Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

domingo, 29 de abril de 2018

Mira, Nusia, Hanka y Coco en Corral de Bustos.


El jueves pasado, 26 de abril, tuve la suerte de participar en el seminario "Reflexiones en torno al Holocausto y su enseñanza" que se desarrolló en Corral de Bustos, Córdoba, y que fue organizado por las profesoras Gladys Rosales, Alejandra Calvo, Vanesa Canavesio y Andrea Bartolucci. Desde el momento en que me bajé del micro hasta que me fui tuve la sensación de que me estaban tratando como si fuera mucho más de lo que soy. Después entendí que esa hospitalidad y el trato afable eran tan significativos como su dedicación y compromiso con la docencia.

Por la mañana visitamos la Biblioteca Pública, Municipal y Popular Dr. Ermes Desio, donde por la tarde se iba a desarrollar el seminario. Nos recibieron con mucha generosidad para mostrarnos el enorme laburo que hacen con el apoyo de la CONOBIP. Yo les doné ejemplares de El ghetto de las ocho puertas, La niña y su doble y Hanka 753 para que todos los interesados de la ciudad pudieran leerlos.




A la tarde empezó el seminario, que estaba destinado a todos los docentes y estudiantes de profesorados de la ciudad y de las localidades aledañas que quisieran ahondar en un tema que, si bien no siempre pertenece a la currícula, es vital para inculcarles a los jóvenes la tolerancia entre los pueblos, la igualdad, y para combatir tanto el antisemitismo como cualquier tipo de discriminación. Un tema tan importante que la propia Legislatura de Córdoba le dio su adhesión al seminario.

Yo participé en calidad de autor de la Trilogía del Holocausto, pero tuve la suerte de poder escuchar a docentes que enfocaron el tema desde distintas ópticas.
  
La querida Prof. Esther Slepoy de Kaplan, de Rosario, habló de "La literatura de la Shoá” y dijo muchas cosas que yo había aplicado a las tres novelas sin darme cuenta.



Verónica Kovacic presentó su libro "Conocer, Comprender y Recordar. Recursos para enseñar el Holocausto/Shoá y otros procesos genocidas” con una gracia, inteligencia y contundencia que nos hipnotizó a todos los que estábamos ahí.



Después llegó el turno de la ponencia “Diversidad. El escenario social” de la querida Prof. Nejama Mekler de Schneid, que desnudó todos los prejuicios que las sociedades arrastran, en especial la argentina.





El cierre fue fantástico y estuvo a cargo de Graciela Nabel de Jinich, que además de ser una querida amiga es educadora, y fue directora del Museo del Holocausto y estuvo a cargo de las entrevistas a los sobrevivientes de la Shoa que viven en Latinoamerica para conformar el registro audiovisual de la Fundación Spielberg. Habló de los testimonios y el cine, y proyectó una película hermosa que yo no había visto: “Lea y Mira dejan su huella: Dos Vidas después del Holocausto”. Se las recomiendo mucho. Dos mujeres maravillosas, amigas, que recuerdan juntas lo pasado en Auswitch.
 


 
A lo largo de todas las horas que pasamos en el auditorio hablando de estos temas, creo que todos aprendimos algo nuevo. Yo, seguro. Uno cuando escribe generalmente no se detiene a pensar teóricamente en muchas cosas que, al escucharlas en boca de gente tan formada y capacitada como mis compañeras de ponencia, aclaran un montón de cosas y permiten pensar con más claridad.
Por otro lado, me conmovió el interés de todos los que fueron a escucharnos. Algunos hicieron 90 km para asistir al seminario, que fue un éxito gracias al empeño y al laburo de estas cuatro mujeres: Gladys, Andrea, Vanesa y Alejandra.


Vivimos en un país donde siempre se dice que nuestros problemas se deben a la mala educación de los jóvenes y que eso es responsabilidad de los docentes, que no trabajan, que no se forman. Si piensan así, vayan a Corral de Bustos. Ahí, como en tantos otros lugares, van a ver que esa frase hecha se rompe en mil pedazos gracias a la fuerza, el empuje y el compromiso de los docentes como Gladys y su equipo, que le ponen garra a su formación (y pulmones, porque el apoyo estatal no alcanza y el reconocimiento es una quimera) con un sólo objetivo: formar buenos alumnos, pero sobre todo buena gente. A todos ellos, incluidas mis compañeras de exposición, mi admiración y mi agradecimiento.



Acá abajo, les comparto el texto que leí.





