"Debía apurarse si quería llegar
antes de que anocheciera. Pero al llegar al camino que ascendía hacia Segesta,
no pudo resistir la tentación conocer el templo del que Vito le había hablado
hacía tanto tiempo.
Subió la pendiente hasta alcanzar las escalinatas del
templo, rozó la piedra fría y lisa de las altas columnas. Las contó dos veces,
en silencio. Repitió el número. Vito se había equivocado al contarlas, se lo
diría apenas volvieran a encontrarse. Pero… ¿volverían a verse? Avanzó unos metros y se sentó sobre una roca
bajo el cielo abierto y despejado de aquella mañana. En un mes estaría casada
con Filippo. Se acomodó el pañuelo, se secó las lágrimas.
Sola en el centro del templo.
Donde el viento le mecía los cabellos y su sombra se
alejaba con el polvo.
Pronto, aquella paz silenciosa comenzó a desesperarla.
Volvió a incorporarse. Sentía una furia inmensa. Aquello que todos consideraban
un milagro había sido su perdición: ¿para qué la había resucitado la Madonna de
entre los muertos si lo que le esperaba era una vida de pecado, sufrimiento y
traición? Entonces deseó estar muerta, y que Filippo fuera asesinado, y que Vito
volviera de inmediato y no tener que esperar…
Llorando, se echó a andar. Desde la cima, pudo
observar el teatro de piedra. Se dirigió hacia allí, y luego se detuvo a ver la
inmensidad del campo que se extendía por detrás del antiguo escenario de piedras
blancas. Pasó unos minutos en silencio, aferrada a la estatuilla de cobre que
llevaba con ella.
De pronto oyó el sonido de una de esas zampoñas que
utilizaban los pastores para llamar a sus rebaños. Giuseppina se sorprendió de
escucharla tan cerca. Al volver la vista notó que los arbustos de al lado del
escenario se agitaban. Asustada, retiró el cuchillo y se incorporó, todo en un
mismo movimiento. Temía lo que podría salir de allí. Retrocedió un paso. Los
arbustos volvieron a agitarse.
Por detrás de las ramas vio aparecer una figura
envuelta en una túnica de sacerdote. Giuseppina retrocedió, entornó los ojos:
la sombra de la capucha ocultaba el rostro de aquella pequeña figura. Llevaba
sandalias, y sus pies parecían estar cubiertos de manchas blancas.
Al oírlo
hablar, Giuseppina supo que era un anciano.
- Buenos días – dijo el hombre sin quitarse la
capucha.
Giuseppina lo vio acercarse con la mano alzada,
dispuesta a acuchillarlo. El hombre se llevó una mano a la sombra que era su
rostro y se rascó durante un momento. Arrastraba los pies al caminar, parecía
demasiado débil como para haber podido subir el camino. Al intentar sortear una roca que se
interponía en su camino, el anciano perdió el equilibrio y cayó al suelo. Para
entonces Giuseppina ya había dejado de sentir miedo. Dio dos pasos y extendió
su mano para ayudarlo a incorporarse.
-
No te acerques, no me toques – dijo el hombre,
rechazando su mano.
Giuseppina no podía dejar de mirarle los pies,
cubiertos por costras blanquecinas que le recordaban a los caracoles secos en
los cactus.
-
¿Qué tiene?
-
Viruela. Andate. Sos demasiado hermosa para
enfermarte.
Giuseppina se alejó con miedo mientras el anciano se
incorporaba. Con asco, contempló sus manos y sus pies putrefactos durante unos
segundos, hasta que supo que aquel anciano podía ser su salvación. El Imperio,
la Madonna, Filippo, Don Caltanissetta… de pronto había dejado de temerle a
todos. Ni siquiera le importaba la vida de sus padres y sus hermanos. Llevaba
diecisiete años viviendo como le decían, obedeciendo en todo a todos… No estaba
dispuesta a perder su última oportunidad. Desesperada, tomó la mano del hombre,
una mano áspera, cubierta de pústulas blanquecinas.
-
¿Qué hacés, niña?
Las heridas del hombre se abrieron, el hedor era
insoportable. Giuseppina sintió ganas de vomitar y deseó que Filippo sintiera
lo mismo. Entonces comenzó a pasarse las manos del hombre por el rostro, los
hombros, el cuello… llorando.
