En 2009, El ghetto de las ocho puertas ya estaba terminado. Mira había
leído la versión final, satisfecha, y esperaba poder ver el libro en las
librerías. Al conocer su historia, Jorge Fernández Díaz se interesó en
ella y propuso escribir una nota cuando saliera el libro. Pero cuando el
libro entraba en el proceso de producción, ella enfermó gravemente. Fue
todo muy rápido, y triste. Creo que fue mi mayor fracaso como autor: no
poder lograr que ella tuviera el libro en la mano
antes de morir. Por eso, quisimos que aunque sea se viera en el diario,
y le pedimos a Jorge que escribiera la nota en ese momento, más allá de
que no nos sirviera para la promoción de ese libro que saldría meses
más tarde y sería presentado por Jorge en el Museo del Holocausto. Jorge la entrevistó, y quedó conmovido. La nota salió
publicada cuando Mira ya estaba bajo los efectos de la morfina. Sin
embargo, ese sábado, en medio de un rapto de lucidez, Mira abrió los
ojos, vio su foto en el diario y escuchó a su nieta leyendo la nota.
Dicen que sonrió. Murió a los pocos días. Yo no logré que tuviera el
libro en la mano, pero gracias a Jorge, Mira pudo ver que su historia se
hacía conocida entre los lectores.
Acá, compartimos la nota y el audio que Jorge F. Díaz le dedicó a Mira y al Ghetto de las ocho puertas hace unos días.
https://jorgefernandezdiaz.cienradios.com/mujer-dos-terribles-secretos/
Y el texto:
"Los invitó a cenar en su departamento del barrio Belgrano con sus
respectivas parejas, y cuando todos pasaron al living les pidió a sus
empleadas que sirvieran café, desconectaran los teléfonos y se
retiraran. Uno de los nietos encendió una cámara para filmar el momento
histórico. Entonces, Mira Ostromoglinsky, que acababa de enviudar, los
hizo llorar y estremecer con su historia de amor, persecución,
homicidios, ocultamientos, esperanzas y redenciones.
Los nietos
conocían sólo partes de la odisea de aquella familia judía, y quienes
sabían esos secretos jamás se habían atrevido a comentarlos delante de
su abuela. Esa noche inolvidable oyeron de su propia boca que por deudas
con un prestamista el padre de Mira se había suicidado aspirando gas a
través de la manguera de un calentador. Eso que se calló durante tanto
tiempo sucedió en 1929, en la ciudad polaca de Lodz, donde Mira y su
hermana mayor, Edwarda, fueron criadas, y desde donde tuvieron que
emigrar para ganarse la vida. Varsovia era, en 1932, una urbe enorme y
moderna donde se aceptaba a los judíos a regañadientes. Tres años más
tarde, Hitler ganaba las elecciones en Alemania.
Edwarda conoció
allí a un hombre rubio que trabajaba en una fábrica textil: Boris Lewin.
Se enamoró, se casó, quedó embarazada y dio a luz a Teo, el otro
protagonista de esta historia. A los 17 años, Mira también comenzó a
trabajar y a escuchar la BBC de Londres: los nazis atacaban las casas y
los negocios de los judíos en toda Alemania.
El 1° de septiembre
de 1939, los alemanes comenzaron sus maniobras para invadir Polonia.
Preventivamente, a Mira la despidieron por judía. Pronto comenzaron los
bombardeos, las sirenas, las corridas, los temblores y el dolor. Cayó el
gobierno polaco y las tropas hitlerianas entraron en Varsovia con la
nieve.
Las hermanas Ostromoglinsky tenían una esperanza: que no
las reconocieran como hebreas. Edek Erlich, el mejor empleado de la
fábrica, se les unió en la desgracia. Era un hombre guapo de ojos
azules, y a Mira le pareció hermoso. Pasaron esos primeros días todos
encerrados en un sótano, y cuando salieron a la superficie comprobaron
que una cuarta parte de Varsovia era puro escombro.
Vieron que
llevaban pilas de cadáveres en carros, y que había cientos de mutilados y
niños huérfanos. Pero la fábrica todavía necesitaba de la pericia de
Boris y de Edek, de modo que ellos se reintegraron a sus puestos,
mientras los nazis cerraban diarios y confiscaban radios para aislar a
los polacos del mundo. Expropiaban las tiendas y las fábricas de los
judíos, y los obligaban a bajar la mirada al cruzarse con un alemán y a
llevar un brazalete con la estrella de David.
