Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

martes, 26 de julio de 2016

Su rostro en el tiempo. Fragmento: lluvia.



 
"Afuera llovía. El sonido de los truenos era atronador. Desde las montañas bajaban torrentes que se deslizaban por las calles en dirección al mar, arrastrando a su paso basura, barro y excrementos. Giuseppina estaba intentando desenredar los cabellos de Francesca cuando alguien llamó a la puerta. Era un grupo de soldados que buscaban a los hombres de la casa que tuvieran entre veinte y veintidós años. El soldado repitió lo mismo que les había dicho a las demás mujeres del pueblo:
­   -  Deben alistarse.  
Al restregarse las manos en el delantal, la abuela dijo:
­   -  Mis nietos todavía son muy jóvenes, no van a ir a ninguna parte.
El soldado que había hablado antes preguntó qué edad tenía el mayor.
­  -   Giovanni tiene dieciocho años, y es el mayor – respondió Giuseppina, señalando a su hermano, que se había incorporado para saludar a los carabinieris.
­ -    No. Vito es el mayor, y ya está en edad de luchar – dijo Giovanni y en su tono no había malicia, sino un insensato orgullo infantil.
­    - ¿Dónde se encuentra?
­  -   Ya no vive acá – respondió la abuela rápidamente.
­-     ¿Y dónde podemos encontrarlo?
­   -  No sé… – dijo Giuseppina mientras cerraba la puerta.
El pie de Giovanni se lo impidió, y los soldados volvieron a abrir. 
­ -    Vive en Calatafimi, pregunten en la herrería de Scolla – dijo Giovanni. 
Los soldados se despidieron con el saludo fascista, que resultaba más absurdo así como estaban: empapados por la lluvia, cubiertos con unas capotas anchas y temblando de frío. Cuando se quedaron solos, Giuseppina alzó una mano y le pegó una bofetada a Giovanni con todas sus fuerzas.
Luego, salió de la casa y fue en busca de su padre, que estaba en el corral cepillando el lomo del burro.
-        Van a alistar a Vito – dijo Giuseppina, y al ver que su padre no reaccionaba, lo sujetó del brazo y lo sacudió con desesperación: - ¿va a permitir que su hijo muera en la guerra?
-        ¿Qué querés que haga?
Era la oportunidad que estaba esperando. Sin embargo, habló con calma para que no la traicionara su ansiedad.
-        Déjeme ir a Calatafimi para avisarle a Vito.
Marianno la observó con desconfianza.
-        Si me permite hacerlo, me caso sin poner excusas.

