Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

miércoles, 8 de abril de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. FINAL



45

La dictadura había dejado las prisiones llenas de detenidos, la mayoría procesados por motivos insuficientes o dignos de ser revisados. Por eso, a mediados del año siguiente, 1984, el presidente de la Nación declaró una amnistía para los presos políticos y una reducción de condena para los reos comunes.
En agosto, Frattini recibió la visita de Beatriz Aranda, la directora del Patronato de Liberados, una organización que intentaba ayudar a los ex presidiarios a reinsertarse en la sociedad. Aquel día, Beatriz le aseguró que podría alojarse en un hotel destinado a albergar a los recién liberados.
Así, días más tarde, Frattini se despidió de los guardias, de los internos y al fin cruzó el portón del penal. Al salir a la calle, comenzó a caminar con la cordillera de fondo. Se sentía pequeño, pero seguro de sí mismo. Al llegar al hotel, se registró ante una señora llamada Mirtha, que le aseguró que el Patronato le había dejado paga una habitación por cuatro días con pensión completa y dinero para el pasaje de regreso a Buenos Aires.
-        Hilda y Beatriz hablaron maravillas de usted, Frattini.
No tenía más objetos que la ropa que llevaba y una caja con los materiales de dibujo que le había enviado Falleti. Se dirigió a su habitación, se bañó y regresó junto al mostrador de la recepción del hotel.
-        ¿Puedo hacer una llamada?
Mirtha sonrió, señalando el teléfono, y se alejó fingiendo una ocupación impostergable para que pudiera hablar sin que ella lo escuchara.
Nervioso, Frattini marcó el único número que le importaba. El teléfono llamó una, dos veces. 
-        Hola. ¿Hola?
-        Hola – dijo Frattini.
-        ¿Quién habla?
-        Carlos.
-        ¿Qué Carlos?
-        Tu marido, ¿no me conocés la voz? – dijo Frattini con tristeza.
-        ¿Y dónde estás? – preguntó Maga, sobresaltada.
-         Estoy en Neuquén, salimos por una amnistía… ¿puedo volver a casa?
Durante unos segundos, Maga guardó un silencio que a Frattini le provocó náuseas.
Luego, con una voz queda, su mujer dijo:
-        No, Carlos. Por acá ni aparezcas.
Y le cortó.
Cuando regresó al mostrador, Mirtha lo encontró en la misma posición en que lo había dejado: parado, mirando el teléfono mudo.
-        ¿Todo bien? – le preguntó.
-        No – respondió Frattini mientras se alejaba arrastrando los pies.
Entró a su habitación, se desnudó, se acostó y se cubrió con todas las mantas que había. En los últimos meses había alentado la tonta idea de una posible reconciliación. Ahora que aquello se había revelado como un imposible, no le quedaba ningún motivo para levantarse.
En algún momento alguien llamó a su puerta. Entre dormido, Frattini oyó que Mirtha decía:
-        ¿Quiere cenar, Frattini?
-        No, gracias. Estoy cansado – dijo.
No mentía. Estaba cansado de todo. Y estaba solo. No tenía dónde ir. No tenía a nadie a quien llamar. Se limpió las lágrimas, cerró los ojos. Volvió a dormirse. Pero esta vez los sueños lo llevaron a lugares lejanos, idílicos y aterradores. Villa Carlos Paz. El departamento de Once. El miedo en los ojos de Alejandro y Ana. Devoto. La Boca.
Al día siguiente, al despertarse, bajó a la recepción y le preguntó a Mirtha si podía prestarle un equipo de mate.
-        ¿No quiere que le prepare el desayuno? No comió nada…
-        Gracias, Mirtha, pero no tengo hambre.
-        ¿Es por su mujer, no?
Frattini asintió.
-        Ya lo va a perdonar… - dijo ella, sin mucho convencimiento.
-        No, Mirtha. Algunas cosas nunca se perdonan.

