A Joaquín Daniel
Nos juntamos un sábado al mediodía. El horario no ayudaba, pero era
el único momento de la semana en el que coincidíamos todos.
A mí me había invitado Marcelo, un amigo al que conocí trabajando en
un restaurante poco después de llegar a Barcelona. Desde entonces habían pasado
unos años, y Marcelo había dejado de ser camarero para convertirse en actor,
trabajaba en la radio y hacía un montón de actividades “artísticas”. Entre
ellas jugar al fútbol. Él mismo decidió organizar el partido llamando a todos
sus conocidos, más por una necesidad terapéutica que futbolística: en seis
meses, se había salvado de una sobredosis para hundirse en esa depresión de la
que ahora intentaba salir a base de teatro y fútbol.
Ese sábado me vestí como lo hacía a los once años, la misma
dedicación para colocarme dos pares de medias, el short, los botines y, antes
de salir, darle una última mirada al espejo. La cancha estaba a dos cuadras de
mi casa, y formaba parte del predio de una antigua fábrica textil convertida en
Escuela Industrial. Ese mediodía, en la cancha profesional dos equipos de
adolescentes incansables se disputaban la pelota a cielo abierto. Al pasar
frente a la troupe de suplentes que hacían la entrada en calor me sentí un idiota,
con mi barba, mis anteojos y mi traje de jugador pasado de moda.
Y en verdad hacía tiempo que no jugaba. Al principio, y sólo a
través de los pocos amigos y amigos de amigos que hasta entonces tenía en
Barcelona, había intentado sumarme a varios grupos pero duré poco en todos
lados: no soportaba jugar con gente que paraba un contraataque porque alguien
se caída al suelo (el fair play
europeo no tenía límites) y que se ponía de acuerdo durante la semana, vía mail,
para que un equipo llevara camisetas negras y el otro blancas, cuando bien
podíamos jugar unos con remeras y otros en cuero. Al fin, dejé de jugar. Tampoco
era cuestión de negar mis valores y ser un asimilado, aunque acepto que dejar
de jugar me provocó una enorme tristeza. De alguna manera, la falta de un grupo
fijo para jugar al fútbol era un espejo exacto de mi situación general de
emigrado. No es de extrañar que la invitación de Marcelo me llenara de
esperanza y desconfianza, todo al mismo tiempo.
Apuré el paso, lo cual no era sencillo: al no usarlos desde hacía
tiempo, los botines me daban la sensación de caminar sobre cáscaras de huevo.
Dejé la cancha profesional, crucé el complejo de vestuarios y, más allá, vacía,
el sol rebotando en el cemento alisado, encontré la cancha de fútbol cinco.
Supuse que Marcelo sería el último en llegar, como cuando
trabajábamos en el restaurante y siempre se quedaba dormido porque había salido
la noche anterior. Sin embargo Marcelo estaba ahí, apoyado en su bicicleta.
Hablaba con un moreno, cien por ciento latinoamericano, que llevaba una remera
de un equipo que bien podía ser boliviano como noruego. Los saludé. Marcelo me
presentó como un músico que por ahora trabajaba de camarero. Lo que no dijo, y
en su momento agradecí mucho, fue que ese “por ahora” ya llevaba más de siete
años. El otro era un mexicano del D.F. que estaba haciendo un postgrado en
Ciencias Audiovisuales. A continuación, comenzó a llegar el resto de los
jugadores: un ecuatoriano, un marroquí, un venezolano, argentinos, chilenos… y
un brasileño que, me dijeron, estaba siempre ahí pateando su propia pelota, a
la espera de que a algún equipo le faltara uno para poder seguir jugando.
Nos dividimos en dos equipos, y con mis compañeros nos presentamos
con nombres que olvidamos en ese mismo momento. Después de una discusión de
rivales generosos, los contrarios aceptaron que les cedamos el saque. Al fin
llegó la hora de la verdad, y cuando empezamos el sol brillaba en lo más alto. Una
jugada me bastó para saber dónde estaba: uno de mi equipo intentó tirar un caño,
un contrario le dio patada a la rodilla, recuperó la pelota y le puso un pase
en profundidad a un delantero, que definió de taco. Tres humillaciones en la
misma jugada. Puro fútbol.
