"Afuera llovía. El sonido de los truenos
era atronador. Desde las montañas bajaban torrentes que se deslizaban por las
calles en dirección al mar, arrastrando a su paso basura, barro y excrementos. Giuseppina
estaba intentando desenredar los cabellos de Francesca cuando alguien llamó a
la puerta. Era un grupo de soldados que buscaban a los hombres de la casa que
tuvieran entre veinte y veintidós años. El soldado repitió lo mismo que les
había dicho a las demás mujeres del pueblo:
-
Deben alistarse.
Al restregarse las manos en el delantal,
la abuela dijo:
-
Mis nietos todavía son muy
jóvenes, no van a ir a ninguna parte.
El soldado que había hablado antes
preguntó qué edad tenía el mayor.
-
Giovanni tiene dieciocho años, y
es el mayor – respondió Giuseppina, señalando a su hermano, que se había
incorporado para saludar a los carabinieris.
-
No. Vito es el mayor, y ya está en
edad de luchar – dijo Giovanni y en su tono no había malicia, sino un insensato
orgullo infantil.
-
¿Dónde se encuentra?
-
Ya no vive acá – respondió la
abuela rápidamente.
-
¿Y dónde podemos encontrarlo?
-
No sé… – dijo Giuseppina mientras
cerraba la puerta.
El pie de Giovanni se lo impidió, y los soldados volvieron
a abrir.
-
Vive en Calatafimi, pregunten en
la herrería de Scolla – dijo Giovanni.
Los soldados se despidieron con el saludo fascista, que
resultaba más absurdo así como estaban: empapados por la lluvia, cubiertos con
unas capotas anchas y temblando de frío. Cuando se quedaron solos, Giuseppina alzó
una mano y le pegó una bofetada a Giovanni con todas sus fuerzas.
Luego, salió de la casa y fue en busca
de su padre, que estaba en el corral cepillando el lomo del burro.
-
Van a alistar a Vito – dijo
Giuseppina, y al ver que su padre no reaccionaba, lo sujetó del brazo y lo
sacudió con desesperación: - ¿va a permitir que su hijo muera en la guerra?
-
¿Qué querés que haga?
Era la oportunidad que estaba esperando. Sin embargo, habló
con calma para que no la traicionara su ansiedad.
-
Déjeme ir a Calatafimi para
avisarle a Vito.
Marianno
la observó con desconfianza.
-
Si me permite hacerlo, me caso sin
poner excusas.
Al día siguiente Giuseppina se demoró en
saludar a cada uno de sus familiares. Nadie reparó en eso, y ella sintió alivio
al ver que nadie imaginaba sus planes. Se subió al carro y partió hacia
Calatafimi con Nino.
Si bien había dejado de llover, la isla
estaba cubierta por una espesa bruma que ascendía desde el mar y ocultaba las
corbetas y los buques que custodiaban las aguas. Nino le pidió a Giuseppina que
al menos esperaran a que el sol despejara la niebla y aclarara la visión del
camino y de las montañas, que debían estar por ahí, en alguna parte. Pero
Giuseppina no quería perder tiempo. Escondido en el carro, llevaba un atillo de
ropa para escaparse con Vito. Que Don Caltanissetta, Filippo y la Madonna
hicieran lo que quisieran. Después de todo, ¿dónde estaba la Madonna ahora que
su pueblo necesitaba ayuda?
Cuando partieron, ni siquiera pudieron
distinguir las velas del molino que estaba a las puertas del pueblo. Cubierta
con una mantilla de lana y un abrigo de su madre, Giuseppina viajaba pegada al
cuerpo de Nino. El invierno húmedo y frío le calaba los huesos. Recorrieron
varios kilómetros en silencio, se cruzaron con pastores y pequeños rebaños de
cabras que aparecían y desaparecían haciendo sonar sus campanillas en la
niebla. En los campos vacíos de campesinos, los sarmientos resecos resistían el
invierno adormecidos, como una vana promesa de un futuro mejor.
En lugar de girar, las ruedas del carro se
deslizaban por el barro. Nino dijo:
-
Volvamos, si el burro se rompe una
pata…
-
No seas cobarde – lo instó
Giuseppina.
