Extraditaron a unos de los Juliá, inspirador de este cuento. Lo escribí sin saber que, años más tarde, sería guionista del programa Alerta Aeropuerto, de Nat Geo.
SESENTA KILOS
A Walter siempre le habían
gustado los aviones, y eso se lo debía a su padre, que lo había criado en
hangares, entre bombarderos y uniformes de la Fuerza Aérea. Sin embargo,
Walter había rechazado heredar la carrera militar para hacer carrera en una
compañía de aviación civil. Los contactos de su padre promovieron cada uno de
sus asensos, y, en apenas tres años, se había convertido en un personaje
importante de la compañía: viajaba una vez por mes a Madrid, trataba con clientes
renombrados y tenía contactos que le permitían moverse con libertad por
aeropuertos argentinos y españoles.
Desde la ventana del hotel vio
un grupo de turistas que salían de El Prado. Regresó a la cama y encendió dos
cigarrillos. Uno para él y otro para ella. Estaban desnudos, y aunque ella
había dicho que tenía frío, Walter le pidió que se quedara destapada:
Así
puedo ver lo linda que sos.
¿A
todas les decís lo mismo?
No,
sólo a las que se acuestan conmigo.
Ella sonrió y, luego de soltar
el humo, volvió a quitarse las sábanas tibias. Él giró hasta quedar de lado, la
vista detenida en ese cuerpo pálido, en los pechos pequeños, las caderas anchas,
los glúteos redondeados como globos de terciopelo, y el cabello oscuro, algo
pajoso, sí, pero que le rozaba los hombros suaves y ocultaba uno de sus ojos,
grises.
No era la primera vez que se
acostaba con una azafata de la compañía. Pero a diferencia de las anteriores, que
a veces le pedían que les consiguiera un día libre o una ruta distinta a la que
tenían, esta sólo le había pedido un té de boldo.
¿No
preferís que tomemos un vino o un champagne?
No,
un té de boldo.
¿Sólo
un té? – volvió a preguntar él con desconfianza.
No,
pedí dos, así me acompañás.
Walter marcó el número del bar
e hizo el pedido. Fumaron en silencio, mirándose a los ojos. Sólo entonces
recordó que no le había hecho las preguntas de rigor. Siempre que se acostaba
con una mujer, le preguntaba su peso y su altura para calcular si las medidas
se compensaban más allá de lo atractiva que pudiera resultar a la vista. A la
mayoría le molestaba su pregunta, pero esta vez ella respondió con demasiada soltura:
¿Cuánto
medís?
Un
metro setenta y tres.
¿Cuánto
pesás?
Sesenta.
La coincidencia lo hizo
sonreír. Sesenta. Sesenta eran los kilos que iban a cambiarle la vida. No esos
que estaban desparramados junto a él en la cama, sino los sesenta kilos que
ahora debían estar volando en cuatro valijas hacia Madrid. Consultó la hora en
el reloj que había dejado sobre la mesa de luz: eran las tres, todavía faltaban
dos horas para el aterrizaje más importante de su vida.
***
Minutos más tarde llamaron a
la puerta. Ella se vistió con la camisa de Walter y recibió la bandeja con las
dos tazas, mientras él se dirigía al baño con su teléfono celular para confirmar
que en el aeropuerto todo iba bien.
¿Jesús?
¿Qué
hay, tío? Estaba por llamarte.
¿Todo
bien?
No.
No he ido al curro.
¿Cómo?
¿Estás loco? ¿Sabés qué día es hoy?
Sí,
tío, lo sé, pero he chocado con la moto y me han traído al hospital.
Más que alarmarlo, la noticia
lo puso furioso, y ya no se preocupó en hablar en voz baja para que ella no
escuchara la conversación:
¿En
el hospital? ¿Y por qué no me avisaste antes?
Estuve
inconsciente, tío. Acabo de despertar.
¿Vos
te creés que yo soy pelotudo? Decime la verdad…
Es
verdad, tío, me dado una ostia en la Castellana y…
¿Y a
mí qué me importa? Vos estás loco, a las cinco llegan las valijas.
Ya lo
sé, tío, ¿pero qué quieres que haga…? Tengo una pierna escayolada…
Sos
un pelotudo. ¿Y ahora qué hacemos?
No te
preocupes, acabo de hablar con un colega y le he dicho que las recoja de la
cinta.
¿Cómo?
¿Le contaste a un amigo? ¿Vos estás loco?
No,
tío, lo he hecho para que no tuvieras problemas.
Me
estás mintiendo, hijo de puta, vos me querés cagar. Decile a tu amigo que se
olvide… cómo le vas a contar esto, te voy a matar, sorete.
