La
caja
El tractor avanzaba desde el fondo
del corralón con la pala cargada de arena. Con una mano sobre el volante y la
otra bamboleando el cigarrillo, mi viejo manejaba aquel monstruo con una
facilidad asombrosa. Lo vi acercarse aplastando el callejón de ripio que unía
el fondo del galpón con la calle. Sus ruedas delanteras doblaban mi altura y el
rugido del motor era poderoso como el de un enorme dinosaurio. Si me
pisaba, nadie podría oír el ruido de mis
huesos al quebrarse. Y sin embargo no podía moverme: me quedé parado en la boca
del túnel hasta último momento, con una valentía infantil y arrogante, sabiendo
que mi viejo sería incapaz de pisarme con el tractor que manejaba.
Al fin, cuando la pala estaba a
menos de dos metros de distancia, hice un pique corto pateando la pelota y el
tractor pasó junto a mí soltando el humo del caño de escape y del cigarrillo, que parecían ser parte de una misma cosa. Lo vi doblar y dirigirse hacia el viejo camión que esperaba junto a
la vereda. Las manos de mi viejo se movieron para accionar los mecanismos de la
pala. Entonces, sobre la caja del Chevrolet 46 cayó una lluvia de arena que lo
sacudió con violencia. Mi abuelo lo había comprado hacía veinte años. Como una pieza de museo incapaz de cumplir su destino, el camión seguía cargando materiales
sobre las chapas carcomidas por el óxido y esas luces rotas que miraban la calle como ojos cerrados, cansados de tanto ver.
El tractor se alejó, y la boca oscura del
corralón volvió a tragárselo. Mi viejo tendría que hacer otros cuatro viajes
para llenar la caja del camión, pero yo no tenía tiempo para esperarlo. Había
pasado todo el día practicando la bicicleta, corriendo por la cuadra con la
pelota al pie e intentando un movimiento antinatural con mis piernas, que debía
terminar pasando la pelota por sobre mi cabeza, de atrás para adelante. Estaba
a punto de realizar el enésimo intento cuando la vi acercándose desde la
esquina.
Mi abuela caminaba con dificultad,
cargada con una inmensa caja de cartón que parecía a punto de enterrarla en la
vereda. EEUU. El sello de la caja prometía las sorpresas más increíbles que
podían pasar en aquella cuadra de Buenos Aires. En lugar de intentar la
bicicleta, seguí corriendo. Pasé frente a la puerta del corralón, luego frente
a la pala que volvía a emerger del túnel, y me detuve junto a ella. Saludé a mi
abuela y ella dijo algo en siciliano. Cuando estaba enojada siempre hablaba en
siciliano.
Llamé a mi abuelo con un grito y le
respondí a mi abuela que no, que todavía no había almorzado. Rápido, mi abuelo
salió de detrás del mostrador con la gorra calada sobre sus ojos claros,
cubriéndole la frente ancha llena de arrugas. A pesar del apuro, sus piernas
cortas demoraron varios segundos en llevarlo hasta donde la abuela se
tambaleaba. Intentó besarla, pero ella le gritó que no perdiera el tiempo en
idioteces. Entonces el abuelo sostuvo la caja con sus manos anchas, demasiado
anchas para su pequeño cuerpo, y con los dedos más gordos que vi en mi vida.
Unos dedos ásperos de campesino que nunca acariciaban, pero que al tocarte te
hacían olvidar todos los problemas.
Mientras el abuelo cargaba la caja
hasta la puerta de su casa, la abuela iba detrás insultando al colectivero que
había tardado más de la cuenta en realizar el viaje Lomas del Mirador – Retiro,
que de por sí ya era largo, casi tan largo como el viaje que había realizado
aquella caja. Antes de entrar, el abuelo miró la escalera que él mismo había construido. Cada vez se le hacía
más alta, como si los escalones se reprodujeran con el paso de los años.