Esa noche no pudo dormir. Nunca había sentido tanta tristeza. Si cerraba los ojos, veía los rostros de sus hijos. Si los abría, se enfrentaba con su propia soledad.
Al amanecer, se bañó y salió a la calle. Caminó durante horas, hasta que el sol comenzó a entibiar las calles de Neuquén. Sólo entonces tomó la tarjeta que el propio Faletti le había enviado y buscó su tienda de artículos de librería. La empleada que lo recibió lo invitó a pasar apenas oyó su nombre.
-        Espere un segundito acá, Frattini.
Y Frattini esperó. Tenía todo el tiempo del mundo.
Al entrar a la oficina, Faletti lo estaba esperando de pie, junto al cuadro que Frattini le había enviado de regalo.
-        Me hizo guapo y todo – dijo Faletti.
-        Me alegro de que le haya gustado.
-        ¿Cómo anda, Frattini? ¿Qué necesita?
-        Trabajo. Quiero trabajar de cualquier cosa. Puedo barrer, limpiar, hacer café… lo que necesite – dijo.
 Faletti ni siquiera esperó que terminara de hablar, que ya estaba escribiendo algo en una hoja que tenía sobre el escritorio.
-        Vaya a ver a mi hermano. Él le va a dar laburo – dijo Faletti, entregándole el papel donde había escrito una dirección.
-        Gracias.
Empezó a trabajar ese mismo día. Le dieron una escoba y se pasó la mañana barriendo el suelo del hotel que pertenecía al hermano de Faletti. Barría con una dedicación tan obsesiva que su nuevo jefe lo palmeó en la espalda:
-        Frattini, me va a gastar el piso – dijo soltando una carcajada.
Él lo miró, agradecido, y continuó barriendo pisos durante todo aquel día. El primero de su nueva vida.


46
El día que cobró su primer sueldo, Frattini pensó que debía festejarlo.
Ese sábado, se compró algo de ropa y por la noche bajó de su habitación vestido de punta en blanco. Las mujeres que trabajaban con él le hicieron bromas que le encendieron las mejillas de rojo.
Así fue que se dirigió a una confitería que, sabía, contaba con salón de baile. Aunque se sentía un extraño entre toda esa gente acostumbrada a la libertad, pronto se fue relajando hasta que incluso se animó a bailar. Con un vaso de gaseosa en la mano, Frattini bailó toda la noche. Al amanecer, extenuado, se dirigió al hotel y comenzó a trabajar sin dormir siquiera una hora.  
Meses más tarde, el almanaque le reveló una fecha particular. Ese mismo día se dirigió a la oficina de Faletti.
-        Quisiera tomarme unos días para ir a Buenos Aires.
-        ¿Se va?
-        Voy y vuelvo. Pasado mañana mi hija cumple quince años.

