Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

jueves, 14 de marzo de 2019

Su rostro en el tiempo, a tres años.

Supongo que todos tenemos desde el comienzo una novela que queremos escribir. Esta fue la mía. Desde mucho antes de empezar a escribir, iba dando forma a esta historia, con este decorado, con ese tiempo-espacio que vivieron mis abuelos. Sicilia, la madre patria. Tuve la suerte de poder escribirla, y publicarla. Hoy, se cumplen tres años, y Giuseppina sigue naciendo.
 
Castellamare del Golfo ocupaba una pequeña porción de tierra entre las montañas y el mar; apiñadas unas encima de otras alrededor de la orilla, las casas formaban un mosaico de blancos y ocres deslucidos. Sobre el promontorio que dominaba el golfo se alzaba un antiguo castillo, construido por los musulmanes en los tiempos en que se apropiaron de la costa, del pueblo y de la isla entera, una isla que a lo largo de veinticinco siglos también había sido invadida por griegos, cartagineses, romanos, normandos, franceses, españoles, saboyanos… Las ruinas de sus imperios ahora yacían desparramadas al sol, olvidadas en esa isla abandonada a su propio olvido.
 


Entre el castillo y el puerto de Castellamare se extendía una almadraba donde los pescadores faenaban sus botines al sol: en el suelo, los peces brillaban con una agonía de espejos inquietos. Seducidos por aquellos reflejos y por los altos muros del castillo, los marineros que navegaban por primera vez frente a esas costas imaginaban que Castellamare debía guardar enormes riquezas. Sin embargo, al desembarcar sólo encontraban un pueblo de pescadores y campesinos pobres.
En Castellamare todos vivían de cara al mar; para ellos el Mediterráneo era un paño calmo y generoso que hacia el horizonte se fundía con otro paño, aún más sereno, de un azul infranqueable. Por entonces en el pueblo nadie imaginaba que podían descender tantos paracaidistas de ese cielo alto, limpio y resplandeciente.
Junto a la ladera de la montaña, en los márgenes del pueblo, había un pozo de agua y por la mañana las mujeres se reunían en torno a él cargando cubos, botellones y todo tipo de recipientes. Se saludaban a los gritos, rodeadas por enjambres de niños que corrían alrededor de sus piernas. Vestidas de negro, guardaban luto por sus muertos, rezaban por el sufrimiento de los vivos y contemplaban el mar que surgía más abajo, hacia el final de la calle.
Las tardes de verano transcurrían silenciosas en Castellamare, y sólo se oía el sonido de las hojas que se mecían con el viento. El veintiuno de agosto de 1923, día de la Santísima Madonna del Socorro, el calor era agobiante. Por la mañana todos habían caminado en procesión detrás de la estatua de la Madonna desde la orilla del mar hasta la iglesia. Ahora estaban durmiendo bajo los árboles o dentro de las casas: a esa hora en que el sol cegaba la vista, sólo algunos pocos se atrevían a salir y los pájaros permanecían refugiados en la copa de los árboles.
Junto al pozo, sentadas a la sombra de una higuera, tres ancianas guardaban silencio; tenían los ojos cerrados para que no les entrara el polvo y sus ropas vibraban, impulsadas por el Sirocco abrasador.
Pero de pronto alguien gritó en la casa contigua al pozo. Entonces las tres mujeres abrieron los ojos y, muy poco a poco, fueron despertando de su sopor.
Dentro de la casa, trozos blancos de sábanas gastadas y una fuente con agua hervida que comenzaba a teñirse de rojo. Rosalía se revolvía sobre la cama de hierro forjado mientras su madre le enjugaba la frente con un paño mojado en agua fría, recién sacada del pozo; a los pies de la cama, Antonia, la hermana mayor de Marianno Licatesi, el marido de Rosalía, daba órdenes que ella apenas si podía obedecer. El parto iba mal: podía notarlo en la cara de desconcierto de su madre y en la mancha viscosa que comenzaba a extenderse bajo su cuerpo. Desde la mañana las punzadas habían sido cada vez más violentas, tanto que la habían obligado a abandonar la procesión para regresar a la cama. A esa altura de la tarde, Rosalía ya no podía soportar el dolor.
Gritaba con los dientes apretados.
Respiraba profundamente.
Después lloraba en silencio.
Y volvía a gritar.
Marianno se había llevado a Vito, Giovanni y Nino, sus hijos mayores, para que no molestasen. Aquello era cosa de mujeres. Por eso las mujeres del pozo se incorporaron para espiar a través de la pequeña ventana del cuarto: pegadas al cristal, gesticulaban y alzaban las manos al cielo.
Rogaban
—Santa Madonna
y se lamentaban
—Santa Madonna
ante las demás vecinas que salían a la calle atraídas por sus gritos.
Al fin la madre de Rosalía logró retirar el pequeño cuerpo cubierto de sangre. Derrotada, Antonia se demoró en cortar y quitarle el cordón umbilical que traía enroscado al cuello. Después, entre las dos envolvieron el cuerpo con una manta y lo depositaron junto a Rosalía.