Mientras se debatía entre tirar la caja y soportar los gritos de su
mujer, o subir la escalera y soportar sus rodillas reumáticas, acorralé a la
abuela contra la pared y la pregunté lo más importante.
Sí, la caja la había mandado su
hermana desde New York. Como ocurría cada tres meses, el prodigio estaba punto
de manifestarse.
Comencé a subir detrás de abuelo,
que al oír mis pisadas se volvió y dijo sólo dos palabras: los precios. Además
de atender a los clientes y anotar los pedidos, una de las obligaciones que
tenía a mis nueve años era actualizar la planilla de precios, que por entonces
cambiaban dos veces al día. Miré a mi abuela buscando que me defendiera,
pero ella sólo tenía ojos e insultos para las huellas de cemento que el abuelo
iba tatuando en los escalones de granito rosado encerados de la
escalera.
Entré al corralón derrotado,
sabiendo que cuando subiera la caja ya estaría abierta y el botín, dividido
entre todos mis primos. Acaricié al perro atado y me senté en la silla alta que
me permitía acodarme sobre el mostrador. Tomé el listado de precios, y comencé
mi trabajo. Desde hacía un tiempo, mi viejo me había dicho que escribiera los
números con lápiz para no gastar tantas hojas. Tomé la planilla y comencé a
modificar los valores. Desde el fondo llegaba el rugido del tractor. Mi viejo
estaría acomodando la arena en una montaña inalcanzable, húmeda, vedada para
los juegos.
Cuando el abuelo volvió a bajar, la
planilla ya estaba actualizada. Adiviné una sonrisa de orgullo en su gesto
inconmovible, y eso me animó a intentar escapar hacia las escaleras que
conducían a su casa y a la caja. Pero el abuelo parecía querer seguir
alimentando su orgullo, porque me dio nuevas tareas. Me gustaba que me diera
tareas. Me hacía sentir importante, como si mi presencia fuera fundamental para
el funcionamiento de aquella orquesta de materiales, tractores y camiones. Sin
embargo aquel día era distinto: ningún trabajo podía ser mejor que aquella caja
marrón, con sellos y estampillas, tan nítidos en mi recuerdo que podía verlos
con los ojos cerrados.
Le sostuve la mirada al abuelo
durante unos segundos, unos pocos segundos, hasta que encendió un cigarrillo y
con él señaló el fondo del corralón, y mi destino.
Dos horas después, mientras
ordenaba los azulejos que nadie había comprado en los siglos que llevaban
amontonados y sucios en la estantería, el sonido de la cortina de metal anunció
el fin del toque de queda. Le grité a mi viejo que me iba a lo de la abuela y
salí corriendo, provocando una polvareda de cemento que me acompañó durante
todos los escalones. Mi abuela estaba en la cocina, revolviendo una olla. Le
pregunté qué había encontrado en la caja, pero ella alzó las cejas y señaló la
puerta que conducía al living. Sobre la mesa, enorme, sellada cerrada a cal y
canto, estaba la caja. Comencé a caminar hacia ella, pero antes de que pudiera
alcanzarla la abuela me sujetó por detrás y me condujo hacia el patio.
Siempre que cerraba el corralón, el
abuelo debía ir al lavadero que había en el patio para enjuagarse los brazos,
las manos y la cara con el jabón color azul que la abuela usaba para lavar la
ropa. Los sábados, cuando no iba a la escuela y me convertía en un corralonero
más, yo debía hacer lo mismo. Así que fui al lavadero y abrí las canillas, me froté
con el jabón y me quité la espuma. No me sequé. Ya había perdido demasiado
tiempo.
Salí tan apurado que me choqué con
el abuelo. Pude escuchar un insulto siciliano cargado de vocales. Mientras me
metía en la casa lo vi tambalearse en cuclillas, con una hoja de albahaca
detrás de la oreja, junto a la maceta donde cultivaba los perfumes de su
infancia.
