Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 22 de mayo de 2017

Que veinte años no es nada: Proyecto Aldea Experimental.

Hace poco caí en la cuenta de que en este 2017 se cumplen 20 años de mi primera publicación. Como muchos jóvenes que escriben, yo también pude publicar porque participaba de un taller literario. En ese entonces, Diego Paszkowski organizaba antologías para que sus alumnos vieran en papel el trabajo realizado en el año, y allí salió este cuento: Proyecto: Aldea Experimental. A él, mi eterno agradecimiento por la confianza, las enseñanzas y ese aliento que cuando sos chico se vuelve fundamental para seguir intentando.

Como ocurre siempre que uno empieza a hacer algo y es joven y carece de seguridades personales, yo también escribí ese cuento focalizado en mis lecturas de entonces: Aldous Huxley, Orwell, Sturgeon... Cuando lo publiqué, recuerdo que en la presentación mi amigo Emiliano Álvarez me regaló una lapicera y me dijo que era el comienzo de algo. Tenía más confianza que yo. Yo me conformaba con ser papel una vez en mi vida. Tenía 20 años, el país comenzaba a caer en ese pozo oscuro cuyo fondo tocaríamos poco después, en 2001, y el futuro era algo incierto que no merecía que yo perdiera mi tiempo haciendo cuentas, estrategias o especulaciones. La despreocupación de la juventud es maravillosa, pero lejana, como mis 20 años.

Pasado el tiempo, después de publicar seis novelas y a punto de terminar las séptima, creo que es momento de agradecerle a mi amigo y también a Joan Sender, mi primer personaje. Acá, el cuento tal cual fue publicado. Editarlo y corregirlo sería corromperlo. No soy el mismo, como diría Heráclito, pero aquel autor de 20 años en algún lugar debe estar. Quizá, encerrado en aquella aldea donde los humanos volvían a renacer después del fracaso del mundo.


(Fotograma de 1984)