Volví a casa con una sonrisa de niño realizado que mi mujer no pudo
comprender. Entre los calambres y la insolación, al día siguiente me dolía todo
el cuerpo. Pero no dije nada con tal de evitar el humillante “¿y para que vas a
jugar si después no te podés mover?”.
Destruido físicamente, sí, pero con el honor intacto, el sábado
siguiente llegué antes que el resto (sin contar al brasileño, claro, que estaba
en la cancha desde las diez de la mañana sin haber conseguido participar en un
solo partido). A medida que llegaban los demás, cada uno con la camiseta de su
equipo, comentamos los resultados del Colo Colo chileno, de Boca, River y
Racing, de los Pumas de México, del Emelec, del Gremio de Porto Alegre… Sin
embargo todos teníamos algo del Barça: un par de medias, un llavero, un gorro, miles
de modelos distintos de la camiseta azulgrana que llevábamos para sentirnos
parte de algo más cercano como el F. C. Barcelona, un equipo ajeno, pero tan poderoso como para comprar a los
mejores jugadores de todos nuestros países y ponerlos en el mismo campo de
juego.
Si durante la semana nos indignábamos por las críticas de los
diarios deportivos de España, dedicábamos la charla previa a nuestro partido a justificar
a aquellos jugadores de nuestra tierra, consagrados o fracasados en las
distintas Ligas de Europa. Con la distancia que otorga el tiempo, supongo que
eso era mucho más que un reflejo infantil: ¿acaso nosotros no habíamos
abandonado también nuestros países con el sueño de triunfar en Europa?
Mientras jugábamos, como no recordábamos el nombre pero sí su nacionalidad,
llamábamos a nuestros compañeros de equipo por el nombre de algún jugador más o
menos famoso de su país, aunque al marroquí fue imposible ponerle un nombre.
En aquella cancha de la Escuela Industrial
sólo se hablaba de fútbol, y el que menos hablaba era Kavieres, el ecuatoriano.
Cada vez que trataba de hacerlo, mexicanos, brasileños, argentinos, y hasta el
marroquí (su equipo acababa de ganar la
Copa de África), nos burlábamos de él diciendo que su
selección era la peor de América Latina, lo cual no era cierto.
Ni siquiera tienen imaginación
para inventar una camiseta, que copian la nuestra - dijo un colombiano.
Como Racing – dijo uno con la remera
de Independiente.
Ecuador es pasión, ustedes no
entienden – decía siempre Kavieres, y era el pie que necesitaba otro hincha de
Boca para empezar hablar de La 12, de las banderas y los bombos, de eso que “la Bombonera no tiembla,
late”, y…
Y nadie lo escuchaba, porque todos ocupábamos la cancha y empezábamos
a jugar. No había tiempo que perder: hay que entenderlo, ese era el único
momento de la semana en que uno podía vivir el fútbol, su mismo fútbol, ese que
se jugaba en el lugar en que habíamos nacido. Salvo el marroquí, los demás nos
habíamos criado en las ciudades, estudiando inglés, computación y un montón de
cosas que nos habían mantenido ocupados y fuera de la calle. Sin embargo todos
sentíamos nostalgia de ese potrero que nunca habíamos pisado pero que
simbolizaba eso que supuestamente nos definía.
Durante la semana, Marcelo se encargaba de reservar la cancha y
llamarnos a todos para recordarnos el partido. Gracias a él, el grupo se fue
consolidando un poco más cada sábado. Y así, de uno en uno todos fuimos
comprándonos botines, medias y remeras con la ilusión de seguir jugando y, de
paso, disfrutar que habíamos alcanzado cierta estabilidad económica. A veces
venía tanta gente que debíamos formar tres o cuatro equipos. Poco a poco, mi
cuerpo fue recordando antiguos reflejos, saltos, giros y movimientos mucho más
arriesgados que llevar una bandeja o agacharme para encender la computadora. Cubierto
de sudor, festejaba los goles como un desquiciado, feliz. Si bien Marcelo era
el único que oficialmente jugaba como parte de un plan terapéutico, a mí los
partidos de los sábados me producía el mismo placer tranquilizador que una
clase de yoga o un curso de origami. Ahí podía hacer de todo, desde tirar el
caño imposible hasta pelearse con los que jugaban antes porque nunca entregaban
la cancha en hora; un lugar donde podía sacar lo peor de mí sin que nadie se
sintiera ofendido: la posibilidad de realizarme y salvar todas mis
frustraciones frustrando a los demás con la pelota.
