"El
primer día del otoño de 1947, un martes demasiado ventoso, después de almorzar
Frattini se coló en un edificio que tenía las puertas abiertas y robó todas las
monedas que encontró junto a los sifones y botellas de leche. Al salir a la
calle, le preguntó la hora a una mujer que entraba al edificio: aún le quedaba
tiempo para ver una película antes de regresar al trabajo.
Como
en el último mes había visto Gilda una decena de veces, ese día se dirigió a un
cine de Lavalle con la intensión de ver una película de cowboys. Pero al ver
las fotografías de Rita Hayworth que colgaban de los escaparates se olvidó de
todo: siempre que la veía le pasaba lo mismo, se quedaba en blanco, hipnotizado,
y la gente que pasaba por la vereda debía esquivarlo para poder pasar.
De
pronto alguien lo tomó del brazo y lo trajo a la realidad.
-
Carlitos, qué alegría.
A
Frattini le costó salir del ensueño.
-
Tano – dijo, algo incrédulo por la
casualidad del encuentro, y también porque le costaba relacionar al chico
rapado con uniforme de reformatorio que él recordaba con ese muchacho
corpulento, de cabellos rubios, zapatos lustrados, traje cruzado y camisa
blanca que ahora lo abrazaba con alegría.
-
¿Qué hacés?
-
Trabajo acá cerca, ¿y vos? –
respondió Frattini.
Franco
miraba para todos lados como si estuviera huyendo de algo o de alguien.
-
Yo también. Vení, vamos a dar una
vuelta.
Frattini
le dedicó una última mirada a Rita Hayworth y echó a andar detrás de Franco,
que ya se alejaba en dirección al Bajo. En la calle Reconquista, a unos metros
de donde ellos caminaban, un Ford azul último modelo se detuvo junto al cordón.
Franco volvió a tomarlo del brazo, pero esta vez le habló al oído:
-
Esperá.
Mientras
tanto, la puerta del Ford se abría para darle paso a una mujer alta, de rubios
cabellos ensortijados, que llevaba pendientes, pulsera y cadena de oro como
adornos, y un vestido floreado que exhibía sus pechos como las macetas de un
balcón. Tenía las manos ocupadas con bolsas de tiendas que sólo se veían en el
Centro. Con un golpe de su cadera torneada, un movimiento que Frattini disfrutó
en silencio, la mujer cerró la puerta y se echó a andar. Los dos muchachos la vieron
cruzar la calle, extasiados. Frattini lamentó que se alejara perdiéndose en los
pasillos de una galería. Franco, en cambio, parecía estar esperando justamente eso.
-
Vení conmigo – dijo y cruzó la
calle en dirección al auto.
Frattini
lo siguió, como lo había seguido años atrás para fugarse del reformatorio. Al
llegar junto al Ford estacionado, Franco miró en todas direcciones. Después
abrió la puerta y tomó la cartera que la mujer había dejado sobre el asiento
del acompañante. Franco cerró la puerta del Ford y empezó a caminar.
-
Ahora nos vamos caminando
tranquilamente, sin correr.
Se
alejaron con la serenidad de dos monaguillos en dirección a la avenida
Corrientes: dos muchachos apuestos, bien vestidos, tan civilizados que
seguramente habían encontrado ese bolso de mujer y ahora iban a devolvérselo a
su dueña.
Entraron
a un bar. Franco abrió la cartera debajo de la mesa para que nadie lo viera.
Con una mirada rápida y rápidos movimientos de manos, retiró un fajo de
billetes, lo dividió en dos y le entregó la mitad a Frattini.
-
Tomá tu parte – dijo.
-
¿Para mí? – preguntó Frattini,
agradecido.
Franco
acababa de darle una suma que equivalía a la mitad de su sueldo. Pero eso no
era todo, a Franco le brillaban los ojos:
-
Están las llaves de la casa y el
documento con la dirección, también.
Frattini
lo miró, esperando que continuara.
-
Dejemos pasar unos días… la semana
que viene vamos a la casa y entramos. ¿qué te parece?
La
semana siguiente, a la hora del almuerzo Frattini se dirigió al bar de la Avenida
Corrientes donde lo esperaba Franco. Su amigo estaba nervioso, y no dejaba de
hablar.
-
Es la primera vez que voy a entrar
a un departamento.
-
¿La primera vez?
-
Sí, y este hecho va a ser algo muy
grande.