El viaje a Buenos Aires le trajo más recuerdos de los que podía soportar. Ahora, las calles de su ciudad le resultaban extrañas y peligrosas. Al bajar del micro, sintió que todos lo miraban. Rápidamente, se alejó y se subió a un colectivo.
Francisca no se sorprendió al verlo.
Lo invitó a pasar, lo abrazó y lo besó en las mejillas.
-        Te soltaron – dijo.
-        Sí, y estoy trabajando en Neuquén.
-        Muy bien… - dijo Dora, mientras llamaba por teléfono a sus hermanas para avisarles que él había ido a visitarla.
-        Deciles que vengan, las quiero ver.
Sus hermanas ahora eran madres, abuelas. Sin embargo, para él siempre serían la única alegría de su infancia. Después de besarlas, les contó que había dejado las llaves, que trabajaba como un hombre normal.
-        Esperemos que te dure – dijo Francisca.
Sus palabras le recordaron la noche en que le había prometido que iría al cine, allá por 1963, antes de ser detenido frente al Parque Lezama.
-        Esta vez es en serio – dijo Frattini.
-        ¿Y qué viniste a hacer a Capital?
-        Mañana es el cumpleaños de Ana, ¿no? – dijo.
Sus hermanas hicieron silencio y bajaron la vista.
-        Quiero verla.
-        Carlos, olvidate – dijo Dora, sin poder sostenerle la mirada.
-        ¿Cómo querés que me olvide de mis hijos?
Sus hermanas se miraron y volvieron a bajar la mirada.
-        ¿Ella les pidió que no me dijeran nada?
-        Sufrió mucho. Ella y los chicos. Dejalos que hagan su vida…
Después de tantos años, sus hermanas seguían siendo fieles a Maga. No podía culparlas. Ellas habían sido toda la familia paterna que Ana y Alejandro habían tenido durante todo ese tiempo. Se sentían responsables, y no querían someter a Maga a aquel encuentro que ella se resistía a aceptar.
Abatido, se incorporó de la mesa y se marchó.
Esa noche, mientras trataba de conciliar el sueño en un hotel de pasajeros de Once, rebuscó en su memoria todos los datos que podrían servirle referidos a su hija. Apenas la conocía. No sabía cómo era, qué hacía, con qué soñaba. Al fin, cuando tras las persianas el día comenzaba a clarear, Frattini recordó que alguna vez Francisca le había dicho que Ana iba a una escuela sobre la Avenida Rivadavia, cerca de una estación del subterráneo.
Por la mañana, después de desayunar en un bar, Frattini tomó el subterráneo hasta el Congreso. Sabía que desde allí hacia el Bajo no había escuelas, por lo tanto debería caminar hacia el centro de la ciudad. Así lo hizo. Caminó durante horas, con los ojos abiertos, preguntando a los peatones. Entró en una escuela, en Once. Preguntó por su hija, pero allí no había ninguna alumna con su nombre. Volvió a la avenida Rivadavia, y volvió a caminar. De a ratos, debía detenerse para estirar el cuerpo, aterido de cansancio.
Las estaciones de subte pasaban tras sus pasos sin revelarle el menor signo de esperanza. No había escuelas, y si las había, nunca eran lo que él buscaba. Al llegar a Acoyte, la última estación de subte, no le quedó más opción que aceptar su fracaso.
Derrotado por la tristeza y el cansancio, Frattini siguió caminando hasta el Parque Rivadavia. Junto a él, un grupo de ancianos jugaba al ajedrez sobre una mesa de concreto. Los envidió a todos. Sin darse cuenta, se acercó a ellos.
-        ¿Conocen una escuela que queda junto al subterráneo?
Los hombres lo miraron con ojos acuosos y rostros sonrientes. Uno señaló hacia un costado del Parque.
-        No. Al lado del subte no. Pero acá a dos cuadras hay una escuela grande.
Frattini se alejó corriendo del lugar. Sólo se detuvo al alcanzar las altas puertas de una escuela pública. Le sudaban las manos, y sentía que todo el cuerpo le vibraba con un temblor de ansiedad.
Tocó timbre.
Minutos después, una portera vestida con un delantal marrón abrió la puerta para recibirlo.
-        Quiero hablar con la Directora – dijo Frattini.
La portera lo guió a través de un patio colmado de niños. Frattini miraba hacia todas partes, tratando de descubrir el rostro de su hija, o mejor dicho, el rostro de su hija de hacía cuatro años. 
La Directora lo recibió sin demoras.
-        ¿Qué necesita?
-        Hoy es el cumpleaños de mi hija. Quiero saludarla. Hace cuatro años que no la veo.
La mujer lo miró en silencio. En su gesto, Frattini sólo encontró desconfianza.
-        ¿Y cómo se llama su hija?
-        Ana Mónica Frattini. ¿Viene a esta escuela?
Para sorpresa de Frattini, la mujer asintió mientras él hacía un esfuerzo enorme para no llorar delante de aquella extraña.
-        Está arriba. ¿Quiere que la llame? – dijo ella.
-        Si es tan amable… - dijo Frattini sin poder completar la frase.
La vio incorporarse, la vio salir de la oficina. Y él no podía moverse. Se tomó la cabeza, estiró el cuello. Las paredes comenzaron a estrecharse. En ese momento, la puerta se abrió para dejarles paso a tres chicas que debían tener la misma edad que su hija. Frattini frunció el seño para mirarlas con detenimiento. ¿Cuál de ellas sería Ana?
-        Hola – dijo.
-        Hola – respondieron ellas a coro.
Estaba a punto de preguntar quién de ellas era su hija, cuando vio que las chicas le daban la espalda y abrían un cajón para retirar un mapa. Antes de marcharse, lo saludaron con un gesto. Frattini volvió a quedarse solo. La angustia ya era incontenible. Unos minutos, unas horas después, la puerta se abrió y él pudo ver a su hija. La directora estaba junto a ella, y la miraba esperando que dijera si conocía a aquel hombre que la miraba con lágrimas en los ojos.
-        Papá – dijo Ana, y Frattini supo que ya no necesitaba nada más.
Se incorporó de un salto y avanzó hacia su hija. Mientras la abrazaba y le besaba el rostro, murmuró:
-        Feliz cumpleaños, Anita.
Conmovida, la Directora salió de la oficina para que hablaran tranquilos.
-        Cumplís quince, estás enorme – dijo Frattini, sabiendo que era el culpable de haberse perdido aquel crecimiento.
-        ¿Dónde vivís? – preguntó ella.
-        En Neuquén. Estoy trabajando.
Pudo notar la incomodidad de su hija, la distancia que parecía separarlos. Pero en cuestión de minutos, las distancias se acortaron a fuerza de caricias y abrazos. Cuando la Directora volvió a entrar, Ana lo tenía abrazado como si quisiera quedárselo por siempre.
-        Es tiempo de irse, Frattini – dijo la Directora.
Frattini asintió. Tenía la camisa mojada de tanto llanto. Pero inexplicablemente, no estaba triste.
Antes de marcharse, le preguntó a Ana la dirección de la casa, y le prometió que al día siguiente la estaría esperando en la esquina para seguir conversando. Quizá en el fondo esperara que Maga lo recibiera.
Amargado por el tiempo que había perdido, pero ilusionado y feliz por lo que estaba a punto de recuperar, aquella noche Frattini durmió profundamente. No tuvo pesadillas. Ni siquiera sueños placenteros.
Al día siguiente, se presentó en la esquina de la casa de Maga unos minutos antes de la hora acordada. Desde allí podía ver la hilera de balcones vacíos, las calles repletas de vehículos, y esperaba ver aparecer a su hija cuando vio que quien se acercaba era otra mujer. La hermana de Maga caminaba hacia él cargando una pequeña valija.
-        Mi hermana no te quiere ver – dijo sin siquiera saludarlo. Y, entregándole la valija, agregó: - Acá tenés tus cosas.
Después se volvió, y comenzó a desandar sus pasos dejando a Frattini parado sobre sus propias ruinas.



