,
Edwarda iba a ayudarla. Yo, que aún era pequeña, terminadas las clases
regresaba para hacerme la comida y ordenar la casa con la suficiencia de
alguien mayor a los nueve años que tenía por entonces. Porque la muerte de papá
nos hizo crecer de golpe, y nos sólo a nosotras, sus hijas, sino también a mi
madre, que se convirtió en la única responsable de la familia y de un negocio
que agonizaba.
Pronto, o mejor dicho, tarde, mamá comprendió que
sus esfuerzos eran en vano. No conocía el oficio y tampoco tenía fuerzas para
sobrellevar todo aquello. Al fin terminó aceptando que en Lodz no había futuro para
nosotras. No le quedaron más opciones que recurrir a los mismos parientes que habían
empujado a mi padre al suicidio. Pero esta vez ellos aceptaron ayudarnos,
siempre y cuando dejásemos Lodz para establecernos en Varsovia. Así fue que juntamos
nuestras cosas, incluidas varias cajas de perfumes, y tomamos aquel tren en el
que mi padre había hecho su último viaje en 1929 y que, ahora, en 1932, me
enseñaba la inmensidad de Polonia a través de sus ventanas acristaladas.
Nuestro silencio se debía tanto al temor frente a
lo desconocido, la gran ciudad que era Varsovia y en la que mi madre había
crecido hasta casarse, como a los recuerdos que inevitablemente nos acompañaron
durante todo el viaje. De a ratos, mi madre me acariciaba la frente o señalaba
algo en la ventanilla para que yo mirara el paisaje y dejase de observarla a
ella. Entonces yo contemplaba el paisaje y luego posaba mis ojos en mamá, que
volvía a acariciarme la frente.
Antes de que yo naciera, mi madre sufrió una caída
que la postró en cama durante nueve días. Y por nueve días sufrió dolores que
pusieron en peligro mi nacimiento y demoraron el parto. Todos esperaban lo
peor, que yo naciera muerta, o bien que mi madre no lograra sobrevivir a las
heridas internas que le habría infligido la caída. Al fin, al noveno día nací
con una pequeña marca en la cabeza que, según las creencias, me auguraba una
vida feliz y la suerte de los elegidos. Porque si bien mis padres no eran
religiosos sino modernos, o asimilados, como nos llamaban los judíos que aún
vestían al estilo asiático; si bien las mujeres de mi familia habían dejado de
afeitarse la cabeza y usar peluca y los hombres se habían afeitado las barbas
que los habían identificado durante miles años; si bien habíamos cambiado la Torá por los libros de
divulgación científica y las escuelas rabínicas por las aulas de las
universidades, aún conservábamos ciertas creencias supersticiosas. Quizá por
eso, ahora, en el tren, luego de perderlo todo, mi madre me acariciaba la
cabeza en busca de esa suerte que nos había abandonado.
Tenía ojeras debajo de los ojos, el rictus serio y
la mirada perdida. Ni siquiera contestaba a mis preguntas. Había cambiado tanto
en esos tres últimos años… Si bien íbamos a encontrarnos con su familia, no
estaba feliz. Tampoco yo. Después de todo, si ellos se hubieran decidido a
ayudarnos antes, mi padre hubiese seguido con vida, mi madre hubiese seguido
siendo la mujer bella y alegre que ya no volvería a ser y yo no tendría que
haber partido de mi pueblo hacia una ciudad que no conocía.
Cuando el tren se detuvo en la estación de
Varsovia, recogimos nuestras cosas y descendimos tomadas de las manos, las tres.
Abajo, en el andén, nos esperaba Zygmunt, el hermano de mi madre. Era más bajo
de lo que imaginaba, aunque sus ropas eran nuevas y en su chaleco resaltaba el
brillo dorado de la cadena de su reloj de bolsillo. Hubo llantos, abrazos y
miradas feroces que él no vio o no quiso ver. Alguien cargó nuestras valijas
hasta un droshky de cuatro ruedas tirado por un caballo, que nos condujo al
edificio en el que vivían mis abuelos y donde nos habían alquilado un cuarto para
las tres, el número 16 de la calle Chotdna,.
Al llegar, lo primero que hice fue asomarme a la
ventana. Por un momento cerré los ojos y respiré el aire perfumado por las
flores y los árboles de la plaza de enfrente. Cuando volví a abrir los ojos, un
pájaro cruzó la plaza volando a media altura; desde allí podía oír su canto.
Después de mucho tiempo sentí algo parecido a la felicidad. Inconscientemente,
me llevé una mano a la cabeza buscando esa marca que había desaparecido con los
años pero que parecía conservar la suerte que volvía a ordenar nuestras vidas.
Con los ojos abiertos, bien abiertos, me dije que lo peor ya había pasado, que las
cosas no podían más que mejorar.
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