Hacia fin de año, la Federación
Catalana de Fútbol organizó un partido entre Catalunya y un
rival a confirmar. Aunque la Federación Catalana dependía de la Federación Española,
cada vez que jugaba la selección de España en Catalunya los únicos que
mirábamos el partido éramos los inmigrantes.
Al fin, establecieron una fecha para el partido, y el rival de
Catalunya resultó ser el menos esperado. El sábado siguiente el ecuatoriano estaba
vestido de amarillo de pies a cabezas: medias, short, remera con el número 10
en la espalda y una bandera tricolor a modo de capa entre los hombros y el
sombrero, también amarillo.
Arriba Ecuador – nos gritó desde
la puerta.
Los invitan porque a ustedes
les pueden ganar hasta los catalanes… - dijo el brasileño.
Lo que digas, hermano. Pero
viene mi Ecuador a jugar a Barcelona.
Con la emoción, había traído a otros tres ecuatorianos que querían
jugar al fútbol. Ese mediodía Kavieres jugó mejor que otras veces, e incluso,
en un contragolpe a favor de su equipo, se animó a tirar una bicicleta, pero el
brasileño le robó la pelota y, después de meter un gol de mitad de cancha, se
lo gritó en la cara.
Pasaron las semanas. Como parte de su recuperación, además de jugar
Marcelo también salía a correr día por medio. Su estado atlético era
inigualable: no era muy hábil con la pelota en los pies, pero era el más rápido
de todos. Mientras, Kavieres iba reclutando gente para el gran partido. Decía
que sus hermanas estaban cocinando comida ecuatoriana para ese día, que sus
primos vendrían de Madrid y Bilbao para ir a la cancha…
En los días previos al partido, de camino al trabajo podía ver decenas
de camisetas amarillas por las calles de Barcelona. De pronto empecé a sentir
envidia de Kavieres: a mí también me hubiera gustado ver las Ramblas llenas de
remeras argentinas.
Ese sábado, después de haberse errado muchos goles y haber metido
uno de rebote, Marcelo repartió entradas para la obra en la que estaba
trabajando por entonces. Al otro día era el partido de Ecuador. Esa noche, en
un pequeño teatro del Borne, para mi sorpresa y la de muchos, descubrí que
Marcelo tenía el don de la actuación. Histriónico, seductor, captaba la atención
de todos los espectadores. Entre tantos giros y caídas, su vida al fin parecía
haber encontrado el rumbo.
Después de la obra, todos pasamos al bar del teatro. Inmediatamente,
se armó una ronda con el grupo de fútbol. Para mi sorpresa había ido la mayoría
de los chicos, aunque no sé si tendría que haberme sorprendido porque con tan
pocos amigos en la ciudad ninguno teníamos mucho que hacer. Nos saludamos con
gestos, incómodos al vernos con pantalón largo, en un teatro y con una copa de
vino en lugar de un Gatorade.
Noté que, de civil, entre ellos se llamaban por sus verdaderos nombres
(que yo no recordaba). Sin la presión del entorno ya no necesitáramos hablar de
fútbol, y así, tímidamente, fuimos hablando de otras cosas. En breves minutos,
conocí retazos de la historia de los otros, cómo habían llegado y hasta cuándo pensaban
quedarse. Nadie contaba cómo le iba, sólo las diferencias y las nostalgias de esa
tierra que poco se parecía a Barcelona. El peruano era médico, el de River
telemarketer, el de Independiente se había exiliado con sus padres hacía ya
mucho tiempo, y era traductor.