No
sabía qué hacer, oye, que no te quiero cagar, sólo que pensé que…
Te
pago para que agarres las valijas en la pista, no para que pienses.
Venga,
tío, si no quieres le digo a mi amigo que no las toque. Recógelas tú mismo…
pero él ya está en Barajas, esperando… y si nadie las coge en la pista, las
maletas irán a parar a la cinta.
¿Vos
sabés la gente que está atrás de todo esto? ¿Querés que te maten?
No,
Walter, no te cabrees conmigo, tío…
A mí
no me caga nadie, y menos vos, ¿me entendiste?
Oye,
que viene el médico. Debo colgar. Suerte.
No
cortes, pará. ¿Quién te creés que sos? Hijo de puta, pará…
Pero ya había cortado, y eso
terminó de convencerlo de que Jesús había armado todo para quedarse con las
valijas. Debía actuar rápido y adelantarse al hombre que iría a recogerlas. Se
miró en el espejo, y lo asustó su propia cara de pánico. Pensó que no le
vendría mal un par de rayas para recuperarse.
***
Cuando regresó del baño ella
estaba otra vez acostada y desnuda, bebiendo su té con pequeños sorbos. Walter
encendió otro cigarrillo, nervioso. Miró la hora: las tres y cuarto.
Tenés
la nariz blanca.
Walter se llevó la mano a la
nariz.
Es
pasta de dientes.
¿Tenés
dientes en la nariz? – dijo ella, con tono burlón.
No
estoy para chistes.
¿Qué
te pasa?
Nada.
¿Con
quién hablabas?
Con
nadie.
Walter sintió la garganta seca
y bebió de un sorbo el té, que ya estaba tibio. Ella lo miraba con un gesto
divertido que a él lo irritaba aún más que la conversación que había tenido
hacía un instante.
Estás
transpirando… ¿te sentís bien, Walter?
Sí.
¿Pasó
algo?
No.
Dale,
contame. ¿Qué pasa con las valijas?
Walter la miró a los ojos: ya
no le gustaba que se mostrara tan interesada.
¿Qué
valijas?
No
sé, recién hablaste con alguien y dijiste algo de unas valijas… yo salgo para
Buenos Aires en cuatro horas, si querés puedo recoger las valijas por vos.
¿Y
vos qué sabés de las valijas?
Nada.
Por un momento Walter pensó
que ella también estaba arreglada con Jesús, y fue justo en ese momento en que
empezó a sentir un terrible dolor de estómago. Fue al baño, y durante un rato
estuvo sentado en el inodoro. Al fin, cuando pudo regresar a la cama, vio que ella
seguía acostada.
¿Vos
no salís para Buenos Aires en un rato?
Sí,
pero… todavía tengo tiempo… ¿te cayó mal el té? – dijo ella, y sonreía.
Entonces todo le resultó
claro: las excusas de Jesús, el interés de ella por las valijas, el té que
había pedido para los dos, su repentino malestar…
Hija
de puta, ¿qué me pusiste en el té?
Azúcar…
¿sos diabético?
La sujetó del cuello, con
violencia.
¿Qué
sabés de las valijas?
Nada,
¿estás loco?, soltame.
Vos estás
con Jesús, hija de puta. Cómo no me di cuenta antes…
¿Qué
Jesús? Soltame.
¿Me
querés cagar? Ya vas a ver turra, olvidate de seguir viajando a Madrid.
Pero…
Walter, ¿qué te pasa? ¿qué te hice?
Que
me querés cagar las valijas, eso pasa.
No,
te lo dije para ayudarte… no sé ni me importa qué son esas valijas…
Lo que ella le hubiera puesto
en el té podría dormirlo o enfermarlo y, definitivamente, ese no era el día
para relajarse: tenía que estar más despierto que nunca. Así que fue al baño y,
sobre la tapa del inodoro, peinó tres rayas. Las aspiró una detrás de la otra,
después se lavó la cara y volvió al cuarto.
Ella ya estaba vestida.
¿Todavía
estás acá?
Ya me
voy, pero por favor no me saques esta ruta internacional, no sabés lo que me
costó conseguirla… por favor.
Lo
hubieras pensado antes.
Te
juro que no sé de qué estás hablando.
¿Quién
armó todo esto? ¿Fue Jesús? ¿O viene de Buenos Aires, la historia?
No sé
de qué hablás.
¿Cuánto
te pagaron?
Nada,
Walter…
¿Nada?
Andate.
