Hacía dos años que no nos veíamos. En ese lapso, habíamos
hablado por teléfono varias veces. Pero el sábado a la tarde la pasé a buscar
en un remis para ir a dar una charla con ella, con ellas, a Hebraica.
La verdad, estaba nervioso por el encuentro. Me fumé un
cigarrillo en la vereda esperando que se abrieran las puertas de ese ascensor
que tantas veces había tomado en el año 2010, cuando iba a visitarla para
charlar con ella. Me acomodé el saco, fumé rápido. Y entonces la vi. Radiante como siempre. Bien vestida, bien peinada, con esos
ojos verdes impenetrables que al verme se relajaron y me tranquilizaron a mí
también.
De por sí es extraño encontrarme con un personaje de una de
mis novelas, y más extraño que ese personaje sea dos en uno: pero Nusia y
Slawka me sonrieron a la distancia y después nos abrazamos con un afecto que me
emocionó y me hizo saber que nos une un hilo resistente, a prueba del
paso del tiempo.
Durante el viaje, me contó que va a ser bisabuela. Estaba
contenta. Como siempre, quiso asegurarse de que mis cosas andaban
bien.
No sabíamos si iba a haber mucha gente, pero las sillas del
Salón Dorado de Hebraica se llenaron por gente que sólo quería verla a ella, a
ellas, en el marco del homenaje a las víctimas del Holocausto. Yo les aclaré a todos: “Las partes tristes las voy a leer
yo. Nusia sólo va a hablar de cosas divertidas”. Le guste que a quien le guste.
Porque, después de seis años, me di cuenta que seguía cuidándola. Por más que
tenga más de 80 años, para mí va a ser siempre la chica de 12 que tuvo que
dejar Lwow para esconderse en un orfanato de Varsovia.
Entonces empezamos a leer y a charlar. No fue una ponencia,
no fue una entrevista. Fue una más de las tantas charlas que tuvimos y que
permitieron que entre los dos construyamos ese libro que, para nuestra
sorpresa, sigue conmoviendo a lectores de todas las edades
y que en pocas semanas será publicado por Lumen en España. Volvimos a reírnos
recordando las anécdotas de su familia. Y otra vez
me sorprendí, admirado de su lucidez, de su inteligencia, de esa humildad que
en nuestras charlas del 2010 la llevaba a decir “Yo no sufrí con el Holocausto”,
comparando su historia con la de los demás sobrevivientes.
Qué tranquilizador es defender una novela con la ayuda de tu
protagonista. Contestamos preguntas a cuatro manos, literalmente. De a ratos,
nos mirábamos con esa máscara que compartimos con Nusia y Slawka: cara póker, aceptando
que estábamos conmovidos pero sabiendo que a los dos nos cuesta demostrar.
Una hora más tarde la despidieron con un aplauso enorme. Yo aproveché para pedirle algo que quería hacía tiempo. Que
me firmara el libro. De cholulo, no más.
Después, volvimos a subirnos al remís. Los dos estábamos
emocionados y agradecidos uno con el otro. Mientras recorríamos la Panamericana
de noche, la hija me dijo: “No puedo creer todo lo que podés sacarle a mi mamá. Nunca la vi hablar tanto como con vos”. Mirando a su hija, ella dijo: “Alajandro (su pronunciación sigue
intacta) fue tan discreto… Cuando yo lloraba él miraba para otro lado”. Cómo no
hacerlo, si yo tampoco quería que ella me viera pucherear. Sepan disculpar, pero más que el libro,
lo que a mí me enorgullece es esa confianza.
Llegamos a su casa y me bajé para despedirla.“Alajandro, la próxima vez que nos veamos será en el estreno
de la película”, dijo con picardía y ambición. “Nusia, basta porque voy a
terminar proponiéndole matrimonio y ya estoy casado”, le dije y nos reímos. “Bueno,
pero yo entonces podría adoptarlo”, dijo ella.
Llegó el ascensor. Volvimos a abrazarnos y nos separamos,
sabiendo que eso ya es imposible.
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