Joao, el brasileño, que era plomero, invitó una ronda de tragos.
Hoy ha nacido mi sobrino, el
hijo de mi hermana. Es el segundo que tiene y todavía no pude conocerlos.
Todos miramos el piso. Nadie se animó a hablar, sólo Kavieres:
Felicidades, tío.
Aunque faltaban 14 horas para el partido de Ecuador, él ya tenía un
pedo suficiente para alentar a toda América Latina.
Che, mañana es el partido, che
boludo… - dijo.
Vos estás convencido de que
nosotros ponemos el che en todos lados y hablamos con acento italiano, ¿no?
Sí, che boludo… Un amigo del
consulado me regaló tickets para el juego… ¿quieren venir?
Yo solo hincho por Argentina –
dijo el de River, que se llamaba Agustín.
Escudados en ese repentino nacionalismo que ocultaba toda nuestra
envidia, los demás también rechazamos las entradas.
Marcelo se acercó desde el escenario, el público lo felicitaba al
pasar. Cuando llegó, Kavieres le apoyó
una mano en uno de sus hombros y dijo:
Ey, Tom Cruise, ¿quieres venir
conmigo al juego de mañana?
Sí, claro – dijo Marcelo.
Te espero a las seis en Plaza
Catalunya.
¿El partido no es a las nueve?
Sí, pero con el pico seco no se
puede alentar a nadie.
Al día siguiente me desperté con un tremendo dolor de cabeza. A
medida que pasan los años, la próxima resaca siempre es la peor. Mi mujer había
viajado a Treviso a visitar a una amiga, y yo estaba solo sin nada que hacer. De
chico, odiaba que mis padres me despertaran para comer los fideos del domingo
pocas horas después de haber vomitado el vino del sábado. Pero ahora extrañaba
todo eso, los ruidos de la casa, los gritos, la cocina con las cuatro hornallas
encendidas.
La heladera estaba vacía, si quería almorzar tenía que salir de casa.
Afuera sólo se veían manchas color pastel: familias con hijos únicos, todos tan
bien vestidos como para almorzar con el Rey, se lanzaban a los restaurantes para
escaparle a la intimidad de sus casas.
En el supermercado de la esquina, el paquistaní soportaba el domingo
retando a su hijo, un niño de nueve años que se resistía a aprender el oficio. De
regreso a casa, al pasar frente a la puerta del locutorio me encontré con Joao.
Sabía que vivía en el barrio, pero era la primera vez que lo encontraba en la
calle.
Vine a llamar a mi madre. A ver
como anda el sobrino…
¿Todo bien? – pregunté.
Sí…
Su cara de tristeza me sugirió que debía saltearme la ronda de
llamados: por alguna razón, los domingos por la tarde llamaba a Buenos Aires para
saludar a amigos y familiares. Pero aún me quedaba el día por delante y ya
estaba deprimido, así que decidí que no estaba para hablar con nadie.
Al que sí llamé fue a Marcelo.
Che, estoy al pedo… ¿qué vas a
hacer? – dije con ansiedad.
Voy a la cancha con la comunidad
ecuatoriana.
Dale, en serio…
En serio, ya arreglé con
Kavieres. Los demás no quieren ir… pero vos venís, ¿no?
No… no sé.
Dale, a las seis en Plaza
Catalunya.
Juntémonos antes… ¿estás
haciendo algo?
Estoy disfrazado de payaso en
un shopping, inflando globos como un pelotudo, esperá… toma el perrito, guapa…
te dejo. Cuando termino acá, paso por el teatro y me voy a la plaza. Nos vemos ahí.
Pará, no sé si voy...
A las seis ya me había tomado cinco latas de cerveza y estaba
acostado en el sillón, la tele encendida en cualquier canal y yo acurrucado
como un feto. Desde afuera llegó el sonido de una radio que pasaba salsa,
cumbia o algo parecido. Cuando logré levantarme y asomarme al balcón, las tres
camisetas de Ecuador doblaron la esquina.
