Lindo día para estar debajo de un limonero. Mejor en Durazno, que acá hay demasiado porteño y la humedad es insoportable.
"Al llegar al geriátrico lo primero que hizo fue pagar su deuda
en homenaje a la vejez que Andrés Hirsch ya no iba a tener.
El administrador apenas si podía creerlo. Incluso lo trató bien
y esta vez ni se quejó del trato aristocrático que exigía su
madre.
En el pasillo vio a un anciano jugando a los autitos chocadores
con una silla de ruedas más grande que la puerta del
baño al que quería entrar. Los demás estaban dispersos por el
jardín, algunos conversando, otros leyendo, la mayoría quietos
en sus abrigos de lana, bajo el sol de la tarde. Balestra buscó a su
madre y la encontró apartada de todos, a la sombra de un limonero,
moviendo sus largos dedos en una repetición eterna de
las melodías que ya no podía tocar en el piano. Notó que se
había empequeñecido un poco más, y temió que fuera a quebrarse
o a volarse con el viento. Sonrió sin que ella lo viera; se
secó los ojos con el puño de la camisa y se acercó.
—Buen día.
Su madre despertó lentamente, abriendo unos ojos gastados.
Lo miró, primero los pies, luego la cara. Balestra se alegró
de que al menos lo reconociera.
—Tienes los zapatos sucios. Dile a una de las chicas que te
los limpie.
—¿Qué chicas?
—A las chicas del servicio, las que están vestidas de blanco.
—¿Cómo anda, mamá?
—Como siempre.
—Qué lindo día, ¿vio?
—Hace mucho calor. Te dije que no quería venir a Montevideo,
no sé por qué no me has dejado en Durazno... acá hay
mucha humedad y eso no me hace bien. Además no me has
traído el piano. Mañana tengo que dar un concierto en la parroquia
y no puedo ensayar. ¿Por qué no llevas uniforme? Antes
los comisarios usaban uniforme, imponía más, pero ahora
parecen débiles con esos trajes modernos que llevan. Si tuvieras
uniforme todos te mirarían con más respeto: tú eres comisario,
Álvaro, tienes que llevar uniforme. Si te viera tu padre…
Cuando él decidió escaparse a Buenos Aires, el comisario
de Durazno, su padre, hijo y nieto de comisarios, lo consideró
un traidor: justo en el momento en que todas las fuerzas policiales
de América debían unirse para luchar contra los comunistas,
su único hijo se comportaba como un hereje y un cobarde.
Murió sin perdonarlo y con la frustración de ver el final
de la saga de Balestra y el regreso de la democracia. Su madre,
en cambio, le dio plata para que se fuera y durante años fue la
única que mantuvo contacto a través de cartas y llamados telefónicos.
Pero ahora que estaba senil, ella había decidido que sus
sueños y los de su marido al fin se habían cumplido: estaba
convencida de que su hijo era comisario, que Pacheco Areco
era el presidente del Uruguay y que su familia seguía siendo la más rica de
una próspera ciudad ganadera, agrícola y libre de subversivos
llamada Durazno.
Llevarle la contraria hubiera sido un acto de crueldad. Después
de todo era feliz así como estaba, sin registrar nada, ni siquiera
la ausencia de una amiga que había muerto hacía más
de quince años:
—Ayer vino a tomar el té Angélica. Te manda saludos.
—¿Y cómo olía?
—Bien, acaba de llegar de Europa. Estuvo en el Vaticano y
me trajo un rosario bendecido por el Papa. Siéntate, les diré a
las chicas que te preparen el té con leche. ¿Y Nito? Como me
entere que está pateando el balón en el jardín…
Nito. Su primo Antonio. Habían sido inseparables durante
la infancia. A veces lo extrañaba, veinticinco años era demasiado
tiempo. Su madre hizo silencio; estaba mirando a tres
ancianas que tejían a unos metros de donde ellos estaban.
—Se la pasan así todo el día. O miran televisión. Y hablan,
no dejan de hablar ni un segundo… Encima hablan como porteños,
ni siquiera como montevideanos… esos argentinos nos
están quitando hasta la forma de hablar.
—Son porteños, mamá.
—¿Y me vas a decir que habiendo tantos hoteles en Montevideo
me has metido en uno que está lleno de argentinos?
Quiero salir. Mañana voy a ir a nadar al club, y después tengo
un almuerzo con María Laporta, ¿te acuerdas de ella? Y dime,
¿por qué no has venido con Laura y Sofía?
—Sofía está estudiando en España. Laura…
—¿Quién?
María y Eusebio Laporta habían muerto antes de que él
naciera, su madre no sólo había dejado de nadar hacía cuarenta
años sino que ahora ni siquiera podía bañarse sola... y Laura, su
mujer… Más que reírse, Balestra tuvo ganas de zamarrear a su
madre y recriminarle cada uno de sus desvaríos.
Hacía calor; bajo el limonero, además de sombra, había
también decenas de mosquitos. Su madre había cerrado los
ojos y ahora dormía con una paz envidiable, sin dejar de mover
los dedos… Se quedó sentado junto a ella en silencio,
recordando el sonido del piano en su infancia en Durazno, y
a Nito, y a Laura y a Sofía… Después de un rato, se incorporó
y dijo:
—Vuelvo a la comisaría.
Ella no contestó; el viento había parado, y ahora su cuerpo
de niña vibraba sólo por el ritmo de su respiración. Balestra la
besó en el cabello y se alejó, esquivando sillas de ruedas y ancianos
quejosos que olían a muerte y encierro. Le hubiera gustado
llevarse una mano al arma y acabar con las miserias de
todos aquellos viejos."
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