Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

martes, 26 de enero de 2016

Lecturas escritas IV: De la ternura a la ferocidad.






"El sueño de los murciélagos". Pablo Ramos. Alfaguara, 2015.

Me gusta leer a Pablo Ramos. Debe ser uno de los pocos autores argentinos contemporáneos que me emocionan. Los primeros libros que leí me atraparon por ser tan descarnados, tan violentos y tristes: “La ley de la ferocidad”, “El origen de la tristeza” y “Cuando lo peor haya pasado”. En los últimos dos (no sé el orden de su escritura, sólo me baso en el orden en que los leí), sencillamente me parecieron hermosos: “En cinco minutos levántate María” y el que acabo de terminar, “El sueño de los murciélagos”.
El argumento de este último es sencillo: un grupo de amigos pre adolescentes (de cuando la preadolescencia implicaba descubrir el mundo en la calle, y no a través de la TV o la tablet) consultan a la bruja del barrio para que les indique qué conjuro deben hacer para salvar los negocios de sus padres de la debacle que impone toda liberación de importaciones (demasiado actual, por desgracia). Para eso, tienen que visitar un cementerio de noche y sacrificar un murciélago albino en la tumba de un santo, del único santo que tienen al alcance de la mano allá, en Sarandí. Todo eso guiados por un hermoso personaje: Rolando, una especie de poeta alcohólico querido por los vecinos y cuidador de tumbas en el cementerio que les explica cómo es el mundo.
Tan sólo una crítica que, intuyo (o espero), es más responsabilidad del editor o del encargado de marketing que del autor: ubicar el libro en la dictadura parece sólo una excusa para poner en la contratapa “la época más oscura de la Argentina”.Pero Pablo Ramos es mucho más que eso. Y la novela también.
La amistad, la demostración de valor, la inocencia, en fin, el fin de la infancia y la percepción de la tristeza de los adultos y la impotencia de los chicos por ayudarlos se refleja a lo largo de las breves 126 páginas. Como siempre en los libros de Ramos, el humor, la violencia y la picardía están presentes, pero esta vez vistas desde el pequeño Gabriel, ese personaje que, sus lectores sabemos, se convertirá en un tipo complicado, que busca aplacar su tristeza con putas y merca en otros libros. Pero acá es un chico, un chico que, gracias al autor, emociona y te lleva a la infancia, si es que viviste en un barrio como ese.

Y yo me acordé de mi abuelo Carlos. Este verano se cumplen 20 años del día en que forcé la persiana de su casa y lo encontré muerto en la cama, durmiendo con una rodilla flexionada, como duermen mi hermano y mi hijo. Desde muy joven a mi abuelo le diagnosticaron Gota, por lo cual, pronto tuvo que dejar de trabajar, de bailar tango (dicen que era un gran bailarín) y de jugar al fútbol. Y su alcoholismo no hizo más que empeorar su situación. Mi abuela lo bancó mucho, mucho más de lo que cualquier mujer puede bancar a un hombre. Internaciones, rehabilitaciones truncadas… Hace poco, mi abuela me dijo que el Negro, así lo llamaban (porque por más que se llamara Mac Donald y fuera descendiente de Escoceses colorados era negro), se dedicó a la bebida para poder olvidar algo que vio en su familia y que tuvo que callar.

Me acuerdo que los domingos íbamos a su casa a comer ravioles caseros. Me clavaba dos platos y después me iba a jugar al fútbol a algún campeonato intercolegial. El Negro estaba siempre al borde de la cancha. Para mí era parte del partido. Me alentaba, creo que estaba orgulloso.

