Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

martes, 28 de julio de 2015

Cómo escribí "El ghetto de las ocho puertas".



Escribí este texto con motivo de la primera edición de "El ghetto de las ocho puertas", y fue publicado el sábado 12 de septiembre de 2009 en el suplemento ADN Cultura de La Nación con el título: 

Una heroína de novela, pero real.

La categoría “novio/marido/pareja de la amiga de tu mujer” es como el último cajón de la mesada: podés encontrar de todo. Y no quiero decir que esté mal que así sea, pero más de una vez me vi compartiendo cenas, cumpleaños y salidas con tipos con los que no llegaría a establecer ni la más mínima relación aunque estuviéramos solos en una isla desierta. Con Ary Erlich, “el-marido–de-Alejandra-Cosovschi—la-amiga-de-mi-mujer”, venimos soportando esto hombro a hombro desde hace más de diez años. La amistad que antes sólo unía a nuestras mujeres hace tiempo que se extendió hasta nosotros, a base de comidas y sobremesas, y desde hace tiempo que los considero mis amigos, tanto a él como a su mujer. Por eso, el día que vino a mi casa y me dijo que quería que escribiera la historia de su familia me sentí bastante incómodo. Todos tenemos la soberbia fantasía de que nuestra vida y la de nuestra familia son dignas de ser contadas en un libro. Sin embargo, en este caso los méritos no eran injustificados. A lo largo de nuestros diez años de amistad, Ary y Alejandra me habían ido contando algunas historias extraordinarias de la vida de los abuelos y del padre de Ary, judíos polacos sobrevivientes del Ghetto de Varsovia. 
Acepté, y pocos días después de su visita, al fin conocí a los Erlich.
Me esperaban en la casa de Mira Ostromogilska de Erlich, la abuela de Ary, viuda de Edek Erlich, y estaban su hijo Teo, padre de Ary, Ary y su primo Santiago, hijo de Alice, la otra hija del matrimonio Erlich. Con temeridad, hice mi presentación como autor y les hablé de los cuentos míos que integraron diversas antologías y de la novela que publiqué hace ya unos años… aunque creo que evité decirles que trataba de un adolescente que reparte empanadas y cocaína. No quería que se hicieran la misma pregunta que yo venía haciéndome desde la visita de Ary: ¿y vos vas a poder escribir esto?
Me apuré en aclararles que sólo escribiría la historia en forma de novela, que si bien seguiría el hilo de sus vidas y respetaría cada cosa, año y lugar en que había ocurrido lo que me contasen, lo escribiría como ficción, es decir recreando las situaciones, las conversaciones e inventado otras. Antes de empezar, prefería escribir un capítulo para que ellos pudieran decidir si les gustaba o no mi trabajo.
Aceptaron con un parpadeo, como si no tuvieran tiempo para detenerse en mis estúpidas formalidades. Atropelladamente, Teo comenzó a decir que esa mujer que estaba junto a él y decía ser su madre en verdad era su tía y que habían guardado el secreto durante 50 años... Si quería que escribiera su historia no era para vanagloriarse con las hazañas de sus padres, sino para conocer su propio pasado, su origen, a esos padres biológicos que había tenido y de los que no sabía casi nada. Por lo tanto mi responsabilidad era doble: el primer lector interesado sería el mismo protagonista de la novela.
En aquella reunión inicial Mira apenas si habló. Agregaba datos, respondía las preguntas de un Teo excitado, pero no se explayaba mucho. Por lo que sabría más tarde, también hablaba polaco, alemán, inglés y francés, pero en su castellano aún quedaban sonidos polacos y le costaba traducir algunas expresiones. Eso inmediatamente me hizo pensar en Chichina, mi querida abuela siciliana, que vive desde hace más de cincuenta años en Argentina y está convencida de que esa mezcla de dialectos que habla es castellano puro. La asociación sirvió para acercarme a Mira no sólo como personaje, sino como abuela de mi amigo. Esa vez Mira sólo contó un episodio que había tenido con un SS, algo muy violento, y lo relató con tal precisión que lo elegí como argumento para probar el tono y la postura narrativa del posible relato.
Me despedí de los Erlich y una semana después, en agosto de 2007, les envié cuatro páginas. Hice trampa: la anécdota de Mira era demasiado buena como para detenerse en las nimiedades literarias del texto. Así fue que ellos aceptaron y yo comencé a escribir mi segunda novela.

