Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

jueves, 2 de abril de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 35 y 36.



35


Era la primera vez que alguien lo esperaba afuera. Eso hacía la espera más llevadera: debía sobrevivir a Devoto hasta 1976, entonces volvería a estar junto a Maga y podría empezar una nueva vida. No tenía otra opción. Maga era clara y directa.
-        Es la última oportunidad que te doy – repetía cada domingo.
No faltaba a ninguna visita. Le llevaba yerba, azúcar, galletitas y todo lo necesario para que el encierro fuera menos cruel. Lo que más le gustaba a Frattini era que le llevara a su hija. El comedor donde recibían a las visitas era un prisma que proyectaba el paso del tiempo: cada domingo, Ana le enseñaba las encías para mostrarle un diente nuevo, repetía palabras recién aprendidas y luego, confundida, como si por primera vez reparara en dónde estaba, decía:
-        Papi, ¿por qué estás acá?
Entonces Maga cambiaba de tema y todo volvía a fluir.
En una de las visitas, le pidió a su mujer que le llevara papeles de dibujo y lápices. Maga lo miró con un gesto extraño.
-        ¿Para qué lo querés?
-        Para dibujar – dijo Frattini.
-        ¿Para dibujar? ¿Vos dibujás?
Frattini sonrió con vergüenza.
-        Sí, hago retratos.  
A la semana siguiente, Maga le llevó una resma de papel y varios lápices. Desde aquel día, Frattini retomó esa afición que sólo aparecía cuando estaba encerrado.

Una noche, mientras intentaba dejar de pensar en Ana y Maga, ansiando caer en la inconsciencia del sueño, creyó oír un grito de mujer. Debía estar soñando. Si algo no había en Devoto era mujeres. De pronto, al grito se le sumaron otros. Parecían gemidos, y sólo podían ser de mujer. Entonces, oyó con más claridad:
-        Se la llevan a Victoria Bruner – gritaba una voz de mujer.
Inmediatamente, los internos que rodeaban a Frattini se incorporaron y comenzaron a gritar en dirección a las ventanas.
-        Victoria Bruner. Victoria Bruner – repetían, como si aquel nombre fuera un conjuro que les permitiría recuperar la libertad.
Pronto, desde el Pabellón vieron que un grupo de guardias arrastraba a una mujer por las escaleras del fondo. Frattini no entendía qué estaba pasando, pero sus compañeros empezaron a gritar.
-        Sueltenlá, hijos de puta.
-        Con ustedes no es la cosa – gritó un guardia.
-        ¿Por qué no se meten con nosotros? – gritó uno.
Poco a poco, los ruidos se fueron acallando, hasta que todo Devoto quedó en silencio. Desde arriba, el pasarela los iba señalando con su bastón.
-        Acostate y dormite, sorete – repetía.
Al día siguiente, Frattini ya no podía contener la curiosidad. Mientras tomaba mate con unos compañeros a los que acababa de conocer, preguntó:
-        ¿Qué pasó anoche?
-        Las minitas. Se las llevan para violarlas y no aparecen nunca más.
-        No hay mujeres en Devoto – dijo Frattini, serio, creyendo que se burlaban de él.
-        Las cosas cambiaron, Pistola. Ahora tenemos hasta guerrilleros.
-        ¿Guerrilleros?
-        Sí, hombres, mujeres… los tienen encerrados arriba, sin registrar. Nadie sabe que están ahí. Son pendejos de escuela, de facultad… se hacen los Che Guevara y terminan acá.