En ese momento se oyó un estruendo, y un remolino de
viento les azotó las cabezas. El viento le quitó la capucha al hombre, y
Giuseppina pudo ver que las costras blanquecinas también le cubrían el rostro,
el cuello.
Se oyó un zumbido, y los dos alzaron la vista para ver
el avión que pasaba sobre ellos. Vieron también la bandera de Italia sobre el
dorso de las alas, y dos enormes bombas debajo del fuselaje pintado de verde.
El avión se alejó hacia el horizonte, pero a mitad de camino dio un rodeo y se
volvió en dirección al teatro.
- Son los fascistas. Hay que escapar… – gritó el
hombre, que había vuelto a cubrirse el rostro y se alejaba dando tumbos hacia
las tribunas.
Desafiante, Giuseppina le dio la cara al viento. Primero
vio la hélice, luego la ventanilla empañada y al fin la cabeza del piloto
enfundada en una máscara color marrón. Cuando el avió la superó sintió que el
aire le golpeaba la cara. Después se volvió: el avión había desaparecido, el anciano
también.
Se miró la mano, que aún tenía restos de las heridas
del hombre, pero ya no sintió asco.
Dos semanas más tarde, al despertarse, Giuseppina sintió
un fuerte dolor de cabeza. Había dormido mal, recordaba haber sudado y por eso
no le sorprendió encontrar sus ropas tendidas a los pies de la cama. Se pasó
una mano por el rostro y lo encontró húmedo. Francesca y Giulio dormían a su
alrededor. Con cuidado, Giuseppina pasó sobre sus hermanos y apoyó los pies
desnudos en el suelo frío del cuarto.
Se vistió lentamente, sabía que los hombres estaban en el campo. Rosalía
y los niños más pequeños también dormían; su abuela calentaba agua en el fogón.
Giuseppina se acercó a ella y se apoyó en el respaldo de una silla. Sintió que
la boca se le llenaba de saliva; intentó tragar, pero no pudo. Tenía el
estómago revuelto, sentía náuseas. Se sentó. Se llevó las manos a los pies
helados y desnudos.
Su abuela le preguntó dónde había guardado el café que se había acabado
hacía un año. Últimamente la anciana lo olvidaba todo. Al tomarle la mano, su
abuela la miró a los ojos, sorprendida:
-
¿Te sentís bien?
-
No – dijo Giuseppina, incorporándose.
Y vomitó.
Sintió una punzada en el estómago.
Sus piernas cedieron, y cayó de rodillas.
Se tomó el vientre, lloraba con la respiración agitada. Cuando vomitó por
segunda vez, su abuela buscó un balde y arrojó aserrín en el suelo. Después
intentó ayudarla. Giuseppina temblaba, sudaba y no dejaba de temblar.
-
Marianinna – gritó la abuela.
La niña corrió hacia la cocina.
-
¿Qué pasó? – preguntó.
-
Ayudame a levantar a tu hermana – dijo la
abuela.
Giuseppina se dejó llevar con docilidad, no era capaz de mover ninguna
parte de su cuerpo.
La despertó un rumor de voces, pero al reconocer la de Filippo permaneció
con los ojos cerrados fingiendo que dormía.
- Pina,
querida… ¿me escuchás?
- Está
dormida. Cuando se mejore, le avisamos para que pueda visitarla – escuchó que
decía la abuela.
- Por
favor. Y si hace falta alguna medicina, no dejen de avisarme. La boda es dentro
de muy poco… ya tengo pasajes para Roma – dijo Filippo.
Sintió que alguien la besaba en la frente. Seguramente su prometido. Al
fin, oyó unos pasos que se alejaban.
Abrió los ojos y la deslumbró un rayo de sol. Estaba sola. Notó que en su
cabeza había algo que no dejaba de moverse, avispas que le clavaban sus
aguijones en la nuca, en la frente, en la sien… el dolor era insoportable.
Y cerró los ojos.
La despertó una sensación tibia de humedad y un fuerte olor nauseabundo.
Se dio cuenta de que alguien le limpiaba el rostro, los brazos. Era su abuela. Llorando,
recostó la cabeza contra el pecho de la anciana, que le susurró:
-
No tengas miedo, Pina. Yo te voy a cuidar.
Giuseppina intentó decir algo, pero le costaba mover la boca. La abuela
le dio de beber. Le costó tragar, le dolían hasta los huesos. Se acostó de
lado, y sintió que caía en un pozo oscuro, interminable.