"Buenas noches.
Mi nombre es Alejandro Parisi. Soy autor de novelas, cuentos y guiones infantiles.
Como les dije, mi apellido es Parisi. Y mis abuelos, sicilianos. Desde chico, mucho antes de convertirme en lector y autor, siempre disfrutaba sentarme en la cocina de mi abuela Chichina a tomar matecocido mientras ella me contaba historias de la guerra, de la vida en los tiempos en que los fascistas recorrían la isla y les impedían a los campesinos como ella y mi abuelo dedicarse a trabajar la tierra. Me hablaba de las bombas, de los aviones, de los paracaidistas cayendo como ángeles en el cielo de Sicilia. Sentado en esa cocina que todavía hoy visito, descubrí que en el siglo XX la humanidad había conseguido un avance impensado, pero también había alcanzado los bordes más oscuros de la barbarie.

La pregunta que quizá se hagan, y que muchas veces me hicieron, es ¿por qué alguien que no es judío se dedicó a escribir tres novelas sobre el Holocausto? La respuesta está en otra abuela, Mira, la abuela de mi amigo Ary Erlich. En 2007, años después de haber publicado mi primer libro, andaba trabado con una novela que no avanzaba y mi amigo Ary tocó el timbre de mi casa, entró, se sentó en un sillón y me dijo: “Quiero que escribas la vida de mi abuela”.

Durante los años que llevábamos de amistad, Ary me había contado algunas anécdotas aisladas de la vida que sus abuelos habían pasado en el Ghetto de Varsovia, las selecciones, el escape, los meses que habían pasado vagando por los campos de Polonia escondiéndose de los nazis. La historia parecía inverosímil, demasiado sufrida y heroica, todo a un mismo tiempo.

Como pasa con los amigos, no pude negarme. Si bien no me sentía capaz de tomar esa responsabilidad como autor y amigo, la curiosidad me llevó a aceptar conocer a Mira y charlar para ver qué tan coherente y fiel era su historia.

El día que la conocí hablamos durante dos horas como tantas veces lo había hecho con mi abuela, y Mira, que por motivos familiares nunca había podido contar su historia y la de su hermana, abrió la caja de Pandora sólo para mí.

No pude resistirme. Su historia era demasiado buena como para no contarla. Yo necesitaba un argumento para mi segunda novela, y ella necesitaba alguien que escribiera su historia para dejarle su testimonio al mundo, pero sobre todo a sus nietos.

Así fue que me lancé a escribir esa novela que terminó llamándose El ghetto de las ocho puertas y que puso sobre la mesa de la familia Erlich la verdadera identidad de Teo, el padre de mi amigo Ary, que realmente no era el hijo de Mira sino su sobrino, el hijo de Boris y Edwarda, asesinados por los nazis, un chico que había sobrevivido gracias al cuidado de una familia polaca, un chico al que Mira y Edek, su marido, adoptaron e hicieron pasar por hijo suyo para poder escapar de las ruinas de Europa.

Con su relato Mira no buscaba vanagloriarse de nada, ni de su fuerza para enfrentar el dolor, ni de la heroicidad que tuvieron para participar del Levantamiento de Varsovia ni nada parecido. Lo que ella quería era rescatar la memoria de su hermana y de su madre. La novela era como una oración de despedida para aquella hermana y madre que no había podido ver crecer a su hijo. De hecho, la primer versión tenía por título Kadish.

Durante el año que charlamos, yo iba escribiendo capítulos que Mira disfrutaba, y que Teo leía con ansiedad, desesperado por conocer su verdadera historia. El día que terminé la novela, mira con los ojos llenos de lágrimas me dijo: “Fue así, tal cual usted lo escribió”. Ese fue el mejor comentario que podía escuchar: la certeza de que había entendido y sentido las palabras y los hechos que ella quería dejar como legado.

Mientras el libro entraba en proceso de edición, Mira enfermó de gravedad. La última vez que la ví, ella estaba en silla de ruedas, sonriente, rodeada de sus nietos durante una entrevista que Jorge Fernandez Diaz le hizo para La Nación. La nota se tituló “Una mujer con dos terribles secretos”. Dos secretos que ya no eran tales, porque ya habían sido develados por el libro. Esa tarde, en su casa, debilitada por la morfina, Mira me agarró la mano y me dijo “Usted es mi octavo nieto”. Todavía me emociona recordarlo.

Murió en 2009, dos meses antes de que el libro saliera a la calle. Pero se fue tranquila, sabiendo que conocerían su historia.

Lo extraño es que su historia no dejó de leerse en todos estos años. Hace unos meses, nos llegó un mail de una profesora de Literatura de la provincia de San Juan, donde nos contaba que ella y la profesora de Historia de la escuela habían desarrollado un proyecto transversal entre las dos materias para que los chicos conocieran el siglo XX a través del libro de El Ghetto de las ocho puertas. De los tres, quizá ese es libro mas enciclopédico. No es arbitrario: era mi llegada al tema, quería que tanto yo como los lectores supiéramos cómo avanzaba la guerra en el mundo mientras, en Polonia, los judíos eran masacrados por los nazis. Ese contexto que durante toda la novela acompaña a los personajes y a esa primera persona que relata la novela con la voz de Mira, les sirvió a esas docentes para mostrarles el siglo XX a los chicos del mismo modo que, tiempo atrás, la voz de mi abuela me contaba cómo habían sido aquellos años oscuros.