-        Nosotros los ayudamos.
-        ¿Cómo?
-        Gritando los nombres a la calle, para que los vecinos sepan que están acá.
Con el correr de los meses, Frattini fue enterándose de todo. Los llamados guerrilleros no salían al patio, nunca recibían visitas. Vivían encerrados en la sombra más oscura, sin nombre ni apellido, como fantasmas que sólo salían de noche y no regresaban más.
Los internos comunes colgaban banderas desde las ventanas para denunciar las torturas, las violaciones y los fusilamientos para que todos los vecinos del barrio supieran la verdad. No lo hacían sólo por solidaridad. Creían que si ayudaban a los presos políticos en su desgracia recibirían los mismos favores cuando fueran liberados y llegara el día de su bendita revolución.
Y ese día llegó mucho antes de lo que todos esperaban. No como una revolución, sino apenas como una amnistía dictada por Cámpora al año siguiente.
Pero Frattini y los demás internos no lo supieron por los diarios. Lo descubrieron un día dibujado en el rostro los guardias. Estaban comenzando la requisa cuando de pronto se oyó un estruendo fuera del penal. Frattini pudo ver las miradas que se dedicaron los guardias, sin poder ocultar su confusión. Inmediatamente, interrumpieron la requisa y se marcharon fuera del Pabellón.
Intrigados, algunos internos se acercaron a la puerta enrejada. Allí vieron al celador juntar sus cosas con apuro. A pocos metros de allí, el director en persona se había acercado a hablar con los guardias.
-        Vístanse de civil y hagan lo que puedan por escaparse – lo oyeron decir.
Frattini intuyó lo que pasaba.
Entonces, uno de sus compañeros, que había trepado a una montaña de camas para mirar qué ocurría afuera, gritó:
-        Rompieron el portón con un camión. Se están yendo, loco.
Poco a poco un rumor de voces comenzó a llegarles desde las escaleras. Cantaban “La marcha Peronista”, y se alejaban gritando y disparando al techo. Era la oportunidad que habían esperado desde hacía meses. Al fin, los guerrilleros habían hecho su pequeña revolución en Devoto, y pronto liberarían a los presos que tanto los habían ayudado.
Desesperados, Frattini y los demás corrieron a la reja.
-        Abran.
-        Sáquennos de acá.
Pero nadie respondía a sus gritos. Quizá estuvieran apurados por continuar su revolución o empezar a preparar la bienvenida del General. Lo cierto es que ninguno de ellos recordó la ayuda que les habían prestado esos presos que ahora gritaban:
-        Hijos de puta, abran.
-        Nosotros los ayudamos.
-        No nos caguen.
Con los guardias vestidos de civil dispersos entre los que se fugaban para evitar ser atacados, los pabellones habían quedado librados a su propia suerte. Lo único que detenía a los presos eran las rejas.  
Al atardecer, los guardias reaparecieron escoltados por un batallón de Infantería. Por la noche ya habían restablecido el orden en el Penal y habían redimido sus frustraciones y miedos rompiendo brazos, piernas y cabezas de presos comunes. Mientras, en la ciudad, los militantes festejaban su liberación pendientes de unos ideales tan altos que les impedían ver lo que habían tenido a su alrededor.