Mira intentó vender
sombreros y guantes en las calles, pero una patrulla alemana le arrebató
la mercadería. Luego entró a trabajar en la fábrica con Edek, que al
principio parecía ignorarla. Un día, un grupo de alemanes se llevó a las
hermanas al cuartel de la Gestapo para que limpiaran los pisos y un
soldado intentó violar a Mira. La salvaron los gritos desesperados de
Edwarda y la intervención de un oficial de alto rango.
En Varsovia
todo era desolación y saqueo. Los propios judíos debieron poner los
postes, tender los alambres de púas y levantar un muro de 18 kilómetros
para construir ese barrio tristemente célebre. Pero dentro de sus
límites, Mira y Edek construyeron su amor, y Boris y Edwarda criaron a
Teo, mientras una epidemia de tifus liquidaba a miles de personas por
día y los cadáveres sembraban la nieve con su hedor. Mira vio en una
esquina cómo unos niños le hacían cosquillas al cuerpo inerte de un
anciano que había sido asesinado de un tiro en la frente.
Los
nazis ahogaron a treinta niños judíos en los pozos de arcilla de la
calle Okopowa y la difteria estuvo a punto de acabar con la vida de Teo.
Las dos cosas persuadieron a sus padres de que debían tomar una
decisión dolorosa: hacerlo pasar por católico y entregarlo a una familia
polaca para que lo criara mientras durara la invasión. A cambio de ese
delicado servicio, le entregaron un cofre con todo el dinero y las joyas
que habían podido esconder. Mira todavía recuerda a su hermana y a su
cuñado abrazados, en luto, y al día siguiente sus caras al recibir la
noticia de que habían sacado a Teo del gueto por las alcantarillas y que
estaba en la casa de la señora Stempke.
Pocos días más tarde, el
líder del Consejo Judío del gueto de Varsovia se quitó la vida, y Mira y
los demás se dieron cuenta de que se avecinaba lo peor. Los nazis
comenzaron, en efecto, a ofrecer raciones dobles de alimento para
quienes se presentaran como voluntarios a ser deportados. Los
hambrientos se anotaban en masa, aunque ninguno sabía adónde iba a ser
enviado ni por qué motivo. Junto a las mesas había una montaña de
efectos personales: en el sitio al que se dirigían no necesitarían nada,
según les aseguraban. Se los proveería de todo lo necesario para
comenzar una nueva vida.
Los llevaban, luego, en camiones hasta el
tren, que los sacaba de Varsovia. La ciudad fue vaciándose a gran
velocidad: al final, los nazis entraban en las casas y capturaban a
cualquier judío que no pudiera trabajar para “deportarlo”. Ya habían
bajado a 85 calorías diarias la alimentación: eso equivalía a media
rodaja de pan. Se trataba claramente de una campaña de exterminio.
Un
día de agosto, las SS los arrearon hacia la zona del registro. Un judío
intentó escapar y lo asesinaron de un disparo. Formaron dos filas, y
Boris, Edwarda y Mira lograron colocarse en la cola de la derecha:
sabían que, por lo general, formaban allí los que se salvaban. Edek
quedó en la fila izquierda, pero un ingeniero polaco que lo estimaba
empezó a empujarlo y a insultarlo de arriba abajo frente a las sonrisas
de los alemanes. Tanto lo empujó que fue a parar a la fila de la derecha
y así evitó por un pelo el traslado final.
La madre de las
hermanas desapareció para siempre en aquellos días infaustos, y el
pequeño grupo de familia tuvo la certidumbre de que ellos no pasarían la
próxima “selección”. Edek aprovechó el interregno para proponerle a
Mira casamiento. Se casaron en un cuarto polvoriento y se juramentaron
atravesar juntos la terrible tempestad del destino.
