Fuga de Hidalgo, del Penal de Devoto:
"El
verano de 1960 fue insoportable. El sol parecía apuntar con toda su luz y su
calor exclusivamente hacia el Penal de Devoto. Desde hacía cinco días, Frattini
estaba confinado en un calabozo del Celular 5º a causa de una pelea en la que
no había participado pero de la que había preferido no dar detalles a los
celadores. El silencio tenía esas cosas: generaba tanto la confianza ciega de
sus compañeros como la furia de los guardias.
-
Ah, ¿no vas a hablar? Entonces al
calabozo – le habían dicho.
Y
allí estaba: asándose en el celular del quinto piso junto con otros cuatro
internos castigados. El calabozo era tan estrecho, que a veces se rozaban los
codos o las rodillas bañadas de sudor. El aire parecía estancado allí dentro.
De a ratos, Frattini y los demás se turnaban para respirar el aire limpio que
entraba por las ventanas tan altas que bordeaban el techo.
Cuando
llegó su turno, ayudó a bajar al compañero que estaba subido sobre sus hombros
y cambiaron los roles. Con cuidado, Frattini pisó las rodillas del tipo, apoyó
sus propias rodillas en los hombros del otro y al fin consiguió pararse.
De
pronto, algo le llamó la atención. En la esquina, un hombre fumaba con una
campera doblada sobre su brazo.
-
Ese boludo de ahí tiene campera.
Con el calor que hace – dijo, para compensar el interés que sus compañeros
mostraban debajo de él.
Pero
entonces vio algo que no esperaba.
De
pronto, frente a la ventana a la que estaba pegado, vio caer algo, y otra cosa
más. Cuatro bultos pasaron delante de sus ojos y, abajo, se convirtieron en
presos que emprendían su fuga.
-
Se escapan, hay unos turros que se
están escapando – gritó Frattini, excitado.
-
¿Quiénes son? – preguntaron sus
compañeros.
-
Creo que son del 7º…
Cuando
cayó el quinto preso, él tuvo que quitar la cabeza de la ventana para no ver lo
que pasaba.
-
No, pelotudo – gritó Frattini.
-
¿Qué pasa, Pistola?
-
Es Hidalgo.
Había
caído con tanta mala fortuna que se había clavado una de las lanzas de la reja
en medio del pecho y había rebotado hasta la calle. Ahí estaba ahora, con una
terrible herida, gimiendo en medio de un charco de sangre. En ese momento,
mientras Hidalgo sangraba y los otros escapistas dudaban qué hacer, comenzaron
a oírse las sirenas. Pronto, por la calle del desaguadero Frattini vio
acercarse a un Jeep cargado de guardias que disparaban hacia el lugar donde los
otros presos se ocultaban, aun dentro del penal.
-
¿Qué pasa, Pistola?
Frattini
no entendía lo que oía. Estaba completamente absorbido por las imágenes. Y en
ese preciso instante, vio que el hombre de la esquina tiraba el cigarrillo al
piso con parsimonia, y dejaba caer la campera que hasta ese momento había
ocultado la ametralladora que tenía en la mano. Entonces comenzó a disparar.
-
Qué huevos que tiene ese hijo de
puta – gritó Frattini, emocionado.
Los
cartuchos caían de la ametralladora mientras los guardias retrocedían, volvían
a subirse al Jeep y se marchaban de la escena. Desde su posición privilegiada,
Frattini vio que el hombre de la ametralladora les hacía señas a los presos.
Ellos comenzaron a saltar la reja mientras el tipo volvía a descargar otra
balacera sobre la parte trasera del jeep que se alejaba. Hidalgo estaba
perdido, pero los demás ya corrían en libertad. La calle estaba desierta.
Con
sorpresa, con fascinación, Frattini vio que el hombre volvía a ocultar el arma
debajo de la campera y se alejaba caminando tranquilamente. Después lo vio
subirse a un auto que lo esperaba y se marchó, dejando tras de sí cientos de
cartuchos de bala y decenas de policías heridos."
Fuga del Lacho Pardo del Penal de Las Heras:
"Además
de historias de robos y asesinatos, a veces los presos contaban historias de
regeneraciones fallidas. Muchos habían intentado cambiar de trabajo, dejar las
armas, ser como los demás. El aburrimiento, el aislamiento, el silencio, pero
sobretodo la soledad del encierro los enfrentaba con sus miserias, con las
ausencias que habían acompañado sus años criminales. Algunos incluso lloraban,
y perjuraban que cuando acabaran de cumplir la condena dejarían todo para
reinsertarse en la sociedad.
Durante
meses leían los diarios buscando anuncios con ofertas de trabajo. Se
presentaban en todos, acompañados por su prontuario pero sobretodo por una
inexperiencia que no podían ocultar: ninguno sabía hacer otra cosa que robar, y
aunque estuvieran dispuestos a aprender cualquier tarea, los empleadores nunca
se decidían a contratarlos. Así, empujados al desempleo, volvían a dedicarse a
lo único que sabían hacer. Acaban siendo asesinados o, en el mejor de los
casos, detenidos y confinados otra vez a prisión.
Por
entonces Frattini había aprendido que la regeneración de un delincuente no
dependía de su deseo, de su decisión, sino de la respuesta que encontrara en el
mundo que lo rodeaba. Un mundo que desconfiaba de ellos y les negaba cualquier
posibilidad de rectificación.
Otros,
como Frattini, sólo querían recuperar la libertad para poder continuar su
carrera criminal. De esos, Frattini y la mayoría se limitaban a soportar la
condena en silencio, esperando el día de la liberación. Otros, en cambio,
habían sido condenados a demasiados años de prisión, un tiempo precioso que no
estaban dispuestos a resignar. A esos la única esperanza que les quedaba era la
fuga, como a Lacho Pardo.
En
Las Heras todos sabían que pronto se iba a fugar. Frattini se preguntaba cómo
haría el Lacho para sortear los seis controles que separaban a los presos de la
libertad. Un día, en el recreo, oyeron por los altavoces la orden de regresar
al Pabellón. El ajetreo de los guardias, las armas que portaban, todo indicaba
que algo había pasado. Todos los internos se presentaron para una nueva requisa
improvisada. En voz baja, Frattini le preguntó al que tenía al lado qué había
pasado. El preso lo miró y, con ojos soñadores, dijo:
-
El Lacho Pardo se las tomó.
Días
después, al fin supieron lo que había pasado. Una hermana del Lacho lo había
ido a visitar emperifollada con dos vestidos, uno debajo del otro.
Inexplicablemente, la chica se había quitado uno y se lo había entregado al
Lacho sin que los guardias se dieran cuenta de nada. Al día siguiente,
disfrazado de mujer, Pardo se había mezclado entre las visitas y había cruzado
los cinco primeros controles sin ser descubierto. Al fin, al llegar al último
puesto de seguridad, los pantalones que llevaba debajo del vestido se
deslizaron por sus piernas y el guardia descubrió la verdad. A los gritos,
comenzó a alertar al resto del personal penitenciario, pero ya era tarde: el
Lacho Pardo corría por Avenida Las Heras como una mujer enajenada, alzando los
brazos con felicidad. Lo esperaba un auto. Se subió y nunca más volvió a caer
en prisión."
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