La experiencia de ese trabajo transversal fue positiva para todos: para los docentes, porque lograron que los chicos aprehendan (con h intermedia) disfrutando de una lectura entretenida basada en hechos reales vividos por una familia argentina. En los chicos, el efecto fue mucho mas grande porque sintieron empatía con los personajes y, sin darse cuenta, entendieron un montón de conceptos que estaba interconectados: los DDHH, el contexto histórico, la literatura, el genocidio.

Después de leer la novela, comenzaron a llegarnos mensajes de los chicos, fotos, videos… fue tanta la sorpresa y la alegría que Teo, el nene de la novela, decidió tomarse un avión para conocer a esos chicos que lo tenían como héroe por haber sobrevivido al nazismo.

Dos años después, llegó Nusia. Su historia era muy distinta a la de Mira. Pero compartían algo: nunca se la habían contado a nadie. Incluso, Rudy, su hijo, el día que me llamó para preguntarme si me interesaba escribir esa historia que él conocía a retazos, me dijo: “Igual no te la va a contar. Mamá no habla de eso con nadie.”

Conocí a Nusia con el temor de que mi presencia la incomodara, o que la fragilidad de sus años volviera a golpearme como había pasado con Mira.

A simple vista, me di cuenta de que además de ser hermosa e inteligente, Nusia quería hablar. Contar. Pero, sobre todo, como Mira, ella quería buscar. Quería buscar en el fondo de su memoria al padre que le habían quitado los nazis. Sin darme cuenta, o mejor dicho, incapaz de rechazar una historia tan hermosa y potente, volví a pasar un año escuchando a otra abuela. Su historia era muy distinta a la de Mira, que había vivido el encierro del ghetto, el escape, la resistencia…

Nacida en Lwow, hoy Ucrania, Nusia había tenido que abandonar a su padre para poder salvarse de los nazis. Él le había conseguido los papeles de una nena católica ucraniana fallecida poco antes de la guerra. Durante un tiempo, Nusia vivió con un maestro en las afueras de Lwow para aprender a actuar como católica y las oraciones que debía entonar para aparentar eso que no era. Al fin, su padre la envió a un orfanato de Varsovia donde ella debía pasar la guerra, a salvo de todo. Lo que su padre no sabía era que poco después de llegar, la mujer de uno de los militares ucranianos más crueles y antisemitas la adoptaría como hija y se la llevaría a vivir a su casa. Convertida en otra niña, Slawka, Nusia tendría que asistir a los bailes organizados por las SS, a las reuniones donde se definían las acciones militares destinadas a destruir a su propio pueblo, ese pueblo que Nusia no podía nombrar ni evocar, salvo en la noche, cuando se quedaba sola en su cama.

Desde el principio, supe que el título de esa novela sería La niña y su doble, como aquel libro de Artaud donde habla de las dos caras del teatro. Nusia había tenido que desdoblarse para sobrevivir.
Mientras conversábamos, ella siempre repetía lo mismo: “Yo en la guerra no sufrí”. A veces me enojaba con ella: “Nusia, le quitaron a su familia, su idioma, su nombre… ¿cómo que no sufrió?” Ella negaba con la cabeza. No había pasado hambre, no había sido vejada, no había conocido los campos de concentración… Sentía culpa.

Poco a poco, a medida que el libro avanzaba, me di cuenta de que lo que ella quería era rescatar la memoria de su padre. Rudolph, su príncipe azul. Aquel judío capitalista que con la llegada de los rusos se hizo comunista, el mismo hombre al que vio por última vez desapareciendo en la bruma de una estación de trenes.

Es curioso, pero tengo que aceptar que la historia de Nusia me hizo pensar mucho en mi propia generación. Nací en Argentina en 1976, y muchos chicos de mi edad, de grandes se enteraron que aquellos que creían ser sus padres, en verdad no lo eran. Sus padres habían sido secuestrados, desaparecidos y asesinados al igual que el padre de Nusia. Como los hijos de los desaparecidos, Nusia también se había criado en una mentira. Con la diferencia que ella sabía perfectamente quién era y por qué lo hacía.

Tanto es así que en 2015, un año después de la publicación de La niña y su doble, me escribió una chica de secundario, de un colegio católico de la provincia de Buenos Aires. Había leído la novela y se la había recomendado a su profesora y compañeros para que la leyeran como material curricular de Literatura. En su mail, se deshacía en elogios para Nusia. Tiempo después, pude ir a su escuela a dar una charla y ahí la madre me contó que el libro le había pegado mucho a todos.
Uno escribe solo, pero los libros tienen vida propia.