36


Nunca había dibujado tanto. Pasaba todos los días con el lápiz en la mano y la vista clavada en papel. Dibujaba todos los rostros que caían en sus manos. Los celadores le entregaban fotografías de sus hijos, los presos retratos de sus novias, o fotos de las mujeres y hombres que aparecían en las revistas… A Frattini le daba lo mismo: los dibujaba a todos. Los guardias le pagaban con recreos a deshoras, porciones doble de almuerzo, y un trato respetuoso que muchos envidiaban. Los demás presos le regalaban yerba, papeles, lápices y azúcar. Y sin embargo él hubiera pintado gratis, con tal de mantenerse ocupado.
Sólo dejaba de pintar los domingos, cuando Maga y Ana se sometían a la requisa para verlo aunque fuera apenas unas horas.
Cuando se quiso dar cuenta ya había gastado dos años enteros de condena entre las visitas de su mujer y su hija y los cientos de retratos que mostraban su evolución como artista, su destreza y obsesión por los detalles. Era capaz de pasar días enteros definiendo el cabello de la hija de un guardia, o perfilando la nariz de la madre de un asesino a sueldo.
Para mediados de 1975, todos en Devoto habían dejado de comentar las andanzas de Pistola, los golpes con que había defendido a sus antiguos compañeros, su habilidad para abrir puertas de la ciudad. Ahora sólo hablaban de Frattini, el mejor pintor que había pasado por Devoto.
A través de uno de los celadores conoció a otros internos que también dibujaban. Al ver sus obras los felicitó con respeto, sabiendo que parecían apenas bocetos si los comparaba con los retratos que él hacía. Pero el hecho de conocer a otros pintores encerrados lo alentó a persistir. Comenzó a conversar con ellos, se prestaban los lápices, compartían el papel. Entonces se le ocurrió una idea.
-        Tenemos que hacer una exposición.
-        ¿Dónde?
-        Acá, en el penal – dijo Frattini.
El pedido de los artistas pronto llegó hasta el mismísimo director de la prisión. Había siete internos que dibujaban como maestros, se mantenían al margen de los conflictos de cada Pabellón, y querían mostrar sus obras.
El Director los citó en su propia oficina.
Cada vez que un recluso entraba a ese lugar, los demás temían por su vida. Pero esta vez era distinto: los compañeros de Frattini estaban orgullosos de que el Director se interesara en él. Y Frattini creía que aquello podía ser el comienzo de algo importante.
-        Queremos exponer nuestros cuadros e invitar a algún pintor famoso para que los vea – dijo Frattini.
El Director los miraba entre sorprendido y desconfiado.
-        ¿Sólo para eso? – preguntó.
-        Sí, queremos que vean cómo dibujamos – dijo otro de los pintores.
-        ¿Y a qué pintor quieren invitar?
Los pintores se miraron, desconcertados. No conocían a ningún pintor, no admiraban a nadie. Ni siquiera conocían sus nombres.
-        Al que pueda venir – dijo Frattini, sin mucho convencimiento, sabiendo que ningún pintor aceptaría salir de la comodidad de su taller para visitar a siete condenados que pintaban retratos familiares.
-        Hagamos una cosa – dijo el Director -, ustedes preparen cuatro obras cada uno y nosotros organizamos la exposición en la capilla del penal.
-        ¿Pueden venir nuestras familias? – preguntó uno.
El director bufó.
-        No. Va a venir un pintor y ustedes le van a mostrar los cuadros. Nada más.
-        ¿Quién?
-        Voy a tratar de que venga Soldi.
-        ¿Quién? – preguntó Frattini.
-        Raúl Soldi, el maestro – le dijo uno de sus compañeros en voz baja.

Debía poner todo su esfuerzo en esas cuatro obras. Durante días, hizo bocetos sin que ninguno de ellos lo conformara. Cada vez que, furioso, rompía un boceto, sus compañeros del Pabellón trataban de salvarlo diciendo que era un gran dibujo. Pero a Frattini eso no le bastaba. Sus dibujos debían ser perfectos si quería que el tal Soldi se fijara en él.
Pasaba las hojas de las revistas con ansiedad, esperando descubrir un rostro que le permitiera mostrarle al mundo que tenía un don. Lo encontró una tarde de octubre. Con las manos apoyadas sobre el pomo de su bastón, Borges lo miró desde una página de la revista Semanario ofreciendo sus arrugas, su incipiente calva y sus ojos secos de tanta lectura. Frattini lo observó durante más de una hora. Luego tomó un lápiz y comenzó a dibujar.
Durante días se inclinó sobre la pequeña mesa con que un celador había pagado el retrato de su amante. Comenzaba a dibujar al mismo tiempo que despertaba, y cuando dormía, en la soledad de sus párpados cerrados, iba corrigiendo aquellos trazos que no lo terminaban de convencer. Cuando el retrato estuvo terminado, lo apoyó sobre la cama, contra una pared, y se alejó para observarlo con detenimiento. Era lo mejor que había pintado en su vida. 
Pero aún debía hacer otras tres obras. Podría haber dibujado actrices famosas, deportistas exitosos, y sin embargo  eligió las fotografías de unos niños que jugaban en alguna plaza de la ciudad. Lo convencieron sus rostros despreocupados, su felicidad. En algún punto los envidiaba.

