Las muñecas de Hanka: la historia de una niña que sobrevivió al Holocausto
Por María Pettinelli. Fotos: Patricio Pidal / AFV
2/2/18
Hanka Dziubas, de 87 años, cuenta su
historia una vez más. Habla rápido, dice algunas frases en polaco,
pronuncia el alemán a la perfección y, cada tanto, consulta cómo
expresar determinada idea en español. Tenía 9 años cuando estalló la
guerra en Polonia. Su padre le prometió que cuando terminara le
compraría su primera muñeca de porcelana.
Ella era la menor de siete hermanos, tres varones y cuatro mujeres. Su padre había quedado viudo un año después del nacimiento de su última hija. Después de que estalló la Segunda Guerra Mundial, vivieron en el ghetto de Lodz, en Polonia, y fueron sometidos al régimen alemán. Años más tarde, ella y dos de sus hermanas fueron trasladadas a Auschwitz, campo de concentración y de exterminio.
Del largo número que le asignaron en el campo, ella solo pudo retener las últimas tres cifras: 753. Allí las hermanas perdieron el habla pero resistieron en silencio, acompañándose con miradas y con pequeños gestos de solidaridad. "Las tres sabíamos que si se enteraban de que éramos hermanas nos iban a matar", recuerda Hanka. Más tarde, comenzará un derrotero por los distintos campos de trabajo y de aniquilación de Alemania. La compañía de sus hermanas y la necesidad de perseverar juntas fue, por muchos años, la única certeza.
Por mucho tiempo prefirió mantener en silencio su memoria, sus recuerdos del horror. Sin embargo, cuando en 2015 recibe la invitación de la escuela judía ORT para viajar con los alumnos a Polonia, Hanka comienza a concebir la idea de transmitir sus vivencias. En el viaje, participó de la Marcha por la Vida, en donde ciudadanos de distintas partes del mundo se unen en una silenciosa caminata entre los campos de Auschwitz y Birkenau, para brindar homenaje a las víctimas. "Me trataron como una muñeca de porcelana", dice cuando recuerda el cariño que recibió de los estudiantes. En su departamento, Hanka se esfuerza en contar su historia. Cada tanto se interrumpe e invita a los oyentes a tomar el café. "Voy a descansar un rato", justifica.
Cuando regresa del viaje, Hanka decide buscar a la persona indicada para que cuente su historia y la de su familia. Así conoce a Parisi, que ya había escrito sobre el tema en dos oportunidades: El ghetto de las ocho puertas (2009) y La niña y su doble (2014). El de inmediato se interesó en su vida. "Lo único que ella quería era no mentir. Contar lo que vivió, lo que sintió y vio con los años que tenía", dice el escritor. Parisi comparte el privilegio que tuvo él de escucharla durante un año respetando la memoria y la voz de esa niña. "Las cosas se empiezan a nombrar en el momento en que ella empieza a trabajar y comienza a tener conciencia de lo que estaba pasando".
Volver a Polonia, volver a Auschwitz, significó enfrentarse con sus recuerdos más dolorosos y con ese pasado que se había propuesto olvidar. "Lo peor fue cuando se llevaron a mi papá. Él era mi Dios, mi tesoro", cuenta. En su relato Hanka vuelve a narrar escenas que marcaron su niñez, las mismas que Parisi supo reflejar en la novela. Uno de los momentos más trágicos que recuerda fue cómo un soldado alemán pisó con su bota la cabeza de un recién nacido delante de la madre. El sonido que provocó el zapato contra el suelo atormentó a Hanka durante muchos años. "Yo no miento. Esto pasó, ¿pueden creerlo? Cómo el hombre puede hacer a otro hombre algo así", dice varias veces durante la charla, ante anécdotas igualmente crudas.
Más tarde, cuando la historia de los campos sorprendiera al mundo, Hanka se enteraría de "los jóvenes del ghetto de Varsovia". Un grupo de hombres que hicieron bombas caseras en el sótano de una casa para pelear contra los tanques alemanes. "Solo duraron tres días, hasta que dinamitaron el lugar. Pero dejaron un legado y por eso estoy sentada acá: con sangre escribieron en la pared 'no nos olviden'. Y. ¿Cómo me voy a olvidar?", cuenta Hanka, tantos años después.
La resiliencia la llevó a reconstruir desde el amor. Muchos de los sobrevivientes al poco tiempo de ser liberados, se juntaron para formar nuevas familias. La terapia, en su caso, fue el paso del tiempo. Se casó con León Grzmot, otro sobreviviente, antes de viajar a la Argentina, y tuvieron hijos, tuvieron nietos. "A veces pienso que estoy sentada acá, después de todo lo que pasamos, y me pregunto de dónde saqué tanta fuerza". Y más tarde, casi como respondiendo a su pregunta, Hanka dice: "Dios me dejó viva para transmitir".
Para muchos sobrevivientes, la necesidad de que el mundo conozca lo sucedido allí dentro y que la humanidad lo crea fue la forma de liberarse de la opresión, de lo siniestro y de lo impensable que fue que el hombre haya conocido su nivel máximo de destrucción.
Hasta el día de hoy, Hanka no ve documentales ni películas que traten de guerra, de tiros, de sangre. "Salgo y los espero en la confitería", cuenta. Mientras que con sus hijos jamás conversó sobre su vivencia. "Ellos ni preguntan. Saben que me duele", dice.
"El objetivo de la novela era buscar a esa niña que todavía está llorando porque le sacaron al padre", dice Parisi. Y Hanka lo reafirma: "Siempre" -autorizando lo que el escritor acaba de decir-. Más tarde, llorará una vez más con solo nombrar a su papá.
En el living se ven muñecas sobre un televisor antiguo y también sobre un aparador. "Son mi hobby", dice Hanka con una expresión tierna. Durante toda su vida, a cada lugar que viaja y todas las veces que tiene ganas, se compra una muñeca. El regalo de su padre hubiese significado el fin de la guerra. Hoy, cada muñeca de Hanka quizás sea un símbolo de paz."
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