El día en que
Mira cumplió 21 años tuvieron la plena seguridad de que los nazis
matarían a todos los judíos que quedaran en el gueto. La resistencia
había comenzado a arrojar molotov y a formar barricadas. Ellos se
escondieron en un sótano, bajo una escalera, junto con otros hombres y
con una mujer que llevaba un bebe en brazos. El habitáculo era estrecho e
irrespirable. Debían permanecer en silencio absoluto y en oscuridad
total. Afuera había disparos y explosiones, y alarmas de toque de queda,
y gritos de dolor y de festejo. Pasaron horas y horas. Un hombre pidió
perdón y se orinó encima. Y lo siguieron los otros. Pasaban todo el día y
la noche ciegos y mudos, allí escondidos, comiendo de cuando en cuando
trozos de pan y bebiendo pequeños sorbos de vino.
Al quinto día se
acabó la comida, y el bebe comenzó a llorar. No podían pararlo con
nada. Pasadas las bombas y los otros estruendos, caída la noche, el
llanto seguía y era peligrosísimo. Mira trató de calmarlo y en la
oscuridad vio que el padre sacaba de sus bolsillos un sobre de color
blanco. “Es cianuro -dijo-. Dénselo al niño antes de que nos delate. Yo
no puedo: soy el padre.” Lo sacaron carpiendo. No valía la pena matar a
un niño para salvar diez vidas. Pero allí se veían nítidamente los
extremos horrorosos del género humano.
El niño se durmió, agotado
de tanto llorar, y al noveno día los vinieron a buscar unos miembros de
la resistencia. Después de nueve días de oscuridad y silencio, Mira
sentía un frío demencial en el cuerpo y en el alma. Las calles estaban
infestadas de soldados y francotiradores, y un amigo de la antigua
fábrica colocó a Edek y a su flamante esposa dentro de una caja de
madera, selló los bordes con enormes clavos y dejó que trasladaran el
“paquete” fuera del gueto: se suponía que en su interior iba una máquina
valiosa.
De un sótano a una caja: Mira ya prefería las balas al
encierro. Se quedó dormida después de los zarandeos y a poco de
despertar los sacaron de la caja de madera y les permitieron quedarse un
momento en una casa de la zona aria. Allí les informaron que Teo crecía
fuerte y sano, y totalmente integrado a la vida cristiana de la familia
Stempke.
Enseguida se reunieron con Edwarda y Boris, que también
habían escapado del gueto, y se quedaron escondidos en la casa de una
familia polaca, que bajo una alfombra tenía una especie de fosa de
mecánico para las emergencias.
Edwarda se admiraba de la suerte de
Mira, y era fatalista acerca de su propio sino. Le apretaba las manos y
le decía: “Tenés que salvarte para cuidar a Teo”. Mira rechazaba esos
malos augurios, pero al poco tiempo los nazis apretaron el cerco sobre
los polacos que escondían judíos, y las dos parejas tuvieron que meterse
en la fosa. La situación se volvió insostenible: los cuatro abandonaron
la casa e ingresaron en la resistencia a las órdenes de una partisana
comunista. Los aliados estaban invadiendo Francia y Stalin venía en
camino.
En septiembre, Edwarda no podía más. Quería saber de Teo.
Era un riesgo demasiado alto: “Si descubren que el niño es judío,
conseguirá que lo deporten. No podrá acercarse a él ni hablarle; sólo
podrá verlo de lejos”, le dijeron. La madre aceptó llorando, y cuando
una anciana trajo a tres niños rubios, desde lejos la hermana de Mira
reconoció al suyo. Teo se apartó en un momento para orinar en un árbol
alejado de un jardín, y Edwarda se le acercó para ayudarlo sin decirle
una palabra, vibrando de impotencia. El niño terminó, la miró en
silencio, le besó la frente y se fue con sus “hermanos”.
En la
resistencia polaca, los dos hombres integraron un grupo que lanzaban por
las noches bombas a los coches y a los tanques alemanes, y las mujeres
otro dedicado a tareas de logística. Una vez, haciendo un inventario en
una despensa, Mira revisó una enorme bolsa de porotos y encontró en su
interior una caja de metal con una fortuna en billetes. Alguien, en la
desesperación, había guardado allí sus ahorros.
Las hermanas se
dividieron el dinero y aguantaron con sus maridos el bombardeo de la
Ciudad Vieja: la resistencia no tenía artillería antiaérea y los rusos
no terminaban de llegar. Llegó, entonces, la evacuación de la zona. La
orden era escapar en tandas.