Cuando ella se fue, Walter
comenzó a sentir la boca pastosa. Así que abrió el minibar y se sirvió dos
medidas de whisky con Coca Cola. Volvió a peinar una raya, volvió a aspirar.
***
Era la primera vez que
enviaban tanta cantidad en las valijas, y si lo habían hecho era porque él los había
tranquilizado a todos en Buenos Aires diciendo que no existía ningún peligro y que
no valía la pena jugarse la cabeza por tan poco. Esa podía ser la razón por la
que todos querían cagarlo: por sesenta kilos más de uno se jugaría la cabeza.
Sólo entonces llamó a Buenos
Aires con la esperanza de que le dijeran que no habían logrado subir las
valijas al avión, o que el vuelo se había demorado, o que el avión se había
caído en medio del océano. Desgraciadamente, todo marchaba bien: en una hora el
Jumbo 747 estaría aterrizando en Barajas con las cuatro valijas.
El envío no podía caerse por
culpa suya ni de nadie. Y mucho menos podía permitir que lo dejaran afuera del
negocio, su negocio. Lo que debía hacer era arriesgarse y recoger las valijas
él mismo. No podía perder tiempo. Ya tendría oportunidad de desquitarse con
Jesús y con aquella azafata ambiciosa que estuvo a punto de cagarle la vida. Se
estaba preparando para salir cuando reparó en algo que no había pensado hasta
entonces: que debía conseguir una autorización tan falsa como las calcomanías
que tenían las valijas, para así justificar que fuera él quién las recogiera y
no un empleado de la embajada.
Miró la hora: las cuatro y
cinco. Peinó otra raya, necesitaba tener la mente clara para pensar. Esa raya lo
animó a creer que todo iba a salir bien.
Marcó un número en su celular:
¿Toto?
Escuchame, necesito que me hagas un certificado para retirar unas valijas.
¿Otra
vez?
Nunca
te lo había pedido antes.
No, pregunto
si otra vez estás por recibir algo.
¿Y vos
cómo sabés?
Me lo
acabás de decir…
¿Yo?
Sí.
¿Podés
hacerme el papel?
¿Para
cuándo lo necesitás?
Ya.
Estoy
tapado de laburo, hoy todos quieren renovar el pasaporte. Y encima el Cónsul
está dando vueltas por acá.
¿Me
vas a ayudar? Mirá que si no me ayudás… - comenzó a decir, pero no supo cómo
terminar su amenaza.
Sin embargo su tono había
sonado bastante convincente.
Eh, loco,
tranquilo… no pasa nada. Venite y vemos qué puedo hacer.
***
La embajada estaba llena de
argentinos que gritaban y se quejaban por las demoras en la atención. Sin
embargo Walter entró y tardó menos de cinco minutos en ser atendido. Cuando
Toto lo vio entrar a su oficina, le dijo:
Qué
caripela tenés, hermano.
Haceme
la autorización. Dale, que estoy apurado.
No
puedo, está el Cónsul acá al lado… - dijo Toto, y parecía preocupado.
El
Cónsul lo conoce a mi viejo, hacelas que no pasa nada. Mi viejo sabe todo.
Walter miró el reloj.
Dale,
loco, que no tengo tiempo.
Sentate.
No,
así estoy bien.
Y Walter siguió dando vueltas
por la oficina, fumando, sin dejar de mirar el reloj. Mientras, Toto ya había
comenzado a redactar la nota en la pantalla de su computadora.
Aclará
que son cuatro valijas.
Bueno,
te pongo el sello de la embajada… pero yo no firmo.
No,
loco, tenés que firmar, sino no sirve. Revisan las firmas, sabés que es así.
Toto sacudía la cabeza, como
si quisiera convencerse de que no debía hacerlo. En ese gesto Walter vio una
luz de esperanza.
Sos
mi amigo, Toto, dale… ¿qué te cuesta?
El
laburo me va a costar.
Entonces él sacó su billetera.
¿Es
por la guita? ¿Cuánto querés?
No es
por la guita.
Se abrió la puerta. Los dos se
quedaron de piedra al ver entrar al Cónsul.
Walter…
qué sorpresa. Justo esta mañana hablé con tu viejo.
Qué
casualidad.
¿Vos?
¿Todo bien?
Todo
bien.
Mejor
así. Bueno, te dejo que estoy ocupado. Toto, venite para la oficina que
necesito que me ayudes con unas cosas.
Cuando el Cónsul se fue,
Walter peinó una raya sobre el escritorio de Toto, que se incorporó de un
salto.
¿Qué
hacés? ¿Estás loco? Guardá eso.
Antes de que terminara de
decir la frase, Walter ya había guardado todo en su nariz.
