"Con la sangre en el ojo", pag 33-37.
"En la sala de espera de la 6ª había varios
travestis con cuerpos esculturales y brazos musculosos, prostitutas que soñaban
con un viejo de guita que las jubilara y cuatro o cinco mujeres gordas que
cuchicheaban en voz baja y miraban de reojo a los travestis. Balestra saludó al
policía que hacía de recepcionista y preguntó por Domínguez. Le pidieron que
esperara, pero él no se sentó, sino que prefirió caminar por la sala. Los
travestis estaban parados delante de un cuadro de José de San Martín,
contemplando al Libertador con ojos de modista:
Fijate:
esos cuellos almidonados, el pelo con fijador, la jeta maquillada… todos esos
próceres eran putos…
San
Martín no era puto – bramó una de las gordas, indignada.
Usted
cállese, señora, en vez de gritarme cuide al ladrón de su hijo…
Mi
hijo no hizo nada.
Y yo
no tengo pija, ¿no?
Basta
– dijo el recepcionista sin levantar la mirada de los papeles que estaba
ordenando.
Hijo
de puta. No te metas con mi hijo porque…
¿Porque
qué?
Los travestis rodearon a las mujeres, que se
incorporaron de las sillas y comenzaron a cerrar los puños de manera
amenazante. Otra de las mujeres señaló al travesti que había hablado antes, y
dijo:
San
Martín era un hombre de verdad, no como ustedes, payasos…
Gorda
sucia… cerrá la boca porque te cago a trompadas acá mismo…
¿A
quién?
Si no
se callan los echás a patadas a la calle. ¿Me entendiste, Ramírez?
Balestra reconoció la voz de Domínguez, y al
volverse lo vio de pie junto a la mesa de entrada hablando con el
recepcionista. Medía un metro sesenta, pero tenía voz de gigante, áspera,
autoritaria, y con una sola frase logró callar a los travestis, a las mujeres y
al propio Ramírez.
Esto es
una comisaría, no un programa de televisión – gritó Domínguez.
Gorda
pedorra – murmuró el travesti.
Puto
trolo… - susurró una de las gordas.
Al ver a Balestra, Domínguez le hizo seña de que
lo siguiera a su oficina. El policía lo abrazó con afecto. Después ocuparon sus
lugares a un lado y otro de un escritorio de madera perfectamente ordenado.
Vos
sí que te divertís…
No me
hablés… Acá se la pasan gritando todo el día. Te juro que cuando me jubile me
vuelvo a Tucumán… Me tenías abandonado, ahijado… ¿tu vieja como anda?
Bien.
Creo que bien.
¿Hace
mucho que no la ves? Mandale un beso grande. Gran mujer, tu vieja... pero
decime, ¿a qué se debe el honor de tu visita?
Quería
preguntarte por la linyera que murió hace unos días.
Una
desgracia.
¿Vos
también pensás que se quemó por accidente?
Domínguez
soltó una carcajada.
No, pero
les dije eso a los periodistas y se dejaron de joder. Lo último que quiero es
que se me llena la comisaría de cámaras… ya bastante tengo con los de ahí
fuera.
La
quemaron… ¿Te parece normal eso?
El comisario se acodó en el escritorio, parecía
divertido por algo.
No,
pero tampoco me parece normal que te intereses por muertos que no te van a
pagar un mango.
Domínguez
lo miraba con ojos de búho, aguados por todas las atrocidades que debía haber
visto durante tantos años de servicio en la Policía Federal. Él y el padre de Balestra se habían
conocido en uno de los cursos de formación anticomunista que la CIA había
dictado para adoctrinar a las fuerzas policiales de América Latina a fines de
los años 50´. Se habían hecho amigos íntimos, se visitaban en los veranos, sus
mujeres se escribían cartas… Al principio, cuando Balestra llegó a Buenos Aires
escapando de los fantasmas de Uruguay, Domínguez se había rehusado a ayudarlo
por respeto a su amigo. Luego, cuando comprendió que la decisión de Balestra
era inapelable comenzó a apadrinarlo e incluso le consiguió los primeros
clientes que tuvo como detective.
Me
interesa el tema.
Domínguez
sonrió.
Dale,
Alvarito. ¿Por qué preguntás?
Tengo
mucho tiempo libre… - dijo Balestra, tomando una decena de las tarjetas
personales que Domínguez guardaba en una pequeña caja de acrílico, sobre el
escritorio.
Aprovechalo,
¿seguís yendo al Tigre?
Sí. ¿Algunos
datos de la investigación?
¿Qué
investigación? Nosotros no damos abasto con el laburo... Te imaginarás que no
puedo dedicarle mi tiempo y mi gente a una linyera carbonizada… a esa gente nadie
la reclama, a nadie le interesa. ¿No me vas a decir que no es buena la historia
de la colilla y alcohol fino?
¿Pero
tienen alguna pista o algo?
Lo
único que te puedo decir es que encontramos un bidón con nafta.
¿Huellas?
Sí,
pero el dueño de las huellas no tiene antecedentes. Así que todo se cortó ahí.
¿Pensás
que pudieron haber sido los skinheads? ¿otro grupo de derecha?
Derecha,
izquierda… eso era antes, Alvarito. Desde que a Perón le cortaron las manos,
todo es lo mismo… andá a saber quién la mató.
Sí,
pero ¿quién querría matar a una linyera?
Otros
linyeras… o… ¿vos no te acordás lo que pasó en Tucumán antes del Mundial?
A
Domínguez le encantaba contar esa historia. Balestra lo sabía.
No –
mintió Balestra.
En el
77`, cuando empezaron los preparativos del mundial, nos mandaron a juntar a
todos los linyeras de Tucumán para limpiar las calles, no fuera cosa que nos
hicieran mala prensa con los extranjeros.
¿Fumigaron?
Domínguez sonrió a la provocación de Balestra.
Debían
ser quince, más o menos, los metimos en un camión del ejército y los llevamos
hasta Catamarca.
¿Los
tiraron en un pozo? ¿vivos? Ese método es novedoso…
Si te
hubieras quedado un poco más en la fuerza hubieras aprendido mucho. Hubieras
llegado lejos, Alvarito, comisario a los 40… ¿no te arrepentís aunque sea un
poco? Todavía, después de tanto tiempo, no te puedo entender…
Hacía años que venían discutiendo las mismas cosas,
pero siempre era Balestra el que acababa irritado. Esta vez soltó una puteada y
bajó la vista.
Cuando
los bajamos del camión los tipos lloraban, se revolcaban por la tierra. Los
dejamos en el medio de la nada. Dicen que los linyeras vagaron durante días sin
encontrar un pueblo, nada. Algunos se volvieron más locos de lo que estaban, por
la sed y el hambre, y empezaron a caminar por las salinas hasta que cayeron
muertos…
Domínguez había dejado de mirarlo a los ojos;
ahora trataba de ver algo a espaldas de Balestra, algo que parecía recordar con
lujo de detalles. En la oficina de al lado sonó un teléfono, una mujer gritó en
hall de entrada y Domínguez volvió a hablar:
El
interventor de Tucumán era un fanático de la limpieza. Pero al gobernador de
Catamarca le molestó que escondiera la basura debajo de su propia alfombra, así
que el tucumano tuvo que cargar a los sobrevivientes y llevarlos de regreso a
Tucumán.
Un
final feliz.
No,
en este país los finales felices no existen. Después de veinticinco años viviendo
acá ya tendrías que saberlo.
¿Pero
pensás que lo de Tucumán tiene algo que ver con esta muerte?
No,
para nada. Pero me acordé… me estoy poniendo viejo, Alvarito… me pasa que me
acuerdo de boludeces de hace treinta años como si hubieran pasado ayer…
Entonces
te compadezco.
Balestra se incorporó y estrechó la mano de aquel
pequeño hombre que había comenzado a hundirse en el sillón con el peso de sus fantasmas. "
"Con la sangre en el ojo", Grijalbo, 2015.
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