"A los diez años Giuseppina ya había aprendido que para
poder sobrevivir en la isla primero había que aprender a soportar el Sirocco, que
asfixiaba, que enloquecía a la gente. Porque cuando aquel viento soplaba su
fuego desde el África todo se volvía confuso: la gente se ponía de mal humor y corría
a esconderse dentro de las casas, bajo los árboles, en el mar. Pasaban meses
enteros sin llover, su padre se quejaba más que de costumbre porque la tierra
se resquebrajaba, el sol incendiaba los pastizales y el fuego se esparcía
amenazando las cosechas.
Mientras los hombres se asaban en el campo y su madre dormitaba
al reparo del calor, Giuseppina cocinaba, atendía la verdulería o acomodaba la
ropa que las vecinas le traían del lavadero.
Desde que Vito la había llevado a la playa y le había
enseñado a nadar