¿Qué otra cosa podía hacer? Fui a mi placar y no encontré ninguna
remera amarilla. En cambio, la remera de Boca estaba lavada y doblada en un
estante. Lo pensé un segundo, y me la puse. ¿Acaso la bandera de Ecuador no tenía
azul y amarillo?
De pronto, me recorrió ese hormigueo futbolero previo al partido,
algo infantil, sí, pero tan hermoso. Mi casa estaba a quince cuadras de la Plaza Catalunya, y las caminé en menos de diez minutos.
Me gustaba el punto de encuentro: en Barcelona, Plaza de Catalunya
era lo más parecido al Obelisco. Ahí se reúne la gente para festejar, para participar
de las ferias, recitales, manifestaciones. Sin embargo la ciudad continuaba
como si nada, desierta como todos los domingos: las calles no mostraban ninguna
evidencia de ningún partido de fútbol. Los ecuatorianos, en cambio, eran cientos
y estaban desparramados en grupos a lo largo y ancho de toda la Plaza.
Kavieres me recibió con gestos de anfitrión, como si él mismo
hubiera organizado el partido y Plaza Catalunya fuera el living de su casa. En
pocos segundos me consiguió una lata de cerveza y un cigarrillo. Para mi
sorpresa y la de Kavieres, poco a poco fueron llegando los demás chicos del
fútbol. Aunque todos habíamos rechazado la primera invitación al partido, ninguno
de nosotros dio más explicaciones que “estaba aburrido o no sabía qué hacer”.
Igual Kavieres nos abrazó a todos con efusividad, casi con agradecimiento.
De pronto, desde el Café Zurich llegaron aplausos y carcajadas. Entonces
lo vi: vestido de amarillo de pies a cabeza, Marcelo saludaba a los turistas y
posaba para sus cámaras. Un grupo de niños pequeños, uniformados con trajecitos
ingleses, pidieron sacarse una foto con el simpático latinoamericano vestido de
canario.
Se lo señalé a Kavieres, que al verlo se quedó con la boca abierta y
los ojos incrédulos.
Hijoeputa el cabrón - dijo.
Marcelo se acercaba a los gritos.
Vamos, vamoooos, Ecuado-or…
-cantaba mientras extendía los brazos para mostrarnos las plumas azules y
amarillas de las alas de su disfraz amarillo.
Un éxito, mi traje. Lo voy a
usar en mi próximo show.
Los demás ecuatorianos se acercaron.
¿De qué te disfrazaste? –
pregunté.
Vos no entendés nada – me dijo
Marcelo.
Después, mirando a Kavieres con complicidad, agregó:
Cuando vi el traje en el
teatro, me acordé que ustedes tienen un barrabrava que se disfraza de águila y
hace como que vuela y así levanta a la hinchada para que cante...
Hubo un silencio.
Eso lo hacen los colombianos – le
dijo Kavieres, serio.
Marcelo dudó un momento. Lo miraban mil ojos ecuatorianos.
Es lo mismo… yo soy el Águila
Ecuatoriana – dijo y entonces, sacudiendo su mano derecha, empezó a gritar: -
E-cua-dor, E-cua-dor.
Y todos, por solidaridad o agradecimiento, todos nos sumamos a sus
gritos.
Marcelo era así: si se drogaba caía en una sobredosis, si iba a la
cancha se convertía en barrabrava... un extremista polifacético.
La entrada al Camp Nou fue demasiado tranquila, el público que se
esperaba podía caber tan sólo en la primera bandeja de tribunas, lo que nos
aseguraba buena visión y un panorama deprimente. Poca gente, pero mucho ruido: los ecuatorianos habían
traído un sexteto de trompetas que guiaba eso inentendible que cantaban todos.
Ocupamos nuestros asientos. El césped relucía como un tablero de
billar. El que inventó la frase debe haber visto esa cancha: enorme, las
tribunas como monumentos cercando el cielo, en lo alto, silenciadas por la
ausencia de los setenta mil espectadores que faltaban.
A mi alrededor, los ecuatorianos cantaban sin cesar. En la tribuna
local, un grupo de catalanes agitaba una bandera roja y amarilla con la
inscripción “Visça Catalunya. Viva la terra lliure”.