A los 15 tuve mis cinco minutos de gloria. Mi tío Osvaldo, el cuñado del Negro (y uno de los tipos que más quise en mi vida y que, como mi otro abuelo, el paterno, Mariano, también murió en 1996), fue el descubridor del Flaco Gareca cuando era un nene. Mucho antes de que llegara a Boca y fuera una celebridad en Tapiales. Mi tío insistía en que yo tenía que jugar al fútbol. Entre ellos dos y mi viejo me querían llevar a probar a un club. Pero yo era un pibe de colegio privado, sin inferiores, sin estado físico (igual que ahora). Un invierno consiguieron que Gareca y Ruggieri me aceptaran en su escuela de fútbol (gratis, algo fundamental) para entrenar con sus pupilos y ponerme a punto. Fui a practicar (se decía así) a San Justo en bondi durante unas semanas. Entonces, me citaron para un partido que iba a jugar la escuela de Gareca y Ruggieri contra la del Dr. Bilardo.
Fuimos todos: mi viejo, mi hermano, mi tío y mi abuelo el Negro. En esa época yo jugaba de 5. En un momento, le robé la pelota al 10 de ellos, avancé unos metros y pateé al arco. Gol de mitad de cancha. Me acuerdo que corrí y se lo grité al Flaco Gareca y a Ruggieri como si fuera el gol del Mundial, y las dos torres enormes, consagradas, que se alegraron conmigo. En el segundo tiempo se lesionó uno de los centrales y pasé a jugar de 2. Al rato, me tiré al piso, robé una pelota y me jodí la rodilla. Se me hinchó en 5 segundos y tuve que salir. Cuando terminó el partido, Gareca y Ruggieri vinieron a felicitarme. El Negro y Osvaldo estaban contentos. Mi viejo más. Cuando volvíamos en el auto, me dijeron que les habían ofrecido dos cosas: ficharme en Vélez esa misma semana o recuperarme bien y llevarme a Boca. No lo dudé.

Mientras me recuperaba, el Negro tuvo una de esas crisis que le causaba su enfermedad y el alcohol. Hubo peleas, gritos, mi abuela se vino a vivir con nosotros y el Negro se quedó solo, marginado por decisión propia, en su casa de Tapiales, al borde de las vías del Fournier. Esas vías donde Virulazo, el mejor bailarín de Tapiales, trabajaba de banderillero y mi abuelo Negro iba a cubrirlo para que él pudiera ir a bailar a la televisión.

No lo vi durante un tiempo, hasta que al fin junté fuerzas y lo volví a visitar. Durante un tiempo, fui uno de los pocos contactos que tuvo con mi familia: sus enfermedades habían lastimado a todos. Escuchábamos la radio, tomábamos mate y hablábamos de fútbol. Ni él ni yo tocábamos el tema de mi futuro como futbolista ni el de sus enfermedades. Pero yo nunca más volvía a entrenar. Osvaldo y mi viejo lo vieron como una derrota. Pero la verdad, en el fondo yo intuía algo que hoy, 20 años después, es claro: dejé de jugar porque ya no iba a venir el Negro. Cursi, pero real.

En una de las últimas charlas con él, nos pusimos a hablar de Independiente, no me acuerdo por qué. No podíamos acordarnos de un jugador. Lo buscábamos en nuestra memoria y no aparecía. Al poco tiempo, mi abuelo le dijo a todos los vecinos que se iba un fin de semana a la costa con nosotros, se encerró en su casa, posiblemente se llenó de pastillas o pesticidas o simplemente decidió dejar de vivir, y se murió acostado, respetando el hueco de la cama que siempre le había pertenecido a mi abuela. Lo encontré a la semana. Nunca más pude volver a Tapiales. Hacía poco había vuelto de un viaje por el Sur con mis amigos con el nombre que nos faltaba de la formación de Independiente. Ludueña. El hacha Ludueña, el padre del pibe que hoy juega en México. Pero el Negro se murió sin que yo pudiera decírselo.

En mi recuerdo, fue el mejor abuelo del mundo. Le debo mi pasión por el fútbol, el mate y la salsa con ajo y orégano. También la dedicación por las plantas.

Son curiosos los libros. A veces la lectura te lleva a dónde no te animabas a ir. Como ese cementerio al que fue Gabriel con sus amigos para salvar algo que él ni nadie podía salvar.


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