La forma de trabajo era simple: me encargaba de confeccionar una guía de preguntas siguiendo el orden cronológico de la novela, algo que Mira nunca respetaba. A lo sumo respondía las dos primeras preguntas, pero luego hacía un silencio con la vista perdida y una sonrisa a veces de satisfacción, otras veces de sorpresa, y decía: “¿Yo le conté la historia de…?” Imposible detenerla o regresarla a mi cuestionario cuando yo sabía que esa historia que comenzaba a contar era más asombrosa que las anteriores. Por momentos tenía ganas de decirle: “Disculpe, Mira, me voy a escribir esto y vuelvo”. Otras veces me costaba mantener la entereza frente a las cosas desgarradoras que contaba con tanta naturalidad, y al mismo tiempo era capaz de interrumpir el relato de un fusilamiento para decir: “¿No quiere comer un pepinito?”, señalando la mesa cubierta de comida.
Conversamos una docena de veces a lo largo de un año. Tenía un humor fino, y podía hacer chistes incluso con las anécdotas más terroríficas. Supongo que eso la ayudaba a seguir viviendo. Nunca dejaba de sorprenderme su memoria. A veces, casi con infantilismo, la probaba con preguntas ridículas que no necesitaba que me respondiera pero que ella igual contestaba. Las pocas veces que no recordaba algo se mortificaba e insultaba en polaco, pero al cabo de unas horas me llamaba a mi casa para darme la respuesta. Había tenido que callar su historia, pero después de cincuenta seguía recordando hasta la mínima escena. Cuando hablaba de su hermana se le nublaban los ojos, cuando hablaba de París sonreía con nostalgia. Recordaba todo: la invasión de Polonia, los nazis, el ghetto y las deportaciones. Algunas cosas las recordaba con una nitidez escalofriante. Si bien ni ella ni su marido habían pasado por campos de concentración, poco a poco me fui enterando de las estratagemas que habían tenido que inventar para sobrevivir: habían vivido de incógnito entre soldados alemanes poco después de haberlos combatido junto a los partisanos polacos; y encerrados en una fosa, en una fábrica y otros escondites salvadores; había vivido en el Berlín de la ocupación americana, en París durante la postguerra; había navegado dos semanas en un trasatlántico escapando de la Europa desolada, buscando la felicidad en América, para al fin llegar a una Argentina enlutada por la muerte de Evita... Mira se fue revelando como lo que era: una heroína de novela de aventuras en el contexto del Holocausto.
Pasé un año escuchándola hablar, en persona y a través de los auriculares de mi MP3, tratando de organizar el relato saltando de archivo en archivo, adelantando y retrocediendo sus palabras hasta ordenar los hechos en el tiempo o encontrar la descripción de determinado lugar, determinado personaje. Eso que Mira contaba sobre ella y su marido había ocurrido hacía más de medio siglo, pero era nuestro presente narrativo. Demasiado emocionante, dramático y complejo como para permitirme ralentizarlo con un tono académico o perderme en un arrogante juego de recursos literarios. “Entonces todo momento podía ser el último, era en sí el último y el único: no había lugar para adornos, experimentos, literatura, sólo para la verdad real, en las cosas y más allá de ellas y para el amor, siempre truncado e indefenso, pero capaz de sostener, por sí solo, un mundo que, de lo contrario, se habría deshecho y anulado”(Carlo Levi, Carta a su editor con motivo de la segunda edición de “Cristo se detuvo en Éboli”).
Después de contar algo terrible, ella siempre usaba la misma frase: “¿Cómo pudo pasar eso?” No podía creer que fuera cierto. Abría bien los ojos, como si recién en ese momento acabara de comprender lo que había pasado y la suerte que había tenido en sobrevivir. Suerte y valentía, una astuta valentía que la llevó a ella y a Edek a desafiar al mundo y a la Historia.
Había sobrevivido a todo y todos, y sin embargo nunca la oí exigir venganza. Eso me asombraba, y en el fondo, me avergüenza decirlo, también me aliviaba por mi condición de goy: en lugar de detenerse en el odio hacia todos aquellos que la habían atormentado durante la guerra, Mira agradecía que había logrado salir con vida de aquello gracias a la ayuda de algunos católicos.
Luego de la guerra, continuaron con el trabajo en la industria textil y, ya en Argentina, lograron montar una fábrica que se convirtió en una de las más importantes en ese rubro. Como se dice, triunfaron en la vida. Formaron una familia feliz y acomodada. Mira viajaba regularmente a New york, París y Punta del Este, visitando amigos y familiares y disfrutando merecidamente de su vida sin la menor cuota de rencor.