A falta de cerveza… - dijo el
mexicano mientras encendía un porro - ¿Si no venden cerveza como quieres que
canten?
Acepté una calada del porro, y me sorprendí al ver que Marcelo lo
rechazaba.
Me estoy rehabilitando – dijo y, luego de dudar un momento, me quitó el
porro de la mano y agregó: - Pero tampoco soy un Hare Krishna… y en la cancha
se fuma, ¿no?
Fumó una calada larguísima, y luego se lo pasó al mexicano.
Allá venden cerveza en las
canchas, ¿no?
Pues claro, güey…
Mira a los catalanes, están
todos sentados – dijo Kavieres señalando la tribuna de enfrente.
Son unos amargos – dijo
Marcelo, y comenzó a cantar: - El que no salta es un europeo, el que no salta
es un europeo…
Y todos, hasta los que estábamos tramitando la nacionalidad
española, todos empezamos a saltar.
Cuando los dos equipos salieron al césped se escucharon explosiones
y unos fuegos de artificio que desde allí no pudimos ver. Todos cantaban. Y,
poco a poco, yo también empecé a cantar.
El partido, como me imaginaba, resultó ser tan aburrido como cualquier
amistoso. La emoción estaba en las tribunas, mejor dicho en la tribuna
ecuatoriana: Kavieres repartía comida típica, las mujeres bailaban al ritmo de
las trompetas, y Marcelo, unido a la baranda apenas por un cinturón, se agitaba
en el aire cantando con las alas extendidas.
Catalunya metió un gol justo antes de que terminara la primera parte.
El entretiempo nos encontró retraídos, algo tristes, sin poder hablar. Los
siguientes minutos pasaron lentamente. Al minuto treinta y seis del segundo
tiempo, Ecuador empató con un cabezazo a la salida de un corner.
Joao, con los ojos llenos de lágrimas, me abrazó diciendo:
Hala, que lo ganamos.
A lo Boca – dije.
Hinchada, hinchada hay una
sola, hinchada es la de Ecuador y las demás se quedan solas… - cantaba Marcelo
en el aire, agarrándose al cinturón con una mano e incitando a la hinchada con
la otra, mientras saltaba con los pies juntos sobre la baranda.
En el tiempo suplementario hubo un tiro libre a favor de Ecuador al
borde del área catalana. Se armó la barrera. Mientras el jugador ecuatoriano
corría para patear, todos guardamos silencio. Qué silencio.
Sin dudas fue uno de los goles que más grité en mi vida, y a Marcelo
casi le cuesta su nueva vida de Águila Ecuatoriana. Nos abrazamos todos, como
en una película yanqui con extras latinos que se abrazan. Ahí estábamos, felices
por aquel gol sobre la hora que le había dado la victoria a Ecuador.
El sábado siguiente amaneció nublado, frío, y a media mañana comenzó
a llover. Era la primera vez que llovía a la hora de nuestro partido. Me sentí
inquieto. Yo quería ir a jugar, pero con ese frío…
Desde el balcón, otra vez volví escuchar la voz de la razón encarnada
en mi mujer:
¿A dónde vas a ir con este
tiempo? Volvé a la cama y traé la tele…
Al fin, decidí pedirle consejo a Marcelo que, luego de convertirse
en el jefe de la hinchada de Ecuador, para todos nosotros había convertido en
nuestro gurú. Como me imaginaba la respuesta (era imposible que él suspendiera el partido por una simple llovizna),
sentí que llamarlo para hacerle semejante pregunta era como traicionar no sólo
a Marcelo sino a todo mi país.
Por eso no me animé a llamarlo. Pero le escribí un mensaje, un
tímido mensaje de texto:
“¿Se suspende por lluvia?”
La respuesta fue tan contundente que me avergonzó:
“OBVIO. A esta edad tampoco da resbalarse y romperse una pierna”.
El Águila Ecuatoriana había vuelto a sorprenderme. Preparé el mate y
volví a la cama empujando la mesa de la tele y toda mi resignación.
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