Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

viernes, 21 de mayo de 2021

LOS PÁJAROS NEGROS. Fragmento.

 



LOS PÁJAROS NEGROS.

Editorial Sudamericana, 2021.


Fragmento:


"El parque del Hotel Villa Agripina siempre le había parecido un homenaje a aquella burguesía ilustrada que había visto en El Tigre la posibilidad de establecer un nuevo puerto que conectara el Paraná con el mar sin tener que pasar por el puerto de Buenos Aires. Aquel germen de revolución exportadora y federal había sido derrotado demasiado rápido bajo las presiones de la oligarquía porteña. “Pobre Sarmiento”, pensó Balestra mientras empujaba la puerta enrejada y alcanzaba el antiguo parque, ahora apenas un jardín junto a la galería donde unos pocos huéspedes y comensales resistían el frío.

Nadie lo miró. Quizá Lapianna estuviera en el salón interno. Entró y en una esquina apartada del salón, junto a una mesa, vio a un anciano en silla de ruedas. Vestía saco, camisa y pantalón, y tenía los zapatos brillantes apoyados en los pedales de la silla. Cruzaron la mirada para confirmar que, de entre todos los presentes, sólo ellos se estaban buscando entre sí.

Al acercarse a la mesa Balestra comprobó dos cosas: que las ropas de Lapianna eran caras y sobrias, y que el hombre parecía sereno, dueño de la situación, algo que nunca demostraban sus clientes. Se estrecharon la mano incluso antes de comprobar sus nombres. El rostro de Lapianna mostraba arrugas y pecas como certificado de ancianidad, pero sus ojos conservaban la vivacidad de alguien mucho más joven. ¿Cuántos años podía tener? ¿Setenta, ochenta?

¾    Gracias por venir, Balestra – dijo Lapianna en un perfecto castellano salpicado por su lejana infancia italiana.

¾    A usted. Hace años que quiero comer acá y nunca tuve la oportunidad de venir.

¾    De venir con alguien que pague, dirá. Es un lugar precioso. Siéntese.

La franqueza despreocupada del viejo desbarató cualquier posibilidad de que Balestra se enojara.  

¾    Usted es amigo de Anselmito. Un gran chico, como el padre.

¾    Nos conocemos desde hace años.

¾    Sí, me contó. Me dijo que usted trabaja bien, pero que sobre todo es un tipo confiable.

Se callaron ante la presencia de la camarera, o fue su belleza la que les robó las palabras.

¾    Les dejo la carta, caballeros – dijo sonriendo, y se marchó.

¾    Primero pidamos la comida así podemos hablar tranquilos – dijo Lapianna.

Segundo punto a favor del viejo: evitar los rodeos innecesarios. Se dedicaron a mirar el menú.

¾    Lo único que no tengo entre mis víveres es pescado. Así que voy a pedir la pasta rellena de salmón – dijo Balestra.

El viejo sonrió con nostalgia.

¾    Pasta y pescado. Parece mi biografía.

¾    Pensé que usted era pinturero.

¾    Sí, pero también fui un pescador siciliano.

Llamaron a la camarera, pidieron la pasta y coincidieron en que ameritaba un buen vino blanco. Cuando se quedaron solos, Balestra preguntó:

¾    ¿Para qué necesita un detective, Lapianna?

¾    Llámeme Vito.  

¾    Vito.  

El viejo metió una mano en el bolsillo interior del saco para buscar un sobre de cartón color azul que apoyó sobre la mesa. Balestra vio que tenía escrito a mano el nombre y apellido del viejo. Con cuidado, Lapianna retiró una foto del interior y se la tendió a Balestra. En blanco y negro, tres adolescentes se abrazaban delante de una mesa cargada de comida.

Balestra miró al viejo y luego trató de encajar sus rasgos en alguno de los tres rostros. No le costó mucho: Vito Lapianna era el del medio, el más bajo de los tres.

¾    ¿Los otros quiénes son?