47


Una sábado de 1990, Frattini se presentó en el mismo bar al que iba siempre. Los mozos lo conocían, los músicos de la banda que tocaba en vivo para que el público bailara siempre le dedicaban una canción.  
Aquella noche, se encontró con Teresa, una mujer a la que había conocido tiempo atrás. Junto a Teresa había una mujer de su edad, a la que nunca había visto antes. Miraba la pista con un gesto impredecible que podía ser tristeza, o temor. Frattini no podía saberlo. Lo único que le importaba era mirarla.
Cuando la banda dejó de tocar, los músicos se acercaron a la barra. Frattini los saludó a todos por su nombre. Brindaron, él con gaseosa, los demás con vino y ron mientras la música volvía a sonar desde los parlantes. En un momento, el tecladista de la banda dejó su lugar en la barra para acercarse a Teresa. Frattini los vio mezclarse entre los bailarines y comenzar a girar al compás de la música.
Animado, supo que había llegado el momento. Entonces se acercó a la mujer que había quedado sola y sin decirle nada la tomó de la cintura y comenzó a bailar. Bailaron durante cuatro horas seguidas en las que no pronunciaron una sola palabra. Entre paso y giro se miraban, divertidos, y volvían a bailar. Al fin, cuando terminó la música, juntos se acercaron a la barra.
-        ¿Cómo te llamás?
-        Cristina – dijo ella - ¿y vos?
-        Carlos. Nunca venís acá.
Cristina sonrió con vergüenza.
-        No salgo mucho. Vine a acompañar a una amiga.
Conversaron hasta el amanecer.
Al fin, cuando el bar comenzaba a vaciarse, se despidieron y quedaron en encontrarse el sábado siguiente.