El domingo anterior a la exposición, Maga le llevó uno de sus trajes preferidos. 
-        Va a venir cinco minutos y se va a ir – dijo Frattini, que en los últimos días había pasado de la excitación a la incertidumbre.
-        Igual, para mí es como si hubieras ganado el concurso nacional – dijo Maga, acariciándole la mano derecha, encallecida por tantos meses de dibujo.
Cuando llegó el día, Frattini y los otros artistas se encargaron de asistir a los empleados civiles del penal que tenían la misión de colgar las obras en las paredes de la capilla. Asombrados, nerviosos, los siete contemplaban sus obras con emoción. Tras años de golpizas, torturas, encierro y mal trato, aquella situación los conmovía hasta el silencio. Poco a poco, los demás internos fueron ingresando a la capilla en tandas, para contemplar las obras de los artistas confinados. Se detenían a ver las obras durante largos minutos. Algunos, incluso, se emocionaban y disimulaban las lágrimas soltando ruidosas carcajadas y chistes subidos de tono.  
En un momento, hubo un revuelo de guardias en la puerta de la capilla. Frattini y los demás se miraron.
-        Llegó Soldi – dijo uno.
Entonces, apareció el Director vestido con sus mejores ropas y una sonrisa de satisfacción. Detrás suyo, un aciano avanzaba repartiendo saludos, tomado del brazo de una mujer.
-        Les presento a Raúl Soldi y a su mujer – dijo el Director.
Los presos le dedicaron cinco minutos de aplausos. Más allá de admirar su carrera artística, que pocos conocían, el hecho de que se hubiera animado a ir al penal acompañado por su esposa era un gesto de confianza que todos valoraban.
Nervioso, Frattini y los otros pintores respondieron al llamado del Director. Se acercaron al maestro, estrecharon su mano, la de su mujer, y luego se apartaron para que pudiera recorrer la exposición sin ser molestado.
Soldi miraba los cuadros y los pintores lo miraban a él. Al pasar frente a cada retrato, se detenía unos segundos y luego se volvía hacia el grupo de Frattini, moviendo la cabeza con aprobación. Detrás de él, el Director elogiaba su obra como frases pomposas que dibujaban sonrisas de burlas en el rostro de los guardias.
Cuando Soldi alcanzó el retrato de Borges se detuvo más tiempo que frente al resto de trabajos. Lo miró a dos metros de distancia. Luego se acercó un poco, luego otro poco más, hasta que quedó a un palmo del retrato. Sólo entonces, preguntó:
-        ¿Quién dibujó esto?
Nervioso, Frattini dio un paso al frente.
-        Yo, maestro – dijo.
-        Venga, Frattini – lo alentó el Director del penal.
Antes de que terminara de decirlo, Frattini ya estaba frente a Soldi.
-        ¿Cómo hizo para trabajar el cabello? ¿Qué técnica usó?
Frattini guardó silencio. Le hubiera gustado dar una respuesta extensa, con nombres de técnicas pictóricas, pero no hubiera sabido por dónde empezar.
-        Dibujo y después borroneo con la goma, hasta que se difumina el trazo –respondió con humildad.
-        Es impresionante. Es el mejor retrato de Borges que vi en mi vida.
Frattini sintió los pulmones llenos de aire, a punto de explotar. Intentó decir algo, pero sólo le salió un murmullo inentendible. Soldi había vuelto la vista nuevamente hacia Borges. Al fin, se volvió hacia Frattini diciendo:
-        Se lo compro, Frattini.
-        No, de ninguna manera. Para mí sería un honor que el maestro lo aceptara como regalo.
Soldi lo miró, y Frattini tuvo la sensación de que era la primera vez que realmente lo veía.
-        ¿Cuánto le queda de condena?
-        Tres meses, maestro – resumió Frattini, aunque podía decirle los días y las horas exactas que le quedaban para salir.
-        Tres meses… - dijo Soldi, sopesando la respuesta:- nada.
-        Si Dios quiere…
Soldi torció el rostro, evaluando a aquel pintor encerrado que lo había sorprendido. Después metió una mano en uno de sus bolsillos, retiró una tarjeta y se la entregó a Frattini.
-        Cuando salga, venga a verme de inmediato.
Esa noche apenas si pudo dormir. No podía dejar de pensar en las palabras de Soldi. En su mano, la tarjeta que el maestro le había dado era como el pase de entrada a un mundo desconocido. Se durmió imaginando cómo sería su nueva vida: trabajaría de cualquier cosa por la mañana y pintaría sus retratos por la tarde. “Basta de llaves”, pensó Frattini. Al fin se curaría aquella maldita enfermedad.

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