Proyecto: ALDEA EXPERIMENTAL

            Joan Sender miraba el lago artificial desde la ventana del estudio. Era una tarde soleada y sin viento, las turbinas habían sido apagadas para que los treinta grados centígrados de la atmósfera activaran más a prisa las hormonas sexuales inyectadas a los diecisiete adolescentes que integraban el grupo H. Como todas las tardes a esa misma hora el grupo era atraído hacia el lago por las ondas que emitía el radar del laboratorio. Al igual que el resto de los ciento treinta y tres pobladores de la Aldea Experimental, ellos decodificaban las instrucciones graciaas a los chips instalados en sus oídos. El programa desarrollado para el grupo H establecía dos horas de recreación diaria, pero aquella tarde el espectáculo sería distinto, los juegos y las lecturas serían reemplazados por una cacería sexual, producto de la aplicación de las hormonas.
            Luego de jugar unos pocos minutos bajo el sol, las hembras se lanzaron sobre los machos que, asustados, comenzaron a correr hacia el bosque: era evidente que en ellos el efecto era más tardío. Detrás de los acrílicos de los ventanales de los nueve puestos de observación, los médicos no dejaban de tomar apuntes en sus carpetas azules; las rejas habían sido colocadas a veinte metros de la costa para que ningún ejemplar se alejara de la visión de los investigadores.
            Mientras que una de las hembras era atrapada por los médicos para ser llevada al laboratorio, los demás individuos actuaban de diversas maneras que eran filmadas y anotadas en los registros del departamento de Desarrollo Bioquímico Primitivo. Cansado de los gemidos de todo el grupo H (ahora los machos también sentían el efecto), Joan apartó la mirada del ventanal y volvió a su trabajo.
            La actividad del valle funcionaba como los ingenieros habían asegurado que funcionaría. Desde el laboratorio lleno de aparatos electrónicos y cámaras de video, el paisaje era en verdad hermoso, el verde de allá abajo hacía resaltar las paredes de acero del Puesto Alfa. Los nueve puestos formaban un círculo alrededor del Puesto Alfa donde se hallaba el Departamento Antropológico que Joan dirigía; a su vez, los nueve edificios estaban unidos por pasajes exteriores a la altura del quinto nivel. En los tres años que Sender llevaba trabajando en la Aldea Experimental, aún no había podido bajar por los ascensores esos ocho pisos y recorrer los caminos de palmeras y madreselvas que se cerraban por detrás del lago, en dirección al monte plástico recubierto por tierra traída desde alguna parte de Sudamérica.
            El manto púrpura del atardecer caía sobre el valle y la oscuridad poco a poco iba ganando en la oficina. El doctor Sender releía un expediente: los índices mostraban un crecimiento en la producción agrícola del valle a partir de la inclusión del Sistema de Riegos. Este nuevo sistema mineralizaba los líquidos provenientes del conducto cloacal  y distribuía el agua por todas las tierras dedicadas al agro, salvaguardando el reducido presupuesto de agua que proporcionaba el gobierno para el desarrollo del Proyecto Experimental. El Sistema de Riegos trajo consigo un fortalecimiento del suelo (los productos aumentaron en cantidad y calidad), pero al mismo tiempo un desorden en las costumbres de los habitantes de la isla, ya que las necesidades se veían satisfechas con menos horas de trabajo, por lo que también creció el número de individuos dedicados a las expresiones artísticas.
            Apagó la lámpara de su escritorio. Trató de recordar aquella oficina inmensa de paredes blancas y alfombra azul; imaginó en el humo del cigarrillo el rostro de la secretaria sentada frente al Monitor de Saldos Personales, la secretaria evaluando cada uno de sus movimientos. Él, un adolescente que, tras haber aguardado en la puerta de calle hasta que le abrieron, mostraba la impaciencia del acceder a su primer trabajo.
            Al comienzo del Servicio, Joan estaba tenso y los números en el monitor permanecían estáticos. La secretaria de Lady Margaret notó la intranquilidad del muchacho e interrumpió el Servicio para proponerles, a Joan y a Lady Margaret, que se pusieran a cuarenta y cinco grados del respaldo de la cama para que el joven observara el monitor y viera cómo aumentaba su patrimonio. La sonrisa de Joan creaba números de cuatro cifras que rodaban por la pantalla con cada gemido de la vieja mujer. Al concluir, Joan , cortésmente, compartió unos pases con las dos mujeres y luego regresó a la Agencia de Servicios, orgulloso de haber cumplido su primer tarea laboral. Después de tantos años todo eso le causaba gracia: ahora, sentado en el Puesto Alfa, veía un espectáculo distinto, lejos de la Fraternidad de los Pueblos, en el centro de la Antigua África.
            Se puso de pie, volvió a mirar por el ventanal cómo en la oscuridad las formas se confundían. Entre sus dedos, el último cigarrillo ardía en medio de la uniformidad opaca que era la oficina. A  lo lejos, los fogones de las cabañas se perdían en el horizonte.
            Los años que Joan pasó en la Agencia de Servicios lo habían ayudado a conocer incontables mujeres como Lady Margaret, pero el mejor Servicio fue el último, aquella mañana en que supo que su patrimonio llegaría a alcanzar el Nivel Tres. Sin importarle quién fuera la mujer, se había propuesto dejarla satisfecha usando toda su pasión y la experiencia ganada con el tiempo; aunque hubiera tenido que atender a alguna de las más repugnantes señoras que a veces la Agencia le asignaba, esa mañana él estaba dispuesto a dedicarse con esmero a provocarle el más profundo de los goces, sabiendo ya que el Nivel Tres le permitiría acceder a una especialización académica y alejarse al fin de los Servicios.
            Pero aquella mañana, en la oficina, lo sorprendió una señora, Rosana Basso, de cabellera rubia y ojos almendrados, que le exigió por norma lo que él estuvo dispuesto a dar por primera vez a causa de su propio deseo. Y además del placer de conectarse con Rosana, el monitor con letras verdes le anunció la bienvenida al Nivel Tres: por fin el joven Joan Sender se alejaría de los deseos y los pedidos ajenos. Su suerte había cambiado.
            Poco tiempo después, la Secretaría de Demandas Profesionales de la Fraternidad programó el viaje de Joan a París, donde debía incorporarse a la Academia de Ciencias Humanas Estructuralistas para cursar la carrera de Antropología. De aquellos dos años en París sólo quedaba un marco en la pared de la oficina, con un diploma que lo acreditaba como Doctor en Conceptos SaintSimonianos de Antropología, nada más.