Y el sábado siguiente Cristina, que nunca iba a bailar, se presentó a la hora acordada. Aquella noche bailaron menos que la primera vez. Querían hablar, necesitaban conocerse. Entonces Frattini supo que ella tenía dos hijos, que era viuda desde hacía mucho tiempo. Ella le mostró una fotografía de sus nietos, que siempre llevaba en la cartera. Cuando ella le preguntó la edad, él se oyó decir:
-        Tengo cincuenta – mintió Frattini, que rozaba los sesenta.
Cuanto menos lo conociera, menos se asustaría de él. Cuanto menos intimidad lograran, más fácil sería dejarla. Ese había sido el lema de sus últimos años.
Y sin embargo, un mes más tarde, Cristina y Frattini comenzaron a verse a solas. Después de terminar su turno en el hotel, tomaba un colectivo hasta Cipolletti para visitarla. Tomaban mate, conversaban. Una tarde, Cristina le enseñó un recorte de diario con una nota que hablaba de él y los retratos que había donado para el Padre José.
-        No sabía que pintabas…
-        No te lo dije.
-        Mirá… - dijo ella señalando una línea del texto -, se equivocaron, dice que tenés sesenta años, y no cincuenta.
Frattini soltó una risa nerviosa.
-        Dice la verdad…
-        ¿Tenés sesenta? – preguntó Cristina, sorprendida: - ¿Y entonces por qué me mentiste?
-        Porque pensaba que no íbamos a durar. Pero ya ves… nunca pensé que a esta edad podría enamorarme.
Al fin, un día del tercer mes de aquella relación, Cristina le dijo:
-        Mis hijos me preguntan con quién me veo. Ya estamos grandes, Carlos. Quiero que los conozcas. Aunque sea a mi hija, que vive conmigo.
En todas las relaciones que había tenido desde que fuera liberado, llegado este punto, Frattini sentía una necesidad física de desaparecer. No quería encariñarse ni que se encariñen con él. Pero ahora comprendía que necesitaba y deseaba ese cariño que, debía aceptarlo, se estaba había en amor.
-        No pongas esa cara. Mis hijos son buenos.
-        Sí, pero yo… tengo decirte algo. Estuve preso mucho tiempo.
Cristina no dijo nada, y su silencio lo invitó a continuar.
-        Tengo hijos en Buenos Aires, a los que perdí por ladrón. Hace años que cambié, pero tenés que saber quién fui para poder elegir si seguimos o no. No te quiero engañar.
-        Dale, ¿querés conocer a Patricia?
-        Está bien, pero antes quiero que me des una foto de ella.
Aquella semana, Frattini volvió a dibujar. Cuando terminó el retrato, lo llevó a enmarcar, y al día siguiente se presentó en casa de Cristina. Al ver el retrato de su hija, ella no pudo contener un suspiro de asombro.
Frattini tomó el retrato y llevó hasta el cuarto de Patricia para dejarlo sobre la cama. Entonces, regresó junto a Cristina y se sentó con ella a tomar mate. Durante más de una hora, conversaron sobre sus historias. Al fin, cuando oyeron el ruido de la puerta, guardaron silencio como dos niños avergonzados.
Patricia entró y lo saludó a la distancia.
-        Andá a tu cuarto a ver lo que te trajo Carlos – dijo Cristina.
Su hija le dedicó una mirada rápida, parecía confundida. Dejó su cartera sobre uno de los sillones y se alejó de ellos en dirección a su cuarto. Pasaron unos segundos que ellos dos sufrieron tomados de la mano. Y entonces, desde el cuarto, les llegó un grito de alegría:
-        Es hermoso.
Frattini se mudó a casa de Cristina esa misma semana. Y la semana siguiente llegó con su mujer y sus hijos Claudio, el hermano de Patricia. Frattini estaba tan nervioso que hasta él se sorprendía. Al principio, Claudio lo miraba con desconfianza. Luego, con el correr de las horas, comenzó a tratarlo con mayor intimidad. Frattini jugaba con sus hijos, les enseñaba cómo dibujar… Y Cristina lo miraba de lejos, convencida de que no se había equivocado.
Al fin, cuando les llegó la hora de partir, Cristina y Frattini los acompañaron hasta la calle. Los niños besaron a su abuela, y se detuvieron junto él. Sólo entonces, Claudio dijo:
-        Vamos, saluden al abuelo.