Él
también estaba nervioso; aquel “hecho”, como lo llamaba Franco, era muy
distinto y mucho más peligroso que robar el dinero de los sifones. Esperaron
hasta las dos para asegurarse de que el portero del edificio estuviera
durmiendo la siesta. Entonces pagaron los dos cafés que apenas si habían
probado por culpa de los nervios, y salieron a la calle.
El
edificio de la mujer del Ford parecía un monumento a la riqueza porteña: la
fachada y los escalones estaban recubiertos de mármol blanco y negro, y la
puerta de calle era de hierro con detalles de bronce incrustados. El portero no
estaba, y a esa hora tampoco se veían vecinos en la calle ni en el hall de
entrada.
Con
los nervios mal disimulados, Franco tomó el llavero de su bolsillo e introdujo
una de las tres llaves dentro de la cerradura. Frattini contenía el aliento,
Franco probaba con todas las llaves. Cuando vio que la puerta cedía, sintió una
alegría casi infantil. Franco también parecía divertirse:
-
Después de usted, señor Frattini.
La
mujer del Ford vivía en el cuarto piso, y ellos tomaron el ascensor sin pensar
en los peligros que podrían esperarlos arriba. Al llegar a la puerta del
departamento, Franco tocó timbre para asegurarse de que estaba vacío. Esperaron
durante unos minutos, ocultos a un lado y otro de la puerta, pero nadie salió.
Sólo
entonces volvieron al trabajo.
La
puerta tenía dos cerraduras. Franco tomó el llavero e introdujo una llave en el
tambor superior. Con un leve movimiento de su muñeca, hizo girar la llave. Él y
Frattini se miraron. Luego, Franco se encargó de la segunda cerradura. Esta vez
tuvo que exigirse un poco más, no porque fuera la llave equivocada, sino porque
debía abrir sin hacer el menor ruido que despertara la atención de los demás
vecinos. Al fin, apoyó una mano sobre el picaporte de la puerta, e hizo girar
la llave con la delicadeza de un cirujano.
Y
la puerta se abrió.
Si
la fachada del edificio le había resultado lujosa, el interior del departamento
a Frattini terminó de encandilarlo: un comedor enorme, cuadros con motivos de
caza que colgaban de las paredes empapeladas, una araña de cristal que pendía
del techo, muebles de madera lustrados, colmados de piezas de plata y porcelana,
alfombras tejidas que decoraban el piso… sólo faltaba Rita Hayworth acostada en
un sillón.
Franco,
menos contemplativo y más práctico, ya había empezado a recorrer las
habitaciones del departamento en busca del cuarto de los mayores. Al abrir la
tercera puerta, gritó:
-
Es acá, Carlitos.
Frattini
dejó de lado su fascinación para ponerse en movimiento: entró al cuarto donde
estaba Franco y lo ayudó a buscar objetos de valor en los cajones de los muebles.
En la mesa de noche, recogió un reloj y una cadena de oro; en un cajón del
ropero, un sobre con dinero y un broche de corbata de oro con piedras que
brillaban. Eran diamantes, aunque eso lo sabría más tarde. Dobladas en perchas,
en el ropero había docenas de corbatas de seda con distintos motivos y colores.
Frattini eligió las que más le gustaban y se las guardó en los bolsillos, con
las alhajas. Para entonces Franco ya tenía los bolsillos llenos de anillos,
cadenas y pendientes de oro.
Con
la obsesión de dos continuistas cinematográficos, se encargaron de dejar todo
acomodado tal cual lo habían encontrado al llegar. Al fin intercambiaron una
breve sonrisa de triunfo, salieron del departamento y cerraron la puerta con
las dos llaves. Salvo por los objetos que faltaban, la mujer del Ford azul
nunca podría darse cuenta de que en la casa habían entrado ladrones. Frattini y
Franco estaban pletóricos, demasiado excitados como para esperar el ascensor. Se
lanzaron escaleras abajo, bajando los escalones de dos en dos. El tintineo de
las joyas en su bolsillo era música para los oídos de Frattini.
Cuando
salieron a la calle, Franco propuso ir a un bar para evaluar el botín. Sentados
a una mesa, con dos cafés como disfraz de clientes inofensivos, cada uno se
dedicó a mirar el contenido de sus propios bolsillos. Demasiado oro, demasiado
dinero. Dividieron los billetes, mitad para cada uno. Frattini creía que harían
lo mismo con las joyas, pero entonces Franco dijo:
-
Hay que reducir las alhajas.
-
¿Reducir?
-
Venderlas.
-
¿Dónde?
-
En la calle Libertad, yo conozco
un reduce que compra oro robado sin hacer preguntas.