Pero entonces oyeron unos disparos.
Asustado, el burro se irguió sobre sus
patas traseras y agitó las delanteras como si quisiera defenderse del estruendo.
Nino sujetaba las riendas con fuerza para evitar que el animal se desbocara.
Las ruedas patinaron sobre los surcos que el paso de un automóvil había dejado
sobre el fango. El eco de los disparos se extinguió entre las montañas, y poco
a poco recobraron la calma.
Avanzaron unos metros. Luego oyeron un
único silbido y a alguien que les daba la voz de alto. Nino detuvo el carro
junto a un hombre que agonizaba con un disparo en el pecho, tendido sobre un
charco de sangre al costado del camino.
-
Ayuda… - lo oyeron murmurar.
Giuseppina se aferró al brazo de su
hermano. De la niebla surgieron varios carabinieris
armados con fusiles, que rodearon el carro y se cruzaron para cortarles el
paso. Adelante, vieron un auto negro, un espectro que se recortaba sobre la
niebla blanquecina. Se abrió una de sus puertas para que descendiera un oficial
con largas botas de cuero. Se acercó a ellos. Tenía las manos abrigadas con
unos guantes de cabra. Giuseppina y Nino lo vieron acariciar las crines grises
del burro; durante unos segundos el oficial sólo se dedicó a observar al animal
con una ternura que contrastaba con la rudeza de sus ropas militares.
Después, con voz chillona y calabresa, los
obligó a bajar del carro.
Nino obedeció antes de que terminara de
oír la frase, pero Giuseppina permaneció inmóvil sobre el pescante.
Su hermano la miraba desde el camino,
rodeado de soldados que le hacían preguntas, le revisaban los bolsillos y lo
amenazaban con empujones. Mientras tanto, en el carro, el extremo de un guante
forzaba una caricia lenta entre las ropas de Giuseppina.
-
Señor, los bandidos se acercan –
gritó uno de los carabinieris.
El oficial no parecía preocupado:
-
Bella señorita – dijo al quitarse
el guante de su mano derecha –, el monte está lleno de bandidos.
Entonces se oyeron más disparos, y los
soldados se arrojaron al suelo buscando refugio. Nino aprovechó la confusión
para subirse al carro. Golpeó el lomo del burro y el carro salió lanzado hacia
delante. Nuevos disparos sonaron en el camino. Giuseppina disfrutó al ver que
los soldados eran atravesados por una balacera.
Al llegar a Calatafimi encontraron dos
camiones del ejército en medio de la plaza principal. Los carabinieris iban y venían de un lado a otro del pueblo,
transportando cajas y municiones. Nino condujo el carro hasta la casa de Vito. Había
estado allí sólo una vez, un año atrás, cuando acompañó a su padre para llevar
a Vito, y seguía recordando dónde estaba la casa. Allí se apearon y Giuseppina
llamó a la puerta. Nadie contestó. Tras mucho insistir, los atendió un hombre. Era
un maestro de Milán que estaba exiliado en la isla por motivos políticos, al
menos eso le había contado Nino a Giuseppina durante el viaje. Al reconocer a
Nino, el hombre los miró con sorpresa y los obligó a entrar.
-
Su hermano ya no está. ¿Qué hacen
aquí? – les dijo.
-
¿Lo alistaron? – preguntó
Giuseppina.
-
Cuando vinieron a buscarlo, mató a
uno de los carabinieri y escapó.
-
¿Dónde está? – preguntó ella,
desencajada.
-
Camino a América.
-
¿Pina, estás bien?
Arrodillada en el suelo, Giuseppina
miraba la tierra con los ojos llenos de lágrimas. Al subirse al carro y ver el
atillo de ropa comenzó a lamentarse con un susurro lastimero, sin atreverse a gritar,
a gemir como hubiera hecho de haber estado sola. ¿Así iba terminar todo? No
tenía más opciones que aceptar su destino y casarse con Flilippo. Juntos, se
marcharían a Roma y, allí, lejos de la isla, ella pasaría toda la vida añorando
a Vito."
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