48
En 1997, Frattini dejó el hotel para comenzar a trabajar en el Patronato del Liberado. Debía hacerlo. Necesitaba hacerlo. A Beatriz Aranda la idea le pareció auspiciosa. Si el Patronato se dedicaba a ayudar a los ex detenidos a reinsertarse en la sociedad, qué mejor que conocer la experiencia de Frattini.
Comenzó a trabajar como recepcionista del Patronato, y en poco tiempo todos sus nuevos compañeros fueron conociendo su historia. Sentado en el mostrador, veía llegar a los presos liberados con ese gesto que abatido que él tanto conocía. Los ayudaba a completar formularios, los alentaba a cambiar. Por más que los tiempos hubieran cambiado, por más que códigos de los delincuentes fueran otros, él quería ayudarlos. Desde su liberación, leía las noticias policiales sin poder dar crédito de lo que pasaba. Si Villarino supiera que ahora los criminales eran capaces de matar a un chico por un par de zapatillas, ¿qué hubiera dicho? Si sabía que salían a robar embutidos de drogas, ¿qué pensaría? Las cosas habían cambiado mucho en los últimos años. Nadie parecía respetar el valor de la vida, fuera propia o ajena.
De alguna manera, se sentía responsable de muchos de esos delincuentes. Quizá fuera la edad, quizá por la esperanza que le había devuelto Cristina, quería persuadirlos de que si reincidían volverían a perder a sus familias, la esperanza y la libertad. La esperanza era algo que el liberado recuperaba al salir de prisión y que 1uego se iba diluyendo a medida que descubría el rechazo de la sociedad. Frattini sabía lo difícil que era cambiar cuando se cerraban las puertas por desconfianza. Abandonados, los liberados eran empujados a retomar sus actividades criminales que, antes o después, los llevaban de regreso a prisión o incluso a la muerte. De no haber tenido a los Falletti y a Cristina, él también hubiera regresado a las llaves. Por eso, necesitaba contar su historia para que les sirviera de aliento a los demás. No quería dar consejos, tan sólo que los detenidos escucharan una historia distinta, un final alternativo a las historias que se contaban unos a otros en cada Pabellón.
Pronto, fue invitado a dar una charla en el Penal de Neuquén. Aquel día, al cruzar otra vez el portón por el que había entrado hacía ya más de dieciocho años, sintió una profunda tristeza al ver el rostro desconfiado de todos los internos que esperaban sentados en el salón. Algunos de los guardias lo saludaron, recordando su paso por el penal. Sin embargo, a Frattini lo único que le importaba eran los presos. Podía notar la desconfianza de sus ojos. Sabía que detrás de sus carcajadas descalificadoras sólo había desolación. Con esfuerzo, subió a la tarima que habían preparado y se sentó en la silla, frente a la mirada acusadora de los internos.
Entonces, los miró a los ojos y comenzó a decir:
-        Yo no puedo darle consejos a nadie. Estuvo más de veinte años detenido. Lo único que quiero contarles, es todo lo que perdí por vivir equivocado.
Poco a poco, los internos fueron dejando de lado los chistes, las sonrisas de incomodidad. Lo escuchaban con los ojos abiertos como platos, algunos bajaban la vista, recordando vaya a saber cuántos dolores y abandonos al oír las desgracias de Frattini.
Cuando terminó de hablar, los internos le dedicaron un aplauso que le llenó los ojos de lágrimas. Lentamente, algunos se le fueron acercando. Le preguntaban cómo había hecho para cambiar, si había recuperado a sus hijos.
-        Todavía no, pero antes de morirme lo voy a hacer – decía Frattini, angustiado por sus propios fantasmas, mientras repartía tarjetas del Patronato y les pedía a los internos que aguantaran la condena, y que se acercaran a verlo cuando salieran en libertad.
A aquella primera charla, le siguieron otras en distintos Penales del país. Nunca se hubiera imaginado que podía alegrarse de entrar a una prisión. Y sin embargo, cada vez que entraba a un pabellón y al menos un interno se interesaba en su discurso, sentía que había hecho algo valeroso. Eran tan jóvenes, tenían tanta vida por delante, que no soportaba que la despilfarraran entre joyas y pistolas como había hecho él.
-        Cuiden a su familia – les decía – lo demás no importa nada.