Finalmente, cuando creía que todo lo que podía aportar con mi escritura sobre el Holocausto, hace dos años me presentaron a Hanka Grzmot. Con en los otros casos, me contaron brevemente su historia: “Hanka sobrevivió a Auschwitz”. En ninguno de mis otros libros yo había escrito sobre los campos de trabajo ni los campos de exterminio, lo cual era como una cuenta pendiente. Pero El ghetto y La niña me habían dejado exhausto. Uno se compromete no sólo profesional, sino emocionalmente. Y el recorrido que como autor debo proponerle al personaje es complejo y me lleva a enfrentarlo con sus heridas y sus ausencias. No creía tener la fuerza suficiente para encarar ese proyecto.

Así fue que me dirigí a la casa de Hanka para decirle que no iba a escribir su novela. Mientras tomábamos café, Hanka comenzó a hablar como si estuviera sola: la guerra la había sorprendido con apenas 9 años, le había arrebatado a su padre de sus propias manos en una de las selecciones del ghetto de Lodz, había pasado tanta hambre que disfrutaban comer las cáscaras de papas que los nazis descartaban en la calle, la habían cargado con sus tres hermanas en un tren de carbón, había llegado a Auschwitz, había sufrido bombardeos, había pasado 36 horas desnuda bajo la nieve, formada en una fila que terminaba en los hornos, esperando la muerte, sin que la fila avanzara porque en su retirada de Europa, los nazis estaban apurados por desaparecer las pruebas de su barbarie y los trenes llegaban constantemente cargados de judíos. Ese día, cuando por un hecho arbitrario se salvó de la muerte, ella se prometió que contaría su historia. Y yo tenía que escribirla.

Salí de la casa pensando dos cosas: que si no escribía esa historia me iba a arrepentir siempre, y que
Hanka tenía la fuerza que a mí me faltaba.

Durante un año conversamos, escribí, ella me corrigió cada lugar, cada palabra, ansiosa por dejar su testimonio para que “eso”, como llama al Holocausto, “eso” no vuelva a ocurrirle a nadie. Pero, al igual que Nusia y Mira, la de Hanka también era la historia de una búsqueda: esa mujer de 86 años que me hablaba con dureza, volvía a convertirse en una nena de 9 años cada vez que recordaba a su padre.

Al fin, en noviembre pasado, se publicó Hanka 753, su novela, que ya está siendo leída por alumnos primarios y secundarios de distintas escuelas del país.

Hanka 753 es la tercera entrega de esto que terminó siendo una Trilogía del Holocausto compuesta por el testimonio novelado de tres mujeres enormes que, como mi abuela, me enseñaron que no podemos olvidar, que para saber quiénes somos debemos recordar de dónde venimos, que la humanidad es capaz de producir tanta belleza como sufrimiento. Que la memoria es la piedra angular de cualquier pueblo.

Ya no soy un chico que toma matecocido. Pero en el fondo, durante estos 10 años de charlas con Mira, Nusia y Hanka, sentí lo mismo que cuando la escuchaba y escucho a Chichina en su cocina, tomando matecocido o mate, hablando de la guerra, recordando a los que ya no están.
Hace unas semanas, con mi hija de 5 años vimos una película hermosa sobre una mujer como esas de las que les estoy hablando. “El olvido es peor que la muerte”, dice el padre de Coco desde el otro mundo. Y es una gran verdad. Mientras los recuerdos sigan en nuestra memoria, no habremos perdido la identidad, ni como personas, ni como sociedad, ni siquiera como especie.

Esa es nuestra batalla: no olvidar.

Muchas gracias."





4 comentarios:

  1. Hola Alejandro buen día ,haber compartido ese seminario sobre el Holocausto fue para mí muy significativo ya que era la primera vez que tenía contacto con representantes tan eruditas en su temas,Como profesora de Lengua y Literatura siempre sentí mucho interés por los temas relacionados.En cuanto a tu trabajo maravilloso recipiidor de estas tres historias tan magníficas.Mas aún que no representas a la colectividad judía,y por ahí me encuentro con vos,el hilo rojo de los relatos contados por nuestras abuelas hacen que nuestro oído sea fino, meticuloso... gracias porque la vida nos cruzó..
    Ahora leeré la historia de Hanka!

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    1. Gracias, querida. Sin abuelas no habría memoria. Que disfrutes la historia de Hanka, y despues contame. Abrazo

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  2. Muy cálidas tus palabras Alejandro. Gracias a vos por tu presencia tan enriquecedora y por este informe tan completo. Para nuestra ciudad fue un gusto escucharte. Hasta siempre. Alejandra

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    1. Gracias a ustedes por la invitación y la hospitalidad. Ya volveremos. Abrazo

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