Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

martes, 14 de marzo de 2017

El ghetto de las ocho puertas. Fragmento.





"Una mañana me vi obligada a salir para buscar unas medicinas que necesitaba mi madre, y que habíamos logrado conseguir gracias a uno de los empleados de la fábrica. Tenía menos de una hora para alcanzar la calle Karmelicka y regresar a mi trabajo. Afuera el sol resplandecía, y el cielo azul inspiraba toda la vitalidad que le faltaba a las calles, regadas de escombros, cadáveres y casquillos de fusil. A medida que caminaba, el miedo a ser detenida iba desapareciendo. Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había paseado por Varsovia. El silencio del ghetto, que por lo general anunciaba un nuevo disparo, ahora se llenaba por el gorjeo de los pájaros. Comencé a caminar lentamente, disfrutando cada paso que daba. De pronto hasta me animé a quitarme el saco y dejar que el sol me entibiara los hombros. Tenía sólo veinte años, aunque la guerra me estaba envejeciendo con anticipación.
Al llegar a Nowolipki descubrí un camión alemán detenido en la puerta del edificio donde funcionaba un orfanato. Sin darme cuenta cerré los ojos para no ver a los soldados, o, como hacen los niños, para que ellos no me vieran a mí. Pero no ocurrió nada: los soldados fumaban en silencio con las armas enfundadas. Al pasar junto a ellos, vi que del edificio salía un grupo de niños formados en cuatro filas. A ambos lados, otros soldados custodiaban su marcha. Vestidos con harapos, los cuerpos delgados, bien abiertos los ojos, obedecían con esa entrega ciega de la que sólo son capaces los niños. Anduvieron unos metros y luego se dejaron alzar por los alemanes que, con cuidado, hablándoles en voz baja, los fueron cargando en la parte trasera del camión. Ningún niño protestó, nadie lloraba. Parecía que se estaban preparando para una excursión. Sentí un nudo en el estómago, y aunque quería gritarles que escaparan, callé. Del edificio salió un hombre vestido con traje oscuro. Los niños lo saludaron agitando sus manos: “Adiós señor Korczak”, gritaron a coro. Sin decir nada, el hombre se trepó al camión y se sentó junto a ellos. Uno de los soldados, apuntándolo con el fusil, le dijo que su trabajo como director de orfanato había terminado, que a él no lo necesitaban, que podía volver a su casa... El hombre no sólo no contestó, sino que empezó a cantar una canción a la que pronto se unieron los niños. Desconcertado, el soldado se encogió de hombros, dio una última pitada al cigarrillo, lo arrojó a la calle y subió a la cabina del camión. Cuando empecé a llorar, ellos ya habían desaparecido en dirección a la Umschlagplatz.   
Regresé a la fábrica sin las medicinas, aquellos niños me habían hecho olvidar para qué había salido. Lo único que me mantenía en pie era saber que Teo estaba a salvo.  
Por los polacos que trabajaban en la fábrica nos enteramos que los deportados debían viajar de pie porque los alemanes llenaban los trenes hasta el techo. Algunos días, los pasajeros eran tantos que debían esperar en la estación hasta que el tren regresara por ellos. Nadie escapaba, nadie se defendía. El miedo y la desolación nos estaban venciendo por completo. Los polacos, algunos amenazados por los nazis y otros porque sí, delataban a los judíos que lograban fugarse del ghetto, de los trenes o de la estación. Pietruszka, en cambio, continuaba trayéndonos noticias de Teo, compartiendo el botín de su contrabando y jugándose la vida por todos nosotros.

En agosto, el calor del verano hizo que los pocos cadáveres que había en las calles se pudrieran con mayor rapidez, y el hedor volvió el aire espeso e irrespirable. Millones de moscas tomaron Varsovia. Las enfermedades se propagaban entre los sobrevivientes, cada vez más hambrientos; para entonces los alemanes habían reducido las raciones de alimento a 85 calorías diarias, lo que equivalía a media rodaja de pan. Algunos preferían entregarse a tener que seguir soportando la muerte lenta del ghetto. 
Boris continuaba con la lectura frenética de los periódicos alemanes. A veces, en casa lo oíamos insultar a los Aliados, que con pereza dejaban avanzar a los alemanes por todo el mundo: Alemania ya había ocupado Polonia, Noruega, Holanda, Francia, Ucrania y, en otros lugares como Rumania, Eslovaquia, Hungría, Bulgaria y los Balcanes, habían establecido gobiernos pronazis que masacraban judíos de pueblo en pueblo. De Rusia no podíamos esperar nada: los comunistas ni siquiera podían frenar el avance alemán en su propio territorio. Moscú podía caer en cualquier momento.