Las hermanas se despidieron y
quedaron en encontrarse luego. Mira y Edek se metieron por los túneles
de las cloacas y atravesaron la ciudad; se cambiaron ropas en la zona
oeste; durmieron abrazados en un portal, y estuvieron esperando dos días
a Edwarda y a Boris.
Varsovia había quedado reducida a cenizas.
Boris apareció solo y llorando, sin saber qué había pasado con Edwarda.
Ella y otros partisanos, se supo después, quedaron atrapados abajo
porque una bomba había bloqueado la salida del túnel y los había
obligado a vagar como fantasmas por las entrañas de la tierra. Boris
Lewin se quedó atrás con un grupo, y ellos siguieron hacia el bosque, y
en un momento quedaron solos, absolutamente solos.
Lo que sigue es
una fuga por campos y caminos mortales, entre pelotones de las SS,
tropas soviéticas y polacos de dudosas intenciones. Cayeron prisioneros y
lograron escapar en medio de un ataque del Ejército Rojo. Un baño
reparador después de muchísimo tiempo, la culpa de haber sobrevivido y
la búsqueda en vano de Boris, Edwarda y los demás. Era obvio que los
nazis los habían aniquilado, pero tardaron un tiempo en darlo casi todo
por perdido.
Quedaba, obviamente, el pequeño Teo. ¿Lo devolvería
la señora Stempke después de tenerlo tanto tiempo dentro de su familia?
Mira y su marido viajaron a Varsovia para buscarlo. Atravesaron esa
molienda de edificios y recuerdos, y llegaron con el corazón en la boca a
la casa de aquella polaca bajo una lluvia torrencial. Sólo había ruinas
y el solitario e inútil marco de la puerta. Mira gritó en un ataque de
odio. Puteó al mundo y maldijo la suerte de todos, pero de repente
advirtió que bajo una piedra había un papel mancillado por el fango.
Decía simplemente: “Estamos en Praga”. Y una dirección del barrio
popular al otro lado del río. Una piedra, un papel en medio del
infierno, la soledad y la tormenta: un milagro.
La señora Stempke
la hizo pasar y le contó que Edwarda, durante el levantamiento, había
pasado por allí y le había entregado, para pagar los gastos de su hijo,
el dinero que había hallado en la bolsa de porotos.
“Le expliqué a
su hermana que podía quedarse, pero no quería poner en peligro a Teo”,
aseguró la polaca. “Quiero llevarme a Teo: soy su tía”, le dijo Mira
llorando. “Déjeme su dirección y en Pascua le llevaré al niño”, le
respondió. Pero cuando cerró la puerta, llegó a los oídos de Mira la voz
de la señora Stempke diciéndole a su amante: “¿Qué haremos? ¿Le daremos
el niño?”.
Finalmente, se lo dieron. Estaba grande y fornido, y
muy desconfiado. Stempke dejó a uno de sus propios hijos para que lo
acompañara en la adaptación. Y Mira y Edek lo mimaron con pasión. Al
despedirse de su “hermano”, dos o tres semanas después, Teo los culpó a
ellos de su gran dolor. Fueron días intensos y difíciles. Hitler se
había pegado un tiro en su búnker, había caído la bomba de Hiroshima y
se anunciaban los juicios de Nüremberg. Pero Mira sólo tenía una
preocupación: Teo. Ganarse al niño, y protegerlo de todo mal;
protegerlo, por ejemplo, de la invasión rusa.
“Tenemos que irnos
de aquí”, le dijo a Edek. No poseían papeles; ni siquiera un acta de
nacimiento, y escapar de Polonia significaba contradecir la voluntad del
régimen soviético. Vivieron un sinfín de peripecias, se instalaron un
tiempo en Francfort, Mira quedó embarazada y dio a luz a una niña, y
Edek consiguió trabajo y en Francia desarrolló negocios textiles.
Cada
vez que Mira, para mantener viva la imagen de su hermana muerta, le
hablaba a Teo de ella, el niño sufría y cambiaba de tema. Así que Mira y
Edek evitaron el asunto. Un amigo le propuso a Edek una aventura: ser
su socio en una fábrica textil ubicada en un país ignoto. Ese país era
la Argentina.
