Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

viernes, 23 de abril de 2021

Adelanto de LOS PÁJAROS NEGROS: Julián.

LOS PÁJAROS NEGROS

Editorial Sudamericana

Mayo 2021





"Guernica. 1937. 

 

Apenas si podía soportar el peso del hacha que tenía en sus manos. Frente a él, Aitor y Mikel, sus hermanos mayores de trece y catorce años, sonreían y señalaban el grueso tronco del roble que habían elegido para que el pequeño Xabier demostrara eso que venía diciendo desde el avance de los nacionales: que ya era grande, que podía sostener un fusil para defender la República.  

El roble era fuerte y debía tener más de ocho metros de altura. Pero Xabier Bengoechea estaba dispuesto a defender su orgullo y demostrarles a sus hermanos que por más que tuviera cinco años podía talar un roble y matar hasta al mismísimo Francisco Franco.

“Si logras talarlo, es porque ya puedes cargar un fusil”, dijo Mikel con la boca llena de nueces, y señaló el árbol. Aitor se mantenía en silencio, fumando el cigarrillo que había logrado robarle a su padre, por la noche, mientras este dormía.  “¿A ver, pequeño aizkolariak, si puedes ser soldado?”, insistió Mikel con la boca abierta, escupiendo nueces y saliva.

Xabier lo miró, desafiante. Con esfuerzo, alzó el hacha y descargó el golpe sobre el roble. El hacha rebotó contra tronco y él cayó de espaldas al suelo, junto con el hacha.

Sus hermanos soltaron una carcajada.

No le importó: se incorporó, volvió a sujetar el hacha y volvió a golpear con ella el tronco. Esta vez, al rebotar, la cabeza del hacha pasó peligrosamente junto a su oreja izquierda, provocándole un pequeño corte.

“Ya, Xabier”, dijo Aitor, “te lastimarás”. Pero su hermano menor estaba otra vez con el hacha en alto. El tercer golpe fue tan contundente que el filo se incrustó en el tronco. Con fuerza, Xabier intentó volver a hacerse con el hacha, que parecía adherida al árbol. Una y otra vez volvió a tirar del mango, sin poder quitarla de allí. “No puedes quitar el hacha y quieres sujetar un fusil”, seguía riéndose Mikel. Aitor lo miró con furia. Nunca había soportado el carácter burlón y altanero de Mikel, que tantos problemas le había causado en la escuela y entre los demás niños del pueblo. Aquello debía ser una lección para Xabier, y no un castigo que lo pusiera en peligro.

Se arrodilló para quedar a la altura de su hermano menor y vio que había comenzado a llorar en silencio. Lo tomó de las manos y lo guió para que las colocara de manera correcta sobre el mango y así pudiera sujetar el hacha con firmeza. En voz baja, le indicó: “Cuando se clava, mueves el mango hacia arriba y hacia abajo para quitarla”. Después se apartó para que lo hiciera solo. Con tres movimientos Xabier logró hacerse con el hacha y se la enseñó a Mikel de manera amenazante. “Leñador de espárragos”, dijo Mikel, “si puedes sacar un dedo de madera me doy por satisfecho”. Y Xabier volvió a intentar.

Una y otra vez.

Con cada golpe sentía que le escocían las palmas de las manos. Pero no se detuvo. No podía darle la razón al vanidoso de Mikel. Siguió golpeando el roble con un esfuerzo sobrehumano, pero en lugar de golpear en el mismo lugar para abrir una brecha en la madera, los golpes erráticos dejaban leves muescas dispersas por el tronco. 

Al rato pudo sentir la tibieza de la sangre en sus manos y vio el hilo de líquido rojo deslizándose sobre el mango del hacha, cayendo sobre el suelo del monte. Esta vez fue el propio Mikel quien le pidió que se detuviera. “Aita nos castigará al ver tus manos”, dijo. Xabier lo miró, desafiante, y volvió a golpear el tronco.

Al fin, Aitor evitó el siguiente golpe sujetando el mango por sobre la cabeza de Xabier, y le quitó el hacha. “Si no puede sostener un fusil, seguro que ha de poder empuñar una pistola, ¿no?”, dijo mirando a Mikel. “Seguro”, respondió Mikel.

Xabier sonrió. Se había ganado el respeto de sus hermanos.

Aitor sacó su pañuelo y le pidió el suyo a Mikel. Le vendó las manos al pequeño y los tres se sentaron a descansar antes de emprender el regreso a casa. Mikel sacó una pequeña bota con vino y, luego de beber un trago, miró a Aitor, que asintió. “Te lo has ganado”, dijo Mikel pasándole la bota a Xabier.

El pequeño se la llevó a los labios y fingió que bebía. Satisfecho, se acostó a la sombra que proyectaba el roble que seguía allí, alto y poderoso.

 Mikel fue el primero en identificar el sonido, que era distinto a todos los que siempre se oían en el monte. Se incorporó y en el horizonte vio la formación de aviones que se acercaba a Guernica desde el sur. “Son los rusos que han venido a ayudarnos”, dijo, gritando. Los tres se pusieron de pie. Desde allí podían ver el puente, la carretera y, a lo lejos, la fábrica de armamento donde trabajaba su padre.

Pronto, Aitor distinguió una bandera roja que se agitaba en la cima de uno de los montes vecinos. Entonces las campanas de todas las iglesias del pueblo comenzaron a repicar, y ellos supieron que estaban en peligro. 

“Los nacionales”, gritó Aitor, tomando el hacha con una mano y la mano de Xabier con la otra. A medida que bajaban del monte, los cuervos negros que se habían mantenido escondidos alzaron su vuelo por sobre los árboles, en aquella cálida tarde de abril de 1937." 

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