Al día siguiente Giuseppina se demoró en saludar a cada uno de sus familiares. Nadie reparó en eso, y ella sintió alivio al ver que nadie imaginaba sus planes. Se subió al carro y partió hacia Calatafimi con Nino.  
Si bien había dejado de llover, la isla estaba cubierta por una espesa bruma que ascendía desde el mar y ocultaba las corbetas y los buques que custodiaban las aguas. Nino le pidió a Giuseppina que al menos esperaran a que el sol despejara la niebla y aclarara la visión del camino y de las montañas, que debían estar por ahí, en alguna parte. Pero Giuseppina no quería perder tiempo. Escondido en el carro, llevaba un atillo de ropa para escaparse con Vito. Que Don Caltanissetta, Filippo y la Madonna hicieran lo que quisieran. Después de todo, ¿dónde estaba la Madonna ahora que su pueblo necesitaba ayuda?
Cuando partieron, ni siquiera pudieron distinguir las velas del molino que estaba a las puertas del pueblo. Cubierta con una mantilla de lana y un abrigo de su madre, Giuseppina viajaba pegada al cuerpo de Nino. El invierno húmedo y frío le calaba los huesos. Recorrieron varios kilómetros en silencio, se cruzaron con pastores y pequeños rebaños de cabras que aparecían y desaparecían haciendo sonar sus campanillas en la niebla. En los campos vacíos de campesinos, los sarmientos resecos resistían el invierno adormecidos, como una vana promesa de un futuro mejor.
En lugar de girar, las ruedas del carro se deslizaban por el barro. Nino dijo:
­  -   Volvamos, si el burro se rompe una pata…
­-     No seas cobarde – lo instó Giuseppina.
Pero entonces oyeron unos disparos.
Asustado, el burro se irguió sobre sus patas traseras y agitó las delanteras como si quisiera defenderse del estruendo. Nino sujetaba las riendas con fuerza para evitar que el animal se desbocara. Las ruedas patinaron sobre los surcos que el paso de un automóvil había dejado sobre el fango. El eco de los disparos se extinguió entre las montañas, y poco a poco recobraron la calma.
Avanzaron unos metros. Luego oyeron un único silbido y a alguien que les daba la voz de alto. Nino detuvo el carro junto a un hombre que agonizaba con un disparo en el pecho, tendido sobre un charco de sangre al costado del camino.
­   -  Ayuda… - lo oyeron murmurar.
Giuseppina se aferró al brazo de su hermano. De la niebla surgieron varios carabinieris armados con fusiles, que rodearon el carro y se cruzaron para cortarles el paso. Adelante, vieron un auto negro, un espectro que se recortaba sobre la niebla blanquecina. Se abrió una de sus puertas para que descendiera un oficial con largas botas de cuero. Se acercó a ellos. Tenía las manos abrigadas con unos guantes de cabra. Giuseppina y Nino lo vieron acariciar las crines grises del burro; durante unos segundos el oficial sólo se dedicó a observar al animal con una ternura que contrastaba con la rudeza de sus ropas militares.
Después, con voz chillona y calabresa, los obligó a bajar del carro.
Nino obedeció antes de que terminara de oír la frase, pero Giuseppina permaneció inmóvil sobre el pescante.  
Su hermano la miraba desde el camino, rodeado de soldados que le hacían preguntas, le revisaban los bolsillos y lo amenazaban con empujones. Mientras tanto, en el carro, el extremo de un guante forzaba una caricia lenta entre las ropas de Giuseppina.
­-     Señor, los bandidos se acercan – gritó uno de los carabinieris.
El oficial no parecía preocupado:
­-     Bella señorita – dijo al quitarse el guante de su mano derecha –, el monte está lleno de bandidos.
Entonces se oyeron más disparos, y los soldados se arrojaron al suelo buscando refugio. Nino aprovechó la confusión para subirse al carro. Golpeó el lomo del burro y el carro salió lanzado hacia delante. Nuevos disparos sonaron en el camino. Giuseppina disfrutó al ver que los soldados eran atravesados por una balacera.

Al llegar a Calatafimi encontraron dos camiones del ejército en medio de la plaza principal. Los carabinieris iban y venían de un lado a otro del pueblo, transportando cajas y municiones. Nino condujo el carro hasta la casa de Vito. Había estado allí sólo una vez, un año atrás, cuando acompañó a su padre para llevar a Vito, y seguía recordando dónde estaba la casa. Allí se apearon y Giuseppina llamó a la puerta. Nadie contestó. Tras mucho insistir, los atendió un hombre. Era un maestro de Milán que estaba exiliado en la isla por motivos políticos, al menos eso le había contado Nino a Giuseppina durante el viaje. Al reconocer a Nino, el hombre los miró con sorpresa y los obligó a entrar.
­   -  Su hermano ya no está. ¿Qué hacen aquí? – les dijo. 
­ -    ¿Lo alistaron? – preguntó Giuseppina.
­-     Cuando vinieron a buscarlo, mató a uno de los carabinieri y escapó.
­ -    ¿Dónde está? – preguntó ella, desencajada.
­-     Camino a América.
­-     ¿Pina, estás bien?
Arrodillada en el suelo, Giuseppina miraba la tierra con los ojos llenos de lágrimas. Al subirse al carro y ver el atillo de ropa comenzó a lamentarse con un susurro lastimero, sin atreverse a gritar, a gemir como hubiera hecho de haber estado sola. ¿Así iba terminar todo? No tenía más opciones que aceptar su destino y casarse con Flilippo. Juntos, se marcharían a Roma y, allí, lejos de la isla, ella pasaría toda la vida añorando a Vito."

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