Como cada día al regresar del trabajo, una tarde se sentó junto a Cristina en el patio a tomar unos mates al sol. Estaban planeando irse de viaje con una pareja de amigos, a disfrutar la vida que Frattini nunca había pensado tener.
Y entonces sonó el teléfono.
-        Hola, ¿Carlos Frattini? – preguntó una voz.
-        Ya le paso – dijo Cristina.
Se acercó a él con el teléfono, confundida. Y en voz baja, dijo:
-        Es para vos.
-        Hola – dijo Frattini - ¿quién habla?
-        Papá, soy Ana.
Al ver cómo se le deshacía el rostro en lágrimas, Cristina lo tomó de la mano, para sostenerlo.
-        Anita, ¿cómo estás?
-        Bien… le pedí tu teléfono a la tía…
Frattini trató de hablar, pero tenía la garganta llena de arena.
Cristina lloraba al otro lado de la mesa, tan emocionada como él por aquel llamado. Al fin, se incorporó y se alejó para que él pudiera conversar tranquilo con su hija.
Cuando su mujer lo vio entrar al living, con el rostro sonriente detrás del reguero de lágrimas, lo abrazó.
-        Tengo un nieto – dijo Frattini, tomándose la cabeza y dejándose caer en un sillón.
A aquel primer llamado le siguieron otros.
Cuando se acercaba la fecha de su cumpleaños número setenta, fue él quien llamó a Ana.
-        Quiero invitarte a mi cumpleaños. Quiero verte, a vos y al nene. Pero sólo si vos querés. No puedo obligarte a nada.
-        ¿Cuándo querés que vaya?
Los días previos a la llegada de su hija se le hicieron interminables. Estaba tan feliz como asustado. Sin embargo, al verla bajar del ómnibus que la trajo desde Buenos Aires, Frattini sólo sintió alegría. Sus miedos desaparecieron en el mismo momento en que su nieto le dijo:
-        Feliz cumple, abuelo.
Orgulloso, llevó a su hija y a su nieto a conocer a cada uno de los amigos que había ganado en Neuquén y Cipolletti. Falletti, Hilda López, Beatriz Aranda, sus compañeros del Patronato… todos saludaron a Ana y le hablaron bien de su padre. Frattini nunca se había sentido tan feliz. De a ratos, la abrazaba sin ningún motivo aparente, salvo el de saldar una deuda que lo había carcomido durante años.
Ana permaneció en Cipolletti hasta diez días después de la fiesta de cumpleaños.
Por las tardes, Frattini se sentaba con ella a tomar mate, conversando de todas las cosas de las que nunca había podido conversar. Le contó sus errores, su tristeza, y lo equivocado que había vivido y los pesares que había tenido que soportar Maga. Pero cada vez que preguntaba por Alejandro, cada vez que decía que necesitaba verlo, Ana le respondía lo mismo de siempre:
-        Sigue enojado.
No era para menos. Para Alejandro, él debía ser poco más que una leyenda oscura, un fantasma que había abandonado a su madre y quizá aún, a la distancia, le traía malos recuerdos de noche. Maga nunca había vuelto a encontrar una pareja. Quizá ya no confiara en nadie. 
Ana se marchó pocos días más tarde, dejando en Frattini una sensación de alegría que sólo se ensombrecía cuando pensaba en Alejandro. Al besarla, mientras se despedían, Frattini quiso pedirle perdón. Pero no hizo falta, Ana parecía haberlo olvidado todo.

Días más tarde, al regresar de su trabajo en el Patronato, Cristina salió a recibirlo a la calle. Parecía nerviosa.
-        ¿Qué pasó? – preguntó Frattini, asustado.
Cristina lo abrazó.
-        Te llamó Alejandro – dijo, emocionada.
Frattini entró corriendo a la casa. Al ver el teléfono cortado, gritó:
-        ¿Se cortó?
-        Le dije que estabas trabajando, y le pedí por favor que llamara más tarde.
Frattini se sentó en una silla y no se movió hasta que el teléfono comenzó a sonar.
-     Hola – dijo Frattini, desbordado por sus miedos y sus ilusiones.
-     Soy Alejandro. ¿Quién habla? – dijo una voz seca, cargada de tensiones.
Era la primera vez que oía su voz en veinte años. Y de pronto, no sabía qué decirle.
-     Carlos. Yo soy tu papá.
Al otro lado de la línea se hizo un silencio absoluto. De pronto, Frattini oyó que su hijo chasqueaba la lengua, como si se estuviera arrepintiendo del llamado. En silencio, él rezó para que no le cortara.
-     ¿Cómo estás?
-      Mirá, hay cosas que me gustaría saber… - dijo Alejandro, y parecía enojado.
-     Y bueno, podemos hablar cuando quieras – dijo Frattini.
-     Primero quiero pensar yo. Después, otro día lo llamo.
Y cortó.


