Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

miércoles, 23 de mayo de 2018

Prólogo de una improbable columna mundialista.




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Esta vez, voy a intentar escribir sobre fútbol en serio y con cierta continuidad. Lo más probable es que me aburra en el intento y, superado por la gran cantidad de trabajo que tengo, no me queden ganas de escribir en mis ratos libres. Pero vamos a probar.

Me gusta el fútbol. Mas que cualquier otra cosa, me gusta el fútbol. Soy hincha de Boca, riquelmista, pero no necio. Disfruto viendo cualquier partido de cualquier equipo que juegue bien o tenga épica.
Y sin embargo sé que esas características se contradicen cada vez que juega la Selección. Crecí en una época en la que había jugadores más identificados con la selección que con algún (cualquier) equipo. Ruggieri, Batistuta, Caniggia, el Cholo Simeone, el Tata Braun, y, obviamente, el tipo que más alegría les dio a los argentinos: Diego Armando Maradona.

Recuerdo que en séptimo grado faltamos todos a la escuela y nos juntamos en la casa del Narigón a comer unos patys viendo el debut contra Camerún. Me acuerdo de la ilusión que me generaba el equipo del 94, la tristeza de aquella conferencia de prensa que terminó con el “me cortaron las piernas”, y el desánimo del equipo contra Rumania.

De ahí en más, casualmente a medida que se iniciaba el primer ciclo de Bianchi en Boca (el primer ciclo ganador que viví con mi equipo), mis sentimientos por la selección se iban difuminando. Habrá sido por el peluquero Pasarella, por el reclutador de atletas obedientes de Bielsa… no lo sé. En aquel entonces, me refugiaba viendo los mundiales sub20: Malasia, Qatar, Argentina, Holanda, la trifulca de estos mismos jugadores hoy adultos contra el plantel chileno (hoy fuera del mundial).

Después, con la llegada de la adultez y la “desaparición forzada” del enganche, llegaron las reflexiones incongruentes. La primera: desde siempre, históricamente, necesitamos aferrarnos a un iluminado para creer que todo es posible. Y tiene que llevar la 10 y ser capitán. 

En su momento fue Maradona, Perón… Hoy es Messi. Por más que vivamos tiempos donde el marketing habla de equipos políticos y técnicos, donde se vende la humeante teoría de que el todo es más importante que las partes, yo sigo pensando que “acá” no es así. Ni real ni culturalmente. Los argentinos nacimos y fuimos inventados para adorar al distinto, y exigirle que nos arregle la vida (en todos los ámbitos) para compensar nuestra propia comodidad y falta de sacrificio. 

Y al mismo tiempo, esos mismos argentinos somos incapaces de dejar de lado nuestra individualidad y nuestros deseos en pos de un interés común porque (errónea, genéticamente), no nos sentimos menos que nadie: quizá esa sea, en el fondo, la razón porque Tévez se perdió el Mundial de Brasil y hoy Icardi esté afuera, y también que los hinchas de River exijan que Armani juegue con su equipo por más que lo necesite la Selección (yo haría lo mismo).

Ese mismo sentimiento que ayuda a los jugadores argentinos a triunfar en todas las ligas se convierte en una carga a la hora de armar un equipo. No sé cómo se soluciona. Ni si quiera sé si es solucionable. Peor es lo que hay.

En estos últimos tiempos, la selección quedó en manos de un supuesto tecnócrata llamado Sampaoli. Si hasta tiene nombre de santo. Nadie lo conoce, pero todos se encandilan con sus frases incomprensibles y pretenciosas pero sin sentido que despiertan miedos presentes y antiguos (y otra vez la actualidad futbolera coincide con la actualidad política).

Pero también está Messi. Un pibe al que lamentablemente sólo le gusta jugar a la pelota. Su falta de demagogia le impide ser el ídolo que los argentinos necesitamos. No se coge modelos, no fanfarronea con la plata, no dice “yo los voy a sacar campeones”. Nada. Se limita a batir records y mirar la pelota como un gato mira a una laucha: sin pensar en otra cosa. 

De haberse quedado acá, ni siqueira hubiera crecido. Pero viene y juega, calladito. Alrededor de él hay un montón de otros buenos y/o mediocres jugadores que la rompen en sus equipos pero que cuando se juntan no pueden generar nada: se lesionan, se frustran, se enojan con el público... Como la sociedad que los parió, como esa sociedad que va a salir a la calle a ovacionarlos si la pelota pega en el palo y entra, como esa sociedad que va a salir a putearlos si la pelota pega en el palo y se va.

Así las cosas, otra vez vamos, voy, a mirar el mundial. Tratando de rastrear en el fondo de mis 41 años aquel orgullo que me daba ver el tobillo hinchado del Diego (antes de que se convirtiera en ese ser parlante y asqueroso que es hoy), la camiseta rota del Tata Braun, los pelos al viento del Cani y Bati. Pero no le exijo nada a estos jugadores. Nada. Y esa falta de esperanza, creo, quizá sea un buen punto de partida para no apagar la tele en el entretiempo contra Islandia.

Fin del comunicado.

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