De a poco empieza a ordenarse el
cuerpo, después de una semana en Alemania y 26 largas horas de viaje.
Sigo completamente agradecido a
Katharina Niemeyer y Victoria Torres, que me invitaron a Köln. Por su
generosidad, su simpatía, su interés y su hospitalidad. Pero también por darme
la oportunidad de pensarme a mí mismo como autor. Soy un tipo bastante misántropo,
que necesita moverse en ambientes controlados: mi familia, mis poquísimos
amigos, mi estudio, mi biblioteca y mi computadora. Esa característica, o
limitación para quien lo quiera, y cierta urticaria a la posibilidad de pensar
la literatura como algo más que sentarse a leero o a escribir, pocas veces me dan lugar para
pensar en mi escritura. El único lugar donde puedo hacerlo sin sentir que me estoy traicionando es en los asados
de mi amigo Emiliano Álvarez, donde Ricardo Strafacce, el propio Emiliano y
Rolo Pérez me enseñan y me hacen pensar muchísimo, como en mi juventud me
hacían pensar Nicolás Maisonnave y Hernán Di Palma.
Porque hay determinadas cuestiones
que uno sólo las racionaliza cuando las habla con otros. Con la escritura me
pasa eso. A la hora de escribir, tengo algunas pocas cosas más claras que hace
algunos años, pero generalmente me acompaña la sensación de que voy tomando
decisiones sin pensar, muy instintivamente. Hay días que todo
me parece una casualidad: que se me ocurra una historia, que escriba un texto,
que empiece, continúe o termine una novela parece algo normal, sin filtro, sin
pensamiento y estrategia. En eso, mis personajes se me parecen: actúan sin
explicar por qué. Pero cuando me encuentro con gente que se dedica a lo mismo
que yo es inevitable pensar determinadas cosas que digo a boca de jarro y que, de
pronto, como una revelación, me doy cuenta de que las pienso mucho más de lo
que creía. O mejor dicho, que las tengo más racionalizadas y aplicadas de lo que pensaba.
En relación a eso, noté algo en
Köln que hubiera sido muy difícil notar estando solo en mi casa: la distancia y
el respeto que tengo con mis personajes.Y todo surgió debido a dos preguntas que me hicieron.
Empecé mi ponencia sobre “El ghetto
de las ocho puertas” y “La niña y su doble” aclarando que no descarto que cosas
como el nazismo y la dictadura argentina vuelvan a ocurrir en algún momento
próximo en cualquier parte del mundo, basado en la desconfianza que me genera la
especie humana: “una especie invasora que tiene la misma capacidad para
producir el horror como la belleza”. Alguien del público hizo gestos de
sorpresa. Y esos gestos se intensificaron cuando, al final de la ponencia, dije
que admiraba el mensaje que habían dejado Nusia y Mira a través de mi escritura;
un mensaje que ellas me transmitieron como personajes y que yo respeté a
ultranza: que la vida es hermosa, que la venganza no sirve de nada, es decir,
la fuerza para sobreponerse y el optimismo de sobrevivir y disfrutar hasta el
último minuto de vida. Ahí, dos personas me preguntaron, confundidas, como
podía ser que ese pensamiento optimista fuera tan contradictorio con lo que yo
pienso como persona. En ese momento sonreí, incluso la pregunta me había
causado una gracia sincera: yo soy yo, y mis personajes, otros. “Yo escribo
para ser otros”, pensé. Por eso, si un personaje piensa de una manera, lo banco. Lo que yo pienso del mundo y la vida se lo digo a
mis amigos, no a mis lectores. Parece algo básico, pero no es tan así.
La segunda pregunta que me hizo
pensar fue por qué Nusia y Mira no hablaban en argentino. Esto me hizo recordar
la conversación que tuve al respecto con un periodista uruguayo hace unos
meses. No hablan argentino, ni
está escrito en argentino, porque todo ocurrió en polaco. Y como no sé escribir
en polaco, lo hice en un lenguaje más universal que localista. Hubiera sido
medio extraño escribir “rajemos que vienen los nazis, gato”.
Una pregunta se sumó a la otra, y juntas
provocaron ciertas conexiones neuronales (que no se me dan muy seguido) que me
hicieron entender las reglas que, intuía pero no sabía, yo respeto en mi
escritura: escribir historias que no me permitan bajar línea de cómo pienso. Salir
de la primera persona autoreferencial, autosatisfactoria y localista. Escribir sobre otros, como si fuera otro,
otros. Por eso en mis libros no hablo de los libros que me gustan, ni de la
comida, ni de la música que prefiero, ni de lo que pienso que “debería ser” la
literatura, la política, la vida en general. El único tema que no puedo contener es
Riquelme, sepan disculparme. Obviamente mis personajes tienen rasgos míos, eso
es imposible de combatir: Martín desconfía de todos, a Balestra le molesta estar con mucha
gente y le sudan las manos cuando está nervioso, y Giuseppina sólo cree en ella
y en Vito. Pero nunca se explayan sobre
esos temas, tan sólo aparecen como características que los llevan a actuar, no a pensar y
contar esos pensamientos. Y escribo sobre lo que me interesa a mí, aunque en los textos no diga por qué me interesan tales temas.
Y entonces pasaron dos cosas: entendí
la confusión del público y me alegré de haberla generado, porque eso significa
que llevo varios años sosteniendo en mis libros algo que no tenía tan claro y que pensaba que
era pura intuición. También, y esto creo que es un síntoma de los 40 que
vienen marchando, implacables, con pinzamientos de columna, sé que una posición no es mejor que la
otra, ni que la otra es peor.
Sólo me da la tranquilidad de conocerme un poco
más frente al teclado. Fue un instante. Y sé que hasta el próximo asado en lo
de Emiliano no voy a pensar en estas cosas, que solo me voy a dedicar a escribir.
Pero qué tranquilidad.
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