Acostada con su estatuilla en la mano,
Giuseppina oía. O mejor dicho: creía oír. Las paredes de piedra eran
exageradamente gruesas para una casa tan pequeña. Pero no había puertas
interiores, y a través de las cortinas que separaban los cuartos Giuseppina
creía oír a Vito hablar de trenes, puertos y pasaportes. En su delirio, la voz
de su hermano era un rumor que se expandía por toda la casa, lentamente, alejando
sus dolores y conduciendo sus sueños hacia el mar, donde ambos bailaban en la
cubierta de un inmenso barco.
Al abrir los ojos, descubrió los de su padre.
-
Hace cuatro días que delirás por la fiebre –
dijo Marianno.
Encendió un cigarro y comenzó a caminar delante de la cama. Desde el otro
cuarto, Giuseppina oyó a su madre gemir:
-
Qué desgracia…
Y su padre dijo:
-
Espero que ese romano cumpla su palabra.
-
No está preñada – dijo la abuela, entrando en el
cuarto.
-
Se pasó cuatro días vomitando como una
condenada… Y nunca tuvo problemas de estómago.
Santa Madonna –gritó Rosalía.
Su padre se detuvo, fumó una larga pitada y la interrogó con la mirada.
- No estoy embarazada – dijo Giuseppina.
- Juralo por la Madonna.
- Lo juro.
Entonces su padre la besó en la frente y salió del cuarto. Giuseppina
sintió un picor en los brazos. Se rascó las muñecas, los hombros, las piernas,
le picaba todo el cuerpo.
La abuela le tocó la frente un par de veces. Después dijo:
-
Seguís con fiebre… puede ser malaria, o tisis…
los niños podrían contagiarse.
Su abuela y su madre decidieron que lo mejor era que se mudase a la
verdulería. Las malas cosechas la habían dejado vacía y ya ni siquiera vendían
pan, por lo tanto podría convalecer allí el tiempo que hiciera falta sin que
nadie la viera. Si los carabinieris se enteraban de que ella tenía alguna peste
podrían llevársela a un hospital, lejos de la casa y del pueblo.
- Mejor morir en casa que en un hospital – dijo la
abuela.
- ¿Y qué le vamos a decir a Filippo? – preguntó
Marianinna.
-
Que se recuperó y se fue a Bruca a cuidar a
Antonia. Muévanse.
A una orden de la abuela, Nino y los mellizos llevaron una de las camas,
un colchón y mantas a la verdulería, y luego ayudaron a su hermana a acostarse
allí mientras la abuela colocaba una cadena para clausurar la puerta que daba
al exterior. Giuseppina los miraba hacer desde una lejanía irreal, como si
estuviera pendiendo de una soga por sobre su cuerpo enfermo y los otros cuerpos
que ocupaban la estancia. Al fin sintió un calambre en la espalda y todo volvió
a fundirse en negro.
En la verdulería los días pasaban lentamente. Giuseppina oía los sonidos
de la calle: gritos, llantos, motocicletas, disparos y el susurro de las
mujeres que se reunían junto al pozo. A la fiebre y los vómitos le había
seguido aquel picor que le escocía el rostro, las manos y los brazos, las
piernas…. No podía dejar de rascarse. A veces lo hacía hasta que comenzaba a
sangrar. El cuerpo le ardía por la noche, durante el día no dejaba de picarle.
Su abuela le limpiaba las heridas con un paño y agua tibia, le daba de comer y
la consultaba sobre cada cosa que debía hacerse en la casa. Recluída en su
cama, Giuseppina decidía qué se comía de día y de noche, y qué debían comprar con
el dinero que la abuela le entregaba a escondidas de sus padres.
Un día descubrió que las heridas de su cuerpo se habían cubierto con la
misma pus blanquecina que había visto en los pies, en las manos y el rostro del
anciano de Segesta. Se abrazó las rodillas y rozó la pus con el dorso de la
mano. Se frotó los dedos cubiertos por aquel líquido viscoso y comenzó a gritar.
Sus gritos atrajeron a la abuela, que con tan solo verla le dijo que
aquello no era tisis ni malaria ni tuberculosis.
- Es viruela - dijo.
- Ya lo sé – gritó Giuseppina, alterada, y alzando
una mano señaló a su abuela diciendo: - Todo esto es por su culpa, desgraciada.
Y se incorporó.
La anciana
comenzó a retroceder. Giuseppina
avanzaba hacia ella, diciendo:
- Todo
esto es culpa suya.