Hoy
es el día más importante de mi vida.
Pero
mirá cómo estás. Calmate.
Dale,
terminá la nota.
¿Hoy
qué día es?
Diecisiete.
Listo.
Cuando la hoja con membrete de
la Embajada
salió de la impresora, Walter la tomó sin perder tiempo.
Perfecto.
Dale, firmá, firmá.
Te
dije que no.
Loco,
por favor…
No,
en el aeropuerto están pesados, me van a llamar para saber qué son las valijas…
Fijate si te las dan con eso, pero yo no firmo. Quizá si le ponés el sello de
la aerolínea… sí, ponele el sello ese y listo.
Walter se llevó una mano a la
frente, como si acabara de recordar algo.
No lo
puedo creer, ¿vos también estás metido en esto?
¿En
qué?
¿Vos
también me querés cagar?
Me
parece que estás un poquito paranoico…
Walter sentía la respiración
agitada, comenzaba a faltarle el aire.
Y
pensar que yo confié en vos, en Jesús… y todos estaban armando esto para
cagarme.
Sos
un boludo, ¿qué decís…? Bajá un cambio, Walter.
Imposible: Walter ya lo había
agarrado de las solapas del saco y lo zamarreaba como si fuera una bolsa de
papas.
A mí
no me caga nadie, ¿sabés? Deciles que antes yo los hago cagar a todos.
Salió de la oficina dando un
portazo. Se cruzó con dos o tres personas que lo saludaron sin obtener nada más
que un insulto en voz baja.
***
El tránsito avanzaba
lentamente por la Avenida
de América, y aunque el trayecto de la embajada a Barajas no duraba más que
quince minutos, ya llevaba media hora atrapado en aquel atasco. Cuando vio que
eran las cinco, volvió a sentir el ruido de su estómago y comenzó a sudar. Otra
vez necesitaba ir al baño.
Sobre la ciudad volaban
aviones a intervalos regulares, pero el suyo ya habría aterrizado con los
sesenta kilos de cocaína pura que el comprador se llevaría Francia para, luego,
distribuirlos en Italia y Alemania. Lo único que debía hacer era sacar las
malditas valijas de la cinta y salir del aeropuerto con la misma tranquilidad
con la que entraba y salía cada día.
Ahora estarían guiando al avión
hacia una de las mangas de la pista. Quizá ya habrían comenzado a bajar las
valijas. Pero allí, en la avenida, el tránsito no avanzaba y él tenía ganas de
bajarse del auto y salir corriendo a Barajas. Si no lo hizo fue porque necesitaba
el auto para llevarse las valijas. Calculó que entre el aterrizaje y la
recogida de equipaje habría treinta minutos de espera, así que le quedaban unos
veinte minutos.
Al fin el tránsito comenzó a
avanzar. Todo iba a salir bien, pensó Walter. Lo más importante era serenarse.
Para eso, y con una habilidad que pocos conductores podrían haber mostrado en
aquel momento de tanta tensión, Walter abrió la bolsita que guardaba en el
bolsillo de su camisa y colocó un poco de coca sobre la uña de su pulgar.
Después se lo llevó a la nariz, sin dejar de mirar la ruta: a lo lejos ya podía
divisar los hangares y las pistas del Aeropuerto Internacional de Barajas.
Entonces se llenaron los ojos
de lágrimas, pero no fue por la emoción que le daba ver el aeropuerto, sino por
la fuerza con que se había tomado aquella última raya. Se pasó una mano por el
rostro, y descubrió un líquido tibio que le caía de la nariz. El espejo
retrovisor le confirmó lo peor: su nariz ensangrentada, y la camisa blanca
manchada de rojo.
***
Pasó algunos minutos en el
parking del aeropuerto intentando limpiar la camisa con unos cleenex y su
propia saliva, pero sólo consiguió que las manchas se agrandaran y lo delataran
aún más. No podía entrar así como estaba. Necesitaba cambiarse de ropa. Pensó
que podría entrar al freeshop y comprar una camisa nueva, pero no podía
arriesgarse a que lo detuviera la policía o algún conocido interesado en su
desastrosa apariencia. Al fin optó por abrocharse todos los botones del saco. A
las cinco y media cerró el auto y se dirigió al interior del aeropuerto.
La puerta giratoria despedía
mujeres perfumadas y turistas de todos los colores. Walter entró lentamente,
intentando contener la ansiedad que lo desbordaba y lo hacía sudar. Se cruzó
con un grupo de cinco pequeñas monjas negras cargadas de rosarios y bolsos de
mano. Una de ellas lo detuvo, era anciana y sonreía con una dentadura postiza y
unos ojos húmedos.