—Era una niña —se lamentó su cuñada mientras se persignaba.
—Te hubiera podido ayudar con la casa —dijo su madre.
Rosalía pudo ver que la niña tenía el rostro morado, pálido el cuerpo. No respiraba, pero aún conservaba la tibieza de su vientre. Tal como lo había hecho en los tres partos anteriores, escarbó entre los pliegues de la manta y contó cuántos dedos había en cada mano, en cada pie. Se alegró de saber que su hija era perfecta, aunque aquella perfección fuera inútil, desgraciada.
En un rincón del cuarto, ensimismada, Antonia intentaba comprender los misteriosos designios de la Providencia… La primera vez que ella había perdido un hijo, el párroco le había dicho que los niños muertos se convertían en ángeles y gozaban eternamente de la gracia de Dios. En su momento aquellas palabras habían sabido tranquilizarla, aunque después de tantos años seguían sin convencerla.
Pero la Providencia tenía otros planes para la pequeña Giuseppina. Y como si ella pudiera adivinarlos, por un momento se resistió a aceptar el destino que le había tocado en gracia. Fueron apenas uno, dos, tres minutos.
Después abrió los ojos.
Su primer llanto fue débil, casi un lamento, pero sin embargo consiguió asustar a los pájaros, que batieron las alas y se alejaron hacia el mar por sobre el coro de mujeres que levantaban las manos al cielo
—Santa Madonna
agradecidas,
—Santa Madonna y volvían a apretujarse en la ventana para ver que Rosalía abrazaba a la niña y le besaba las manos, los pies. Madre e hija se durmieron escuchando el rosario que las mujeres le dedicaban a la misericordiosa bondad de Nuestra Santísima Madonna del Socorro.
Cuando Giuseppina aprendió a entender las palabras, esa fue la primera historia que le contó su madre: como Cristo a Lázaro, la Madonna la había hecho resucitar de entre los muertos convertida en una niña bellísima. Y para que nunca olvidara el milagro, Rosalía la bautizó con el nombre de María Giuseppina del Socorro. Aunque todos la llamaban Pina.
Tres años después, el pozo aún seguía allí; las mujeres, como los pájaros y el Sirocco, iban y venían de un lado a otro de la isla. Por la mañana, cuando regresaban del lavadero, la pequeña Giuseppina las veía inclinarse para sacar agua del pozo. Su madre no la dejaba acercarse porque era pequeña y temía que pudiera caerse en el interior. Pero por la tarde, cuando Rosalía y las demás mujeres se encerraban a cocinar y la calle quedaba vacía, Giuseppina se inclinaba sobre el pozo para descubrir el milagro reflejado en el agua: en puntas de pie (unos pies perfectos —y sucios—) Giuseppina podía ver cómo sus ojos, su nariz y sus mejillas ondeaban hasta desdibujarle el rostro cada vez que ella lanzaba una piedra.
Vito ya había cumplido nueve años, pero sus ropas holgadas lo hacían parecer más pequeño de lo que era. Mientras se colocaba la camisa, de pie junto a la cama que compartía con sus hermanos, los veía dormir en silencio. En especial le gustaba mirar a Giuseppina: aquellos párpados cerrados que guardaban unos ojos verdes como las olivas, las mejillas suaves y el cabello ensortijado derramado sobre las mantas… su hermana era bellísima, lo decían todos en la casa y en el pueblo, y por eso él no podía dejar de observarla, y se inclinaba para besarle la frente cuando nadie lo veía. A veces, Giuseppina abría los ojos y al ver a su hermano estiraba los brazos para sujetarlo y besarlo por última vez antes de que se marchara al campo.
Después Vito guardaba en una bolsa de hilo el pan que él y su padre comerían durante la semana y salía a la calle, donde Marianno lo esperaba sentado en el pescante del carro. A lo lejos, el horizonte se tragaba las siluetas de los botes pesqueros que desaparecían entre el cielo y el mar justo en el momento en que Vito y su padre partían hacia el campo.
Porque en Castellamare del Golfo los hombres vivían y morían en el campo o en el mar. En tiempos de guerra morían en la playa, resistiendo el desembarco de los invasores con los pies sumergidos en el agua o agazapados en las trincheras, intentando adivinar en cuál de todas las colinas se detonaría el disparo enemigo. Sin embargo el mar y las colinas se volvían más crueles cuando nadie disparaba. Entonces los hombres morían extenuados sobre la cubierta de los botes pesqueros, soportando el peso de las redes o arrodillados sobre la tierra reseca que intentaban cultivar. Paz y guerra variaban sólo en ese detalle: a veces los cuerpos caían entre olas y olivares, otras veces se desplomaban en orillas y trincheras. Pero, irremediablemente, los hombres de Castellamare morían atrapados entre las montañas y aquel mar impasible, bellísimo. Siempre.

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