¾    El rubio es Samuel Friedman. El mas alto es Javier Bengoechea. Son los dos primeros amigos que hice en Argentina.

¾    ¿Eran de acá?

Por una vez, la sonrisa del viejo mostró la misma vivacidad que sus ojos.

¾    No. Samuel era polaco, pero le decíamos ruso porque era judío. Javier era vasco.  

¾    Tres inmigrantes. Este país está lleno de gente así – dijo Balestra pensando en sí mismo. Devolviéndole la foto, preguntó: - ¿De cuándo es?

Durante unos segundos los ojos y los pensamientos del viejo quedaron prendidos de la imagen en la que se abrazaba con sus dos amigos. Incapaz de atreverse a interrumpir aquel acceso de melancolía, Balestra se concentró en el rostro de Lapianna buscando descifrar las emociones que le despertaba aquella foto: nostalgia y cariño, pero también el detective creyó percibir un dejo de miedo en los ojos del viejo, que por un momento parecían haber perdido la energía. Totalmente absorto en la imagen, con una voz lejana, dijo:

¾    Noviembre de 1951.

 

Eran las únicas dos personas que quedaban en el restaurante. Por primera vez desde que se había sentado a aquella mesa Balestra sintió unas ganas irrefrenables de fumar, pero no quería o no podía moverse. Estaba paralizado por la melancolía que le había dejado el relato de aquel siciliano que, tal vez por proximidad geográfica, contaba tragedias con la habilidad de un griego. “Desde que Dios y Darwin nos echaron del Edén africano, los inmigrantes no paramos de huir y añorar”, pensó Balestra.

Vito Lapianna también se mantenía en silencio, sumido en sus propios recuerdos. Habían compartido hasta la última gota de la primera botella de vino blanco y la segunda, exclusiva propiedad de Balestra, ahora agonizaba en la mesa, donde los platos vacíos habían sido reemplazados por una taza de té de manzanilla que Lapianna bebía poco a poco.  

En ese momento, el encargado del restaurante que, junto con los camareros, llevaba largo rato mirándolos con la esperanza de que se fueran para que ellos pudieran cerrar el local, se acercó a la mesa y les entregó la cuenta.

¾    Disculpen pero tenemos que cerrar.

Con una agilidad repentina, Lapianna sacó la billetera y pagó, dejando una propina suficiente como para asegurarles otros cinco minutos de charla.  

¾    Los recuerdos me llevaron al principio del principio y no pude decirle qué es lo que necesito de usted. Quiero que encuentre a los dos que están conmigo en esa foto. A mis amigos.  

¾    Si es que están vivos.

¾    Haga el intento.

¾    Voy a necesitar saber más cosas de esos dos para poder encontrarlos.

¾    Y se las voy a contar. Pero sepa que a grandes rasgos los tres teníamos una misma historia. Quizá por eso nos hicimos tan amigos. Nos entendíamos porque veníamos arrastrando las mismas miserias. Y entre los tres pudimos olvidarlo, o al menos taparlo con las alegrías que vivimos juntos. Después de que me vine para acá los visité tres veces en Mar del Plata, pero ya no era lo mismo. Y nos dejamos de ver.

¾    ¿Por qué?

¾    Cosas de la vida.

¾    La vida es injusta – sermoneó Balestra.

El viejo sacudió la cabeza levemente.

¾    Sí, pero a veces los injustos somos nosotros – dijo Lapianna conteniendo un bostezo: - Estoy cansado, Balestra. Podemos seguir conversando otro día, si acepta el trabajo.

¾    Lo acepto.

¾    Me dijo Anselmito que usted no tiene una ONG, aunque le confieso que no sé exactamente qué es una ONG – dijo Lapianna con picardía: - Sus honorarios…  

¾    Nada que usted no pueda pagar.