Epílogo

En 2010, como cada año, Frattini viajó a Buenos Aires para visitar a sus hermanas. Ahora que el tiempo se había detenido, ahora que sus vidas eran apacibles, serenas, el horizonte se acercaba un poco más con el final de cada día. Y aquel día, Frattini les pidió que lo ayudaran.
-        Estoy viejo, y quiero reconciliarme con Alejandro antes de que sea tarde – dijo, y no mentía.
Sus hermanas se miraron, pero esta vez Frattini ya no descubrió ninguna recriminación en sus ojos cansados. Esta vez, Francisca no tuvo valor para negarle nada. Tomó el teléfono, marcó un número, y al pasarle el tubo a su hermano, dijo:
-        No te prometo nada. Llamalo y que sea lo que Dios quiera.
El teléfono llamó dos, tres veces. Frattini contenía el aliento.
Y al fin lo oyó.
-        Hola.
-        Hola, Alejandro. Soy tu papá.
-        ¿Carlos?
-        Sí – aceptó Frattini, apretando los dientes.
Le hubiera gustado que lo llamara papá. Pero a Alejandro seguramente también le hubiera gustado que estuviera con él durante todos los años en que había estado preso.
-        Estoy en casa de la tía Francisca. Te quiero ver. ¿Puedo?
-        Sí, paso dentro una hora – dijo su hijo.
Y durante una hora, Frattini esperó detrás de la puerta. Lo vio llegar en bicicleta, el pelo rubio largo, los ojos claros escrutando la calle con desconfianza.
Su hermana abrió la puerta y lo invitó a pasar. Alejandro saludó a sus tías con afecto, y después se detuvo frente a Frattini y Cristina.
-        ¿Usted es Carlos, no?
-        Sí – dijo Frattini.
Intentó abrazarlo, pero tuvo que conformarse con estrecharle la mano.
-        Yo soy Cristina. No sabés lo felices que estamos de verte. Sobre todo tu papá – dijo su mujer, mientras Frattini y su hijo se miraban a los ojos por primera vez en sus vidas.
Pronto, sus hermanas y Cristina se marcharon a hacer compras para que pudieran conversar sin interrupciones. Y sin embargo, durante más de veinte minutos ambos permanecieron en silencio.
-        Si estás enojado no puedo culparte. Yo me equivoqué mucho – dijo Frattini.
Alejandro seguía en silencio, pero en sus ojos claros podía notarse la angustia que lo embargaba.
-        No te voy a pedir que me perdones, que te olvides de todo lo que hice. Sólo quiero que me des una oportunidad.
Lentamente, Alejandro se fue soltando. Le habló de sus amigos, de sus sueños, de lo que le gustaría hacer con su vida. Frattini dio gracias a Dios porque sus hijos hubieran tenido una madre como Maga. Sola, ella había logrado convertirlos en buenas personas, dispuestas a luchar por su futuro. Si bien Alejandro lo trataba con recelo, midiendo, analizando cada palabra que su padre decía, algo en sus ojos había cambiado. Frattini podía notarlo en esa especie de sonrisa que se dibujaba en sus labios apretados por el miedo y la furia que se disipaba como una tormenta.
Cuando su mujer y sus hermanas regresaron, Alejandro y Frattini conversaban sobre fútbol. Al verlo tan feliz, Cristina se acercó a él.
-        Alejandro, el día que quieras venir a Cipolletti, te podés quedar en casa – dijo.
-        No lo apures, si todavía ni siquiera me tutea – dijo Frattini, desalentado.
Después, Alejandro se incorporó, diciendo que debía marcharse. Salieron a la calle en silencio. Mientras Alejandro volvía a subirse a su bicicleta, Frattini dijo:
-        ¿Puedo llamarte? ¿Me das permiso?
Alejandro miró el suelo.
-        No estás obligado… - se apuró en decir Frattini, arrepentido por su brusquedad.
Pero su hijo lo miró a los ojos con un resplandor que pareció iluminar la oscuridad de la calle, y dijo:
-        Llamame cuando quieras.
Cuando su hijo se marchó, Frattini supo que había abierto la última puerta de su vida.
Y entonces supo que se había salvado.

 FIN







Agradecimientos




Mi agradecimiento y respeto eterno a toda la gente de la Provincia de Neuquén  que me tendió una mano.
Carlos Frattini



Agradezco a Frattini su confianza, su paciencia, y sobre todo por la valentía que tuvo al contar cada uno de los episodios de su vida. A Jorge Fernández Díaz, por su generosidad, y por haberme acercado desinteresadamente esta increíble historia.
A Ana Rapoport, porque sus comentarios y sus correcciones siempre mejoran mis textos, y ella, mi vida. Y a JRR, por tantas, tantas alegrías.
Alejandro Parisi

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