Hubo que fraguar pasaportes para viajar a esa nación
pujante que dirigían unos militares nacionalistas. El hombre fuerte del
régimen se llamaba Juan Domingo Perón y sólo le había declarado la
guerra a Alemania cuando ésta ya se estaba desbarrancando.
Ocultaron
la condición de judíos para conseguir la visa argentina. Un judío
convertido en cura católico les consiguió un certificado falso. Y dos
amigos aseguraron bajo juramento que eran marido y mujer, y que Teo y la
niña eran sus hijos. Sacar de Europa a un sobrino era otra
complicación. Teo se había adaptado completamente a ellos, funcionaba
como un hijo más, pero seguía reaccionando con llantos y mutismo cuando
Edek o Mira le hablaban de sus verdaderos padres. Entonces, ella le
dijo: “Si alguna vez querés saber quiénes fueron tus verdaderos padres y
qué les pasó, no tenés más que preguntar”. Y agregó: “Si vos no me
preguntás, yo nunca más voy a hablar de esto”. Ese pacto de silencio
entre los tres duró más de cincuenta años.
Llegaron a Buenos Aires
en 1952 y descubrieron que era una sociedad abierta, formada de
inmigrantes, y que a nadie le preocupaba si eran españoles, italianos o
sefardíes.
Rememoraron el miedo el día en que los aviones de la
Marina bombardearon la Plaza de Mayo, pero la vida en la Argentina les
resultó benigna. Prosperaron, y mucho. Para absolutamente todos, amigos y
familiares, Teo era el hijo de Mira y Edek. Cuando el chico salió del
secundario, quiso estudiar ingeniería textil y pidió hacer la carrera en
Canadá. La hizo y volvió. Y se casó con una católica. Y aunque Mira y
Edek viajaron por negocios y placer muchas veces a Europa, nunca se
atrevieron a volver a Varsovia.
Hasta que ya ancianos, en 1987,
padres e hijos compartieron esa travesía al pasado. La ciudad estaba
totalmente cambiada, pero fue un reencuentro conmovedor. El último viaje
fue en 1995, con sus nietos. “Acá estamos, Polonia: sobrevivimos”, dijo
Mira. Una tarde descendieron a las cloacas por las que habían escapado.
Esas alcantarillas ya eran un monumento a la memoria.
El gran
secreto de Teo ya no era tan secreto. Los hijos y nietos lo sabían: se
lo habían comunicado unos a otros en murmullos, pero con la prohibición
total de hablar con los viejos.
A los nietos no les cerraban las
historias vagas de Mira y Edek acerca de aquellos días del Holocausto, y
cada uno tenía una composición de lugar. Pero sólo cuando Edek murió,
hace cuatro años, Mira decidió quebrantar con permiso de Teo aquel
pacto.
Ahora están todos en este living, donde me ofrecen un té
con dulces manjares. Mira es una mujer de 86 años que está vestida y
peinada para la foto. Sus hijos y sus nietos la rodean e intervienen en
la conversación. Teo derrama lágrimas. Quiere que se conozca esta
historia. Asoció a un escritor profesional, que, además, es amigo de la
familia, para que escriba un libro. Le anticipo que será un libro
maravilloso y también una buena película.
Percibo que Teo quiere
lo mismo que Mira: terminar de algún modo con la clandestinidad. Son
judíos que no han sido educados en el odio, pero sí en el silencio del
perseguido.
Teo me cuenta que vivió y estudió en Canadá como
católico para no tener problemas, y que sólo hace unos años, cuando se
reencontró con sus viejos compañeros y comprobó que ese país se había
modernizado y vuelto mucho más tolerante, les dijo al fin la verdad. Iba
a misa y a retiros espirituales; cumplía los ritos católicos para
sobrevivir. Y tardó años en entender que tenía derechos.
Me
avergüenzan las sociedades que consienten la intolerancia. También me
impactan los héroes que han sobrevivido a la maldad absoluta. Le doy un
abrazo a Teo y beso a Mira. Le digo a ella que es un honor conocerla. Y
veo algo extraño en el fondo de sus ojos. Veo la sombra de Edek, el
hombre que la amó en el infierno, y más allá diviso la nieve, la sangre,
los gritos, las risas, las esperanzas y el muro derribado para siempre
del gueto de Varsovia."
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