Giuseppina se
tomó la cabeza con las manos. Esta vez, al palpar la viscosidad de su rostro
sintió ganas de vomitar.
Vomitó una, dos,
tres veces, hasta que al fin cayó sobre la cama.
En ese momento, alguien llamó a la puerta de calle. Oyeron un rumor de
voces, entre las que Giuseppina reconoció la de Filippo.
-
Silencio – rogó la abuela: - Filippo cree que
estás en Bruca.
Giuseppina se
incorporó. Tenía los ojos inyectados en sangre. Antes de que la anciana pudiera
detenerla, ya había alcanzo la cocina donde Filippo conversaba con su padre.
-
Filippo – dijo Giuseppina, con una mueca de odio,
pus, sangre y lágrimas.
Filippo no supo
o no quiso esconder el asco. Al verlo bajar la mirada, Giuseppina supo que ahora
solo la guerra podía separarla de Vito.
Su piel se fue cicatrizando poco a poco, hasta que al
fin las cáscaras que cubrían cada herida se secaron y cayeron sobre las sábanas
que ella misma quemó en el fogón, una noche, mientras todos dormían. Giuseppina
se vio las manos picadas de viruela, marcadas con aquellos hoyos secos y los surcos
que había trazado con sus uñas al rascarse, y que también le cubrían las
piernas, los senos… Con los ojos cerrados, se palpaba mejillas, su nariz, el
cuello y la frente. Todo resultaba áspero e irregular al tacto, como una pared
descascarada o un higo de tuna reseco.
Sin embargo se sentía mejor, con fuerzas, y si hubiera
querido se hubiese puesto de pie y hubiera retomado sus trabajos de la casa. Pero
aún estaba furiosa con su padre y con su abuela por haberla empujado a hacer
aquella locura que le había permitido escapar de un matrimonio por el que nadie
le había consultado.
Filippo no había vuelto a aparecer por la casa. Su
padre le había confesado que el romano había roto el compromiso, aunque, quizá
por vergüenza, había dejado bien claro que seguiría respondiendo por la familia
Licatesi delante de las autoridades fascistas. Marianno estaba tranquilo, ya no
corría peligro; lo que no soportaba era la desilusión que le causaba ver que
aquella hija en la que basaba todas sus esperanzas se había convertido en eso.
Un día Giuseppina se levantó de la cama y en pocas
horas ordenó lo que había sido la verdulería y ahora era su propio cuarto. En
medio de su desgracia se sintió afortunada: sus hermanos debían compartir el
cuarto, la ropa y hasta la cama. Ahora que ya no había peligro de que los
contagiara, sus hermanos habían vuelto a tratarla. Giulio la miraba con
intriga, los demás con un asco que no sabían disimular. A todos les costaba
creer que ese espectro fuera la bella hermana que había cuidado de ellos. Su
rostro desfigurado y sus cabellos revueltos les recordaban a las brujas de los
teatros de marionetas. Sin embargo ninguno se animaba a decir nada.
Una vez, cuando salían del cuarto, Giuseppina pudo oír
que Francesca le preguntaba a Vicenzo:
-
¿Será siempre… así?
-
Sí – contestó Vicenzo.
Giuseppina se echó a llorar. Aquella peste la había
librado de Filippo, pero… ¿qué diría Vito al verla? ¿Se animaría a acariciarle
el rostro desfigurado? ¿Qué diría al ver que había perdido la belleza?
Lloró todo ese día y el siguiente.
Al tercer día llamó a Francesca a los gritos.
-
Traeme el espejo de mamá – le dijo.
Su hermana asintió y desapareció. Al regresar, le
entregó el pesado espejo de metal que Rosalía había heredado de su suegra.
Antes de comprobarlo con sus propios ojos, Giuseppina quiso saber:
-
¿Cómo me veo?
Francesca guardó silencio.
-
¿Te doy miedo?
-
No - dijo su hermana sin levantar la vista.
-
¿Y por qué no querés mirarme?
Francesca la miró a los ojos, le miró las mejillas, el
cuello y la frente.
-
¿Qué ves?
-
Tus ojos siguen siendo los mismos – dijo su
hermana.
Entonces Giuseppina se miró al espejo. Terminaba 1941,
Giuseppina tenía diecisiete años y ni siquiera podía reconocer sus ojos, que la
miraban detrás de esa horrible máscara."
No hay comentarios.:
Publicar un comentario