El 16 de agosto transcurrió como un día cualquiera: disparos en las calles, ruidos de camiones, gritos que se oían desde el interior de la fábrica. Habíamos pasado el día remendando uniformes alemanes, cuando al fin sonó el timbre de salida. Todos los empleados dejamos nuestras tareas y nos dirigimos hacia la puerta. Al fichar, Musialowa nos gritó como de costumbre, pero esta vez había un brillo distinto en su mirada.
Cuando se abrió el portón, nos encontramos con que las rampas de salida estaban bloqueadas por un camión de las SS. Cinco soldados, con las culatas de los fusiles apoyadas en el hombro derecho, apuntaban hacia nosotros. Todos nos detuvimos al verlos, y poco a poco nos fuimos amontonando a las puertas de la fábrica. Shultz, el director, junto a un oficial alemán, leía un papel donde tal vez figuraban los nombres de los nuevos deportados. Sin embargo no me preocupé.
Busqué a Edek con la mirada, pero no pude verlo entre el gentío de empleados que se apretaban unos detrás de otros para esconderse de los alemanes. Mamá también había quedado rezagada, pero Boris y Edwarda estaban junto a mí. Edwarda me tomó de la mano con fuerza, y me murmuró que me quedara a su lado.
A continuación, como siempre, los alemanes nos ordenaron que nos formáramos en dos filas. Boris, Edwarda y yo nos apuramos a ocupar la de la derecha, sabiendo que esa generalmente era la de los vivos. Pronto, la desesperación y el miedo provocaron empujones, gritos y llantos. Alguien intentó huir, pero antes de que diera el tercer paso un disparo le había destrozado la cabeza.
Poco a poco las filas fueron avanzando. En el camión, los deportados guardaban un silencio, enfrentados a ese destino que durante tanto tiempo habían logrado evitar. A cada paso que daba me volvía buscando a Edek y a mamá. Boris fue el primero en llegar a donde estaba el director con los alemanes. Una leve seña de Shultz bastó para que Boris dejara la fila y fuera a esperar con el resto de los salvados. Luego le tocó el turno a Edwarda, que mostró su permiso de trabajo y logró reunirse con su marido. Entre ella y yo había otras dos personas, así que tuve tiempo de girarme para descubrir que Edek avanzaba en la fila izquierda. Nos miramos a los ojos, y en vano busqué esa sonrisa que tanto me serenaba. Con la cabeza me hizo señas para que continuara avanzando. Pero no pude: si esa era la última vez que lo veía, quería mirarlo para recordarlo por siempre.
Kosurski, el ingeniero polaco de la fábrica, avanzó hacia Edek y, fingiendo que se tropezaba, lo empujó y comenzó a insultarlo para llamar la atención de los soldados alemanes. “Hijo de puta”, le gritó, y los alemanes festejaron el insulto con una carcajada. Tomándolo de las solapas del saco, dijo: “Sal de mi camino, judío de mierda”. Entonces lo empujó con la violencia necesaria como para que fuera a parar a la otra fila, la de los salvados.
Llegó mi turno, logré pasar. Un soldado me indicó que fuera adonde esperaban los demás: un patio lleno de fantasmas que se abrazaban sin fuerzas. Al reencontrarme con Boris y Edwarda les pregunté si habían visto a mamá. “Ya va a venir”, dijeron los dos al mismo tiempo. Esperé a Edek con ansiedad, y cuando lo vi venir me eché en sus brazos sollozando, besándole los labios, el rostro.  
Todos los que se salvaban llegaban en silencio; sin ánimo de festejar nada, preguntaban por sus amigos y familiares y respondían a las preguntas de los demás con monosílabos. Cuando oímos el sonido del motor que se ponía en marcha supimos que la selección había terminado. Con Edwarda buscamos a mamá entre los vivos, que poco a poco comenzaban a abandonar el patio. Sabíamos que a veces algunos se escondían para evitar las selecciones, así que corrimos hacia el interior de la fábrica. Recorrimos los salones vacíos, revisamos cada rincón, cada armario… Volvimos a buscar, una, dos veces, hasta que en un momento Edek me abrazó diciendo: “Basta, no la busques más”. Llorando, comencé a hacer preguntas que ni Edek ni Boris ni Edwarda pudieron responder.
De haberme despedido, le hubiera agradecido a mamá todo lo que había hecho por nosotras, el valor con que había enfrentado la muerte de papá, la pérdida del negocio, las calles que había recorrido para vender cuantos perfumes y billetes de lotería habían sido necesarios para que no nos faltase nada… Pero todo había terminado así, de repente: ahora mamá estaría bajando del camión, llorando por nosotras, entre los gritos de los demás deportados.
Regresamos a la casa y me encerré en la habitación. Me tendí en la cama. Con cuidado, deshice el nudo del cordón que sujetaba las fotos que llevaba colgadas al cuello. Retiré una, la de mi padre, y la miré en silencio hasta que las lágrimas me nublaron la vista. Busqué una pequeña foto de mamá y la guardé junto con la de mi padre.
Se hizo de noche.  
En la ciudad se oía el ruido de las motocicletas alemanas y el silbido de los disparos, mientras que, en la oscuridad de mi cuarto, yo cerraba los ojos para no ver las ausencias que comenzaban a poblar nuestra casa."

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