A
pocos metros del edificio de Tribunales, símbolo de la legalidad y la
ilegalidad argentina, la calle Libertad era un mundo paralelo de joyas, relojes
y estafadores encubiertos. La joyería que ellos buscaban estaba en la esquina de
Tucumán. Dentro, una mujer atendía a dos ancianas. El hombre que estaba detrás
del mostrador los recibió con una mueca incómoda. Sin embargo, cuando los hizo
pasar al cuarto posterior del local, el tipo sonrió con cordialidad.
-
¿Qué trajiste, Tanito?
-
Algunas cosas.
Franco
y Frattini vaciaron sus bolsillos sobre una mesa. El hombre primero contempló
las joyas con indiferencia, y luego se detuvo a mirar cada una de ellas con una
pequeña lupa, en especial el broche de corbata con diamantes que había robado
Frattini. El reduce, así lo había llamado Franco, gesticulaba con exageración
para quitarle valor a las alhajas. Al fin, pesó el oro y les dio un precio
estipulado. Ellos lo aceptaron, no estaban en condiciones de exigir nada.
Dividieron el dinero allí mismo.
Tres
meses de sueldo en apenas una hora.
Frattini
no salía de su asombro.
Ya
en la calle, vio que eran las tres y media de la tarde; debería haber regresado
a la tienda hacía más de media hora… Tenía que apurarse, pensar una buena excusa.
Sin embargo no estaba preocupado: el fajo de billetes en su bolsillo le
provocaba una felicidad inmensa que no se podía empañar ni con el peor castigo
de su jefa.
-
Es más lindo que trabajar o robar
sifones, ¿no? – dijo Franco.
Frattini
soltó una carcajada sincera.
-
Qué te parece…
-
¿Entonces nos vemos mañana?
-
A la una, en el mismo lugar –
contestó Frattini."
***
"Lo que había empezado como un juego, desde entonces se convirtió en una profesión que no permitía errores ni improvisaciones. Religiosamente, Frattini y el Tano se encontraban todos los días a la una en la Churrasquita, un restaurante de la calle Corrientes.
Almorzaban
mientras iban trazando el itinerario del día. Elegían las avenidas más
prestigiosas, donde las joyas parecían salir de debajo de los adoquines. Después
pagaban la cuenta, se despedían de los mozos y empezaban su día de trabajo.
Había
pasado todo un año desde de su primer “hecho”, y ahora pocas veces se equivocaban
en el edificio que elegían. Les bastaba echar un vistazo para decidir si valía
la pena entrar: lo sabían por la cantidad de timbres del tablero del portero
eléctrico, por el revestimiento de las paredes, por los detalles de bronce de
las puertas… Siempre se inclinaban por edificios de pocos pisos, cinco a lo
sumo, para que, en caso de tener que escapar de la policía o los vecinos, no
los separaran demasiados escalones de la puerta de calle. Además, ya habían
aprendido que los edificios que tenían más de tres departamentos y más de cinco
pisos eran conventillos de concreto, ratoneras que se alzaban al cielo en busca
del espacio que sus míseros propietarios no podían pagar sobre la tierra.
Cuando
algún edificio les llamaba la atención, se fijaban si las persianas estaban
cerradas, un detalle que certificaba la ausencia de los dueños. Distraídamente,
mientras caminaban hacia la puerta de calle iban buscando una Yale entre las
llaves de sus bolsillos. Si el hall estaba despejado, uno controlaba los movimientos
de la calle mientras el otro abría la puerta con un disimulo que ya no
necesitaban fingir.
Subían
por el ascensor hasta el último piso. Frattini observaba por el ojo de la
cerradura, el Tano llamaba a la puerta. Si alguien respondía al llamado, se
lanzaban por las escaleras saltando como canguros… eran tan rápidos que cuando
la puerta del departamento al que habían llamado se abría, ellos ya estaban en
la calle. Pero lo mejor era cuando nadie contestaba. Entonces, elegían una
llave y abrían con una facilidad que hasta a ellos mismos los asombraba. Si una
puerta no abría, regresaban días más tarde para rematar el trabajo. Eran
aplicados, memoriosos, y disfrutaban mucho lo que hacían. Cuando entraban a un
departamento recorrían los cuartos hasta encontrar el de los mayores. Buscaban
los alhajeros y los fajos de billetes que siempre estaban escondidos en los
cajones de las mesas de noche y los de esas cómodas que, en todos los casos,
estaban rematadas por inmensos espejos, como si todos aquellos ricachones
tuvieran el mismo mal gusto o no se les ocurrieran otras ideas para decorar sus
habitaciones. Lo cierto es que esa coincidencia les facilitaba el trabajo. Se
guardaban todo en los bolsillos y luego volvían a acomodar la ropa en su lugar.