Una vez por mes, le entregaba a Mira y a Teo algunos capítulos de la novela para que ella desplegara su prodigiosa memoria al corregir el nombre de una calle polaca y Teo conociera su historia y la de sus padres.

En los últimos encuentros Mira comenzó a apagarse. Los médicos le diagnosticaron una enfermedad terminal casi al tiempo en que yo terminaba de escribir la novela. Sería un lugar común decir que esperó a contar su historia para aceptar la muerte. Pero por cómo se dieron los últimos días de su vida, también sería decir la verdad.
Cuando leyó el final, llorando, dijo: “Fue todo así, hicimos todo para proteger a Teo”. Estaba tan emocionada y agradecida como yo. Rápidamente, con esa fuerza colosal que le permitió sobrevivir a tantas cosas, dijo: “con este libro usted y yo vamos a ganar el Nobel”. Confiaba tanto en su destino que no podía pedir menos que eso, y su personaje irradiaba tanta seguridad que era capaz de hacerte pensar, aunque fuera sólo por un segundo, en que debías reservar los pasajes a Estocolmo. 

La enfermedad avanzó rápidamente. Pronto tuvimos que aceptar con dolor que Mira no llegaría a ver el libro de su vida y recibir el reconocimiento merecido. A través de mi editora, Glenda Vieites, de Editorial Sudamericana, la historia de Mira y el El ghetto de las ocho puertas llegó a oídos de Jorge Fernández Díaz, que se interesó por la protagonista y la entrevistó para su columna de Historias de Vida del diario La Nación.  
El día de la entrevista Mira ya estaba en silla de ruedas. Su peluquero había ido a su casa para peinarla. Aunque estaba lúcida y divertida como siempre, en la lentitud de sus gestos podía adivinar que le costaba mantenerse levantada de la cama. Eso no le impidió posar ante el fotógrafo con una sonrisa cansada pero plena de orgullo. Cuando el fotógrafo se marchó, pude verla rendirse al respaldo de la silla. Sin preocuparse en ocultarme su cansancio, me dijo: “Usted es mi séptimo nieto”. El sentimiento era mutuo, pero me gustaba que nos siguiéramos tratando de usted.
Me despedí sin saber que esa era la última vez que la vería.
En esos días su estado empeoró. El sábado siguiente, cuando la nota salió publicada, Mira ya no podía soportar los dolores. Dicen que sólo se calmó cuando su nieta Ana le enseñó su foto en el diario. La nota era emocionante, y hablaba de “una mujer con dos terribles secretos” que, para alivio de Mira, ya no eran tales.  
En un último gesto de novela, al día siguiente de que su historia saliera en la tapa del diario, Mira perdió la conciencia. Ya no tenía nada más que decir.
Y tres días después, murió.
Fue enterrada junto a su marido en el cementerio de La Tablada, rodeada por familiares y amigos que guardaron el silencio que sólo merecen los héroes. 

Recuerdo que una vez me dijo que quería que su historia se supiera porque “eso” no podía volver a pasar. Hoy que acaba de salir publicado “nuestro” libro, sigo lamentando que ella no pueda verlo en la calle. Me tranquiliza saber que ese relato que durante un año sonó sólo en los auriculares de mi MP3 ahora llega a otros, en especial a cada uno de sus hijos, nietos y bisnietos, y así todos podrán conocer, entender y disfrutar la asombrosa historia de Mira Ostromogilska, la protagonista de “El ghetto de las ocho puertas”, la abuela de mi amigo Ary.

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