Hartos de la espera, los camareros y camareras comenzaron a colocar las sillas sobre las mesas para que los dos rezagados se dieran por aludidos. Y funcionó. Balestra se incorporó y rodeó la mesa. Estaba a punto de tomar las manijas de la silla de ruedas cuando el viejo reaccionó con violencia, y al apartarse para evitar que él tomara las manijas golpeó la mesa con una rueda y la copa de Balestra cayó derramando el resto del vino, que se deslizó sobre el mantel mojando el sobre y cayendo encima de los pantalones de Lapianna, que soltó un insulto en italiano.

Rápidamente se acercó uno de los camareros con un trapo para ayudarlo a limpiarse mientras Balestra se encargaba de salvar el sobre. Lo abrió cuando Lapianna estaba de espaldas, concentrado en sus finos pantalones, y retiró la foto para que no se manchara con el vino que ya había impregnado el cartón azul. Al hacerlo, junto con la foto salió un pequeño papel que cayó al piso. Se inclinó para recogerlo. Escrita a mano con la misma letra del sobre, la nota decía: “Yo sé lo que hicieron”. Rápido, Balestra la guardó dentro del sobre. Cuando la silla giró, Lapianna se encontró al detective con el sobre mojado en una mano y la foto en la otra.

¾    No se manchó la foto.

¾    Gracias… - dijo el viejo, quitándole ambas cosas. Nervioso, le dijo al camarero: - Disculpenmé por este desastre. – Luego, mirando a Balestra, agregó: - Yo puedo solo. Lo único que le pido es que abra la puerta.

Las manos del viejo se activaron y la silla de ruedas comenzó a andar. Balestra se adelantó, abrió la puerta y juntos salieron al fresco del jardín. Recorrieron el camino de lajas y al llegar a la puerta enrejada tuvieron que esperar que el encargado se acercara con las llaves.

Era una noche estrellada, ideal para navegar por los canales del delta y ordenar la historia que había escuchado y la otra, la que se había visto obligado a recordar. Apenas salieron, se les acercó un hombre alto, moreno, fornido y sonriente como un rottweiler amaestrado.  

¾    Buenas noches.

¾    Es Santiago, mi chofer – dijo el viejo.

¾    Mucho gusto – dijo Balestra, sin lograr que el rottweiler relajara un solo músculo de su rostro sonriente.

En silencio, observó cómo el chofer tomaba las manijas de la silla, la hacía bajar el cordón, rodeaba la camioneta negra 4x4 y, con la delicadeza de una geisha, cargaba el cuerpo gastado de Vito Lapianna para depositarlo en el asiento del acompañante. Cuando cerró la puerta, el viejo bajó la ventanilla y le pidió que se acercara.

¾    ¿Puedo confiar en usted?

¾    Sí – dijo Balestra.

¾    ¿Lo veo mañana?

¾    Pensaba quedarme unos días más en la isla…

Lapianna sacudió una mano para restarle importancia a su apuro.

¾    Puedo esperar. Llámeme cuando vuelva a Buenos Aires y arreglamos para volver a vernos. ¿Quiere que lo acerque a algún lado?

¾    No, tengo la lancha ahí enfrente.

¾    ¿Vino en lancha? – dijo el viejo, entre el asombro y la envidia.

¾    Sí.  

¾    ¿Está bien pintada?

¾    Un poco peor que la de su padre.

La risa del viejo fue sincera.

¾    Yo le voy a regalar pintura para que le quede linda. Buenas noches – dijo Lapianna, y lo despidió con un gesto, al tiempo que cerraba la ventanilla.

Balestra encendió un cigarrillo mientras el rottweiler se ponía al volante y arrancaba la camioneta en dirección a la autopista que los llevaría de regreso a Buenos Aires.

Cuando llegó al lugar donde había amarrado la lancha Balestra ya había sacado sus primeras conclusiones. Alguien estaba extorsionando al viejo. Alguien le había enviado aquella foto aunque él lo ocultara. Y lo mas importante: alguien sabía que esos tres adolescentes que habían sido Lapiana, Bengochea y Friedman habían hecho algo que justificaba la extorsión." 


1 comentario:

  1. Magnifica historia!! De esas que que no se pueden largar aunque las termines de leer. Gracias!

    ResponderBorrar