            Mientras en los comedores el personal del Puesto Alfa ahora estaba cenando y  la silla del Doctor Sender permanecía desocupada como otras veces, las pantallas del Puesto mostraban a los pobladores de la Aldea practicando el mismo ritual de todas las noches. Joan, perdido en las imágenes de los visores, aún de pie y acodado sobre el escritorio repleto de papeles, no dejaba de pensar.
            Los pobladores estaban reunidos en torno al anciano que, parado sobre la piedra enorme que servía de escenario, hablaba. Las fogatas ardían delante de cada choza y despedían el humo del incienso arrojado para acompañar el ritual.
            Los ciento treinta y dos aldeanos respiraban el perfume que nublaba la visión y envolvía al viejo que parecía flotar; ahora relataba los acontecimientos antiguos del pueblo y sus palabras retumbaban en los oídos de Joan, que pensó en aquel seminario introductorio al que asistió para poder ingresar en el Departamento Antropológico de la Aldea.
            Las explosiones que después de las pestes trajeron a la Fraternidad de los Pueblos hasta aquella parte del África, eran representadas por dos jóvenes que danzaban alrededor del viejo y arrojaban bocanadas de fuego; los aldeanos miraban. A Joan cada vez le era más difícil distinguir en los visores las figuras que se movían entre el humo. Los micrófonos funcionaban con normalidad, y en ese momento pudo oír la canción que los pobladores repetían para evocar la llegada del pueblo a la reserva. Pensó en los dioses de trajes termonucleares enviados por la Fraternidad una vez que las pestes habían desaparecido y con el proyecto de la Aldea Experimental ya aprobado.
            Ahora vendrían los bailes, rondas de hombres y mujeres girando alrededor de cada fogata, creyendo en la divinidad de los leños que ardían a la entrada de cada choza. Luego arrojarían plumas sobre el fuego y después comenzaría la cena comunitaria. Plumas y fuego, qué ritual estúpido, pensó el doctor Sender. Desde su arribo a la Aldea Experimental había criticado aquella práctica religiosa; para él no era necesario ni prudente sembrar en los aldeanos la posibilidad de imaginar algo más allá de la Reserva. Para él, la libertad de las aves hacía enfrentar a los aldeanos con el desarrollo del proyecto, y educarlos con esa secuencia del ritual era lo mismo que apagar los monitores de Saldos Personales y entregar espejos a los ciudadanos de la Fraternidad. Joan sabía que eso era una locura.
            Se acercó de nuevo al ventanal, encendió otro cigarrillo y fumó lentamente. Comenzaron a molestarle las carcajadas de los aldeanos, que ahora comían, y también le molestaba el fulgor de los monitores. Siempre observando, siempre controlando, pensó burlándose de la Freaternidad. Apagó los equipos.
            Cada movimiento de los aldeanos respondía a la planificación de los ingenieros sociales. Fue preciso esperar que el proyecto de la Aldea Experimental fuese cargado en la base de datos de la Fraternidad para poder programar todos los instrumentos; luego, hubo que esperar reunir turbinas, grupos de electrodos, radares, chips, sembradíos, pastizales, animales salvajes y domésticos, y científicos, y en todo ese tiempo las pestes aniquilaron gran parte de los posibles pobladores de la Aldea. La Fraternidad consideraba que el esfuerzo había valido la pena, pensó Joan, y el resultado se podría observar en los visores, que todavía estaban apagados.
            Se miró en el reflejo del cristal. Vio su uniforme azul, uno entre diez o tal vez cien alrededor del mundo, un hombre de ciencia modelado y educado por la Fraternidad de los Pueblos. Cada concepto, cada pensamiento suyo reflejaba la historia de miles de años de civilización.
            En fin, restaban siete meses y sería enviado al Instituto de Reproducción. Su excelente carrera había revalorizado su ADN uno o dos niveles por sobre el de sus colegas. El doctor Joan Sender, ejemplo de la Fraternidad. Mientras tanto, los fogones se iban apagando en el horizonte oscuro, y él vio la oscuridad del cielo cayendo sobre el valle, y vio la misma oscuridad sobre el Puesto Alfa, y también sobre su rostro.
            Superarse, subir por los escalones que la Fraternidad le imponía, acceder a otro nivel. Avanzar siempre, como si cada nivel le permitiese escapar de algo. Mirando los monitores apagados, él, el doctor Joan Sender, pensó en la posibilidad de romper con todo. No seguir buscando. Tal vez marcharse sin dejar registros en el conmutador, o colocar bombas en el dique del valle, o bien, inyectarle a los pobladores alguno de los virus que en el laboratorio producían los mismos científicos. A Joan Sender esa idea lo inquietaba, lo inquietaba demasiado. Tal vez por eso decidió encender otra vez los monitores y quedarse a mirarlos el resto de la noche. Observando. Controlando.
 ***
            Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a atravesar los cristales del Puesto Alfa, todos dormían menos los Policías Científicos de turno, que hacían la última ronda de control antes de dejar sus puestos para que el próximo grupo tomara sus lugares. La bruma que cubría el valle apenas dejaba ver las fogatas que los pobladores ya habían encendido para calentar la primer comida del día. Bandadas de aves de vivaces unos colores verdes y rojos atravesaban el cielo del amanecer.
            Joan Sender se había quedado dormido sobre los visores del Puesto Alfa luego de pasar casi toda la noche mirando las pantallas de video. Al sonar la alarma de seguridad, el sonido metálico despertó a todos los que, al igual que el doctor Sender, dormían. En pocos segundos la alarma cesó y la voz del conmutador pasó por los altavoces el boletín informativo de la mañana: Aros, el macho número 39, había tratado de huir en la noche y había quedado atrapado en los cercos eléctricos, los animales devoraron su cadáver y el grupo de PPCC entrante había descubierto los restos. Nada anormal, pensó Joan mientras comenzaba a desperezarse.
            Más tarde, luego de ir a su cabina para bañarse y ponerse un uniforme limpio, Sender estaba con sus colegas desayunando en el comedor; en el gran reloj amarillo eran las siete y treinta. Todos hablaban del nuevo salón de juegos que la Fraternidad había donado para los científicos de la Aldea, pero Joan Sender pensaba en la noche anterior, los aldeanos bailando y el eco de sus canciones que aun sonaba en sus oídos. Él elevaría un memorándum a las autoridades afirmando la “imperiosa necesidad”, así escribiría, de corregir la escena del ritual donde los aldeanos queman las plumas, alegando lo sucedido con el macho 39, accidente que se hubiese podido evitar si se intervenía en esa secuencia defectuosa del rito. Sí, lo haría antes de que se cumplieran los siete meses que le restaban en la Aldea.

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