Mi abuela me
esperaba junto a la caja cerrada en el centro del living.
Me tendió una tijera y comencé a
rasgar los largos metros de cinta adhesiva que sus hermanas habían gastado por
miedo a que los empleados de la aduana intentaran robar los tesoros que ellas
enviaban a través del océano. Como siempre, la caja estaba llena. No quedaba un
centímetro cuadrado que no estuviera ocupado por regalos. Lo primero que vi fue
un manojo de cartas ensobradas y un montón de fotos dentro de una bolsa: fotos
de Disneylandia, de veredas cubiertas de nieve, de pizzerías, de las tías
posando junto a sus plantas de tomate y unos zapallos que mi abuela llamaba
“cucuzzas” y que medían más de un metro de largo. Le entregué las fotos a la
abuela, que ya había comenzado a lagrimear, y continué vaciando la caja con la
esperanza de un buscador de oro. Retiré los panes que las tías habían cocinado
hacía ya un mes, y que ahora eran una masa mohosa que despedía un olor
insoportable. Siempre llegaban podridos, y estaba seguro de que la abuela les
diría a sus hermanas que los panes habían llegado en perfectas condiciones,
como siempre.
Dejé la bolsa sobre la mesa y
continué excavando. Remeras de talles gigantescos o demasiado pequeños, chicles de menta con forma de "Curita",
bombones derretidos, lápices, papel de carta. Sólo me detuve al ver una
lapicera con una mujer voluptuosa vestida de negro que, al girarla, mágicamente quedaba en ropa interior. Me la guardé en un bolsillo. En la escuela, esa
lapicera podía valer una semana de alfajores gratis. Pero yo buscaba otra cosa. De modo que seguí escarbando en busca
de lo imposible, lo maravilloso que EEUU guardaba para mí.
Pero al llegar al fondo de la caja
sólo encontré una bolsa con zapatos. Un par de botas amarillas demasiado
abrigadas, con el interior revestido en esa lana llamada “corderito” que cubría
el interior de una campera que me habían comprado ese último invierno. ¿Quién podía
usar esas botas? Las arrojé con la violencia del desencanto. Incapaz de
contenerse, la abuela me tiró del cabello, diciendo que los regalos no se
tiraban. Dijo que eran botas para la nieve. Estaba a punto de decirle que acá
nunca caía nieve pero entonces los vi.
Negros.
Perfectos.
Los botines que siempre había
soñado.
Antes de que la abuela pudiera
decir algo, tomé los botines y me lancé hacia el patio, en busca de la escalera
que unía su casa con la mía. Crucé mi terraza, bajé la escalera que daba a mi
patio, saludé a mi mamá, a mi papá y a mi hermano que almorzaban en silencio,
mirando “El hombre del rifle” en la tele en la cocina. Pude oler el sabor del
pollo y las papas. Vi dos caras de reproche y una llena de papilla. Pero eso
tampoco me detuvo. Crucé el living con los botines abrazados contra el pecho y
entré a mi cuarto.
Cerré la puerta.
Me senté en el piso.
Coloqué los botines sobre mi cama.
Eran negros, con tres rayas
blancas. Los tapones de plástico estaban algo gastados, pero muy limpios. Los
acaricié, lento, pasándoles tan solo un dedo. Entonces me quité
mis zapatillas sucias y me los probé con cuidado. Debían ser cuatro números más
grande del que yo calzaba. Pero no me importaba. Al caminar podía oír aquella
hermosa música que sólo se escucha cuando botines caminan sobre el cemento.
Clap clap clap.
Me los quité con suavidad y volví a
colocarlos sobre la cama. Me arrodillé frente a ellos, sin parpadear, sin poder
dejar mirarlos. Ni siquiera aparté la vista cuando oí que la cortina del corralón volvía levantarse. Esa tarde, los precios tuvo que cambiarlos el abuelo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario