En una de las conversaciones que mantuve con un periodista en
Montevideo, él me dijo que había algunas palabras en mi escritura que le
hacían ruido. Pregunté cuales, y respondió: “beber, incorporarse, tomar
y rostro”. Asentí, porque eran decisiones que había tomado a partir de
una idea, no por casualidad.
Él insistió: “nadie habla así, la
gente dice “tomar, levantarse, agarrar y cara””. Entonces pregunté: “¿en
los diálogos mis personajes dicen beber en lugar de tomar?”
“No, los diálogos están bien. Lo que me molesta es el narrador hablando con un tono distinto al que se usa en la calle”, dijo.
Le conté que en Delivery respeté el lenguaje de la calle porque era
pertinente para la novela. Después no, porque mis otras novelas exigían
otra cosa. Además, es aburrido leer solo cómo habla la gente.
No me dijo nada, pero me quedé pensando.
¿Por qué la literatura tiene que limitarse a reproducir solo cómo habla
la gente? ¿Por qué el narrador no puede hablar mejor? ¿La literatura
tiene que limitarse sólo a la reproducción del lenguaje de la calle?
¿Cuál es su aporte, entonces?
En el año 2000 me parecía relevante esa discusión. Hoy creo que está pasada de moda.
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