Perdone,
señor, ¿sabe dónde podríamos encontrar un taxi? – preguntó en Francés.
Walter siguió su camino sin responder.
Si no tenía tiempo para ir al baño, menos para contestar preguntas estúpidas.
Esa tarde Barajas no le
resultó tan familiar como otras veces, y por eso se vio obligado a dar vueltas
por cada una de las terminales sin dar con la que él buscaba. En una pantalla
de televisión vio que su vuelo se había retrasado y que acaba de aterrizar
recién en ese momento. Y entonces suspiró, aliviado.
Entró a uno de los baños. Después
de cagar, se lavó la cara y las manos. En el espejo vio al tipo atractivo que
era, tan bien vestido con el traje de la compañía, y eso, sumado al retraso del
avión, le devolvió el alma al cuerpo. Aunque sus ojos se movían demasiado y tenía
el estómago bastante revuelto, él igual sonreía, algo desencajado, sí, pero con
la felicidad de saber que estaba por ganar un montón de dinero.
Todos se habían empecinado con
joderlo, le habían colocado vaya saber qué laxante en el té, el tránsito lo había
retenido en la ruta, y sin embargo él se había sobrepuesto a todo y a todos. A
él nadie podía cagarlo porque, lo sabía, él estaba para cosas grandes. Y así lo
dijo mirándose en el espejo:
Vos
estás para cosas grandes.
En el hall se cruzó con un par
de azafatas, intercambió miradas y sonrisas. Se sentía bien, tan bien que le
hubiera gustado volver a entrar al baño y tomar otra raya. Pero no podía
arriesgarse a que volviera a sangrarle la nariz.
Se dirigió a la oficina de la
compañía en busca del sello que le faltaba. No quería que lo vieran en ese
estado, pero tampoco podía hacer otra cosa.
Cuando entró, las chicas parecieron sorprendidas.
¿Vos
no tenías el día libre? – preguntó Rocío, rubia, con setenta kilos en un metro
setenta y cinco de altura.
¿Te
olvidaste algo? – dijo Andrea, morocha, con cincuenta y ocho kilos en un metro
sesenta y dos.
No,
las extrañaba mucho – contestó Walter, incómodo, con sesenta kilos de cocaína esperándolo
en la cinta de equipaje.
Las saludó a las dos con dos
besos exagerados para disimular su nerviosismo. Durante unos minutos fingió
buscar unos papeles en el cajón de su escritorio. Sonó el teléfono, Rocío habló
en voz tan baja que Walter no pudo oír qué decía. Luego, cuando él ya había
sellado la nota con membrete de la embajada y estaba por salir, Rocío le hizo
señas para que esperara.
Llegó
el presidente – dijo ella, que estaba pálida.
¿¨El
Presidente”?
“Nuestro” presidente.
Walter entornó los ojos,
sorprendido.
¿Arteaga?
Sí,
el presidente de la compañía, el mismo.
¿Y
qué vino a hacer?
No
sé… pero dijo que lo llamaras.
Walter sintió que se mareaba.
A pesar de todo, juntó las fuerzas necesarias para decir:
¿Cómo?
¿Cuándo llegó?
Hace
un rato, en el vuelo de hoy. Pero ya se
fue.
¿Ya
se fue? Si el vuelo aterrizó a las cinco y media, todavía no pueden haber desembarcado…
En
las pantallas está mal escrito, el vuelo llegó a las cuatro y cuarto.
Walter miró la hora: eran las
seis, y eso significaba que las valijas habrían estado girando en la cinta por
más de una hora.
No
puede ser… - dijo, sin poder creerlo.
Sí,
¿o no somos una compañía eficiente, jefe?
Las chicas se rieron, pero él
se apoyó contra una pared y cerró los ojos. Tenía ganas de cagar, de vomitar y de
tomarse toda la bolsa que tenía en el bolsillo de la camisa... Ya tendría tiempo también para eso. Ahora
debía apurarse.
Salió de la oficina lo más
rápido que pudo sin dejar de repetirse que todo iba bien. Cruzó el hall, entró
a la zona de arribos y poco a poco dejó de caminar. Cuando se detuvo, tenía el
rostro pálido y le temblaban las rodillas.
Entonces estiró la mandíbula
y, con los dientes apretados, trató de imaginarse quién de todos lo había
cagado. Como él esperaba, las cuatro valijas seguían girando en soledad sobre
la cinta de equipaje. Pero los policías ya habían acordonado la zona, y ahora hablaban
entre ellos por sobre el ladrido de los perros.
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