A veces descubrían a los propietarios durmiendo la siesta con placidez.
Entonces debían contener la risa, y se retiraban en puntas de pie para no
despertarlos. Deshacían sus pasos, y cerraban la puerta de entrada y salían a
la calle con cara de corderos degollados.
Cuando
los porteros volvían a ubicarse en sus puestos de trabajo, custodiando las
puertas con los rostros hinchados por el descanso y el cabello húmedo, peinado
a la perfección, Frattini y el Tano los saludaban con los bolsillos repletos de
billetes y joyas de todos los tamaños. Mientras recuperaban las fuerzas en un
bar, tomaban un café y se repartían el dinero. Nunca miraban las joyas en
público, así que no podían saber con certeza el valor del botín hasta que no
las veían en lo del reduce. José era uno más de la banda: les pagaba cada vez
mejor, y les enseñaba que el oro blanco era muy difícil de identificar a simple
vista, y que el platino podía parecer plata pero valía varias veces su precio.
Gracias a José, si encontraban un engarce de platino en un anillo de oro,
tenían la certeza de que el brillante era de excelente calidad.
-
Porque si es buena, la piedra come
el oro… – decía José.
-
Y le ponen platino porque es mas
duro… - respondían ellos a duo, tratando de memorizar sus palabras.
Frattini
regresaba a la pensión al anochecer, cargado de dinero. Ni siquiera se
molestaba en esconderlo. Lo guardaba en los cajones, sabiendo que al día
siguiente ganaría lo mismo o el doble. Se desvestía y caía rendido sobre la
cama, con las piernas acalambradas de tanto caminar y correr.
Pero
con un par de horas de sueño recuperaba la vida. Calentaba agua y tomaba mate
oyendo música en la radio. Después se bañaba, se afeitaba y elegía uno de sus
trajes nuevos, una camisa, una corbata y los zapatos haciendo juego. Se vestía
con una dedicación casi femenina. Se perfumaba viéndose en el espejo, orgulloso
de su propia imagen reflejada, y volvía a perderse en la ciudad.
Cenaba
en restaurantes, iba al cine o al teatro cada día. Los fines de semana terminaba
la noche en un salón de baile. Bailaba bien, y lo disfrutaba tanto que apenas
dejaba la pista por unos instantes para beber una soda en la barra. Nunca
tomaba alcohol, había crecido abstemio con sólo observar a su padre.
Una
noche descubrió un escote prodigioso entre los pasos de baile mal sincronizados
de las parejas que ocupaban la pista. El tipo de frack que llevaba a la mujer era
mal bailarín, y por la formalidad con que la tomaba estaba claro que no era el
marido, el novio ni el amante. Ni siquiera el hermano. Lentamente, Frattini fue
conduciendo los giros de la rubia insulsa con la que bailaba hasta quedar a
unos pocos metros de distancia de aquella morocha que lo había deslumbrado. Al
fin, la canción terminó y él se apuró en cambiar de pareja. Su jugada pareció
molestarle sólo a la rubia; el bailarín de frack ni siquiera parecía haber
notado el cambio de pareja.
La
mujer del escote le sonrió, pero Frattini ya había comenzado a bailar. Bailaron
hasta el intervalo sin decirse una sola palabra. Después fueron a la barra, pidieron
bebidas y se presentaron. Se llamaba Leonor, y Frattini pensó que su nombre
sintonizaba con el dramatismo de su rostro pálido, apenas salpicado de pecas, y
esos profundos ojos negros que miraban todo con una tristeza desoladora. Se
notaba que era mayor que él, como la mayoría de la gente que estaba en esa
milonga. Sin embargo lo escuchaba, le sonreía y, cuando, tras un largo rodeo
cargado de indecisión, Frattini la invitó a dormir a su pieza, ella aceptó con otra
sonrisa.
Además
de ser hermosa, Leonor poseía una sinceridad que abrumaba. La misma noche en
que se conocieron le contó toda su vida. Provenía de una familia humilde del
interior, de una lejana provincia custodiada por altas montañas con las que Leonor
soñaba cada noche. Estaba sola en Buenos Aires. Trabajaba como secretaria en
una agencia de viajes que era propiedad de su amante, un tipo casado y con
hijos que hacía dos años que le venía prometiendo que dejaría todo para irse
con ella. Frattini comprendió el origen de su tristeza, y se animó a contarle
los malos recuerdos de su propia infancia. De su debilidad por las puertas no
dijo nada, y cuando ella le preguntó a qué se dedicaba él dijo que era cobrador
de deudores morosos.
Leonor
se mudó a la pieza de Frattini esa misma semana, con la condición de que cuando
su amante dejara a la mujer para casarse con ella, Frattini lo aceptaría sin
hacer planteos estúpidos. Él aceptó, como también aceptó su inexistencia: el
amante de Leonor no podía saber que vivían juntos. Siempre le había costado aceptar
las condiciones ajenas, pero esta vez lo hizo con satisfacción. Le gustaba esa
autoridad maternal con que Leonor lo trataba. Tenía veintitrés años, siete más
que él, y le hablaba como si hubiera vivido mil vidas.
Se
convirtieron no sólo en amantes, sino también en compañeros de espera. Ella
aguardaba el momento en que su amante cumpliera su promesa, él que el próximo
robo al fin lo convirtiera en millonario. Vivían juntos dos vidas paralelas que
apenas se cruzaban en la cama y, luego, por la noche, cuando el amante de
Leonor cenaba rodeado de su familia y los edificios de Frattini estaban
ocupados por sus dueños, ellos dos salían a cenar a los mejores restaurantes,
iban al cine, a bailar y a hoteles costosos que les permitían disfrutar de la
espera. A Frattini le costaba aceptar el mísero destino que había aceptado su
hermosa compañera: resignada a las sombras, prostituta solapada por un puesto
de secretaria, dejaba que su vida transcurriera por los lugares que decidían
otros. Él nunca hubiera aceptado
semejante destino.
Cada
día, Leonor se marchaba a trabajar y él se quedaba en la cama hasta el
mediodía. Después se bañaba y se vestía para ir a encontrarse con Franco. La
sociedad que formaban con el Tano era casi perfecta: se entendían con sólo
mirarse, se divertían, se llenaban los bolsillos y progresaban cada uno a su
modo. Sin embargo, había cierta temeridad, cierta prepotencia en su compañero
que a Frattini lo preocupaba. Un día, mientras almorzaban antes de salir a trabajar,
el Tano se abrió brevemente el saco para mostrarle el mango de la pistola que
llevaba sujeta al cinturón. Frattini se quedó en silencio mientras el Tano
sonreía. Al fin, rompiendo la sonrisa de su compañero con un gesto serio, casi
enojado, dijo:
-
Tano, el arma es para usarla.
-
No, es para asustar… - dijo
Franco.
-
No. Si salís con un arma, tarde o
temprano la vas a usar. Y yo no quiero armas. Ni ahora ni nunca – dijo
Frattini.
Franco lo miró largamente, tratando de adivinar por qué
reaccionaba así frente a una pistola. Sólo Frattini podía saberlo: a sus
diecisiete años ya había vivido entre tanta violencia como para llenar un par
de vidas.
-
Si nos quiere parar la cana nos
puede servir… - dijo el Tano.
Frattini partió el aire con una mano, sin dejar lugar a las
confusiones:
-
Si nos para la cana vamos adentro.
Prefiero entrar a la cárcel como ladrón y no escaparme como un asesino.
El Tano resopló, aburrido. Frattini se acodó en la mesa y
acercó el rostro para que su compañero comprendiera que no lo estaba
aconsejando. Todo lo contrario: le estaba haciendo una advertencia.
-
Yo no salgo con armas. Si no la
dejás, no volvés a salir conmigo – dijo.
Franco asintió, pero no pudo esconder la furia de sus ojos.
Frattini
regresaba a la pensión cuando caía la tarde. Le gustaba abrir la puerta de la
pieza y encontrar a Leonor en ropa interior, pintándose las uñas o arreglando
la ropa del armario. Cuando alguna joya lo deslumbraba, le pagaba la mitad a
Franco y la conservaba para regalársela a ella. Las joyas tenían el poder de
borrar la tristeza de sus ojos negros al menos durante unas horas. Leonor siempre
le preguntaba de dónde la había sacado, y Frattini la besaba y le decía que le
había tocado visitar a un deudor que era joyero. Aquellas explicaciones
ridículas bastaban para adormecer su desconfianza, y siempre la hacían sonreír.
Después se colocaba el collar de perlas, el anillo de diamantes o el reloj
pulsera de oro y caminaba desnuda por la pieza, exhibiendo el regalo y unos
senos dignos de las mejores joyas"
Un caballero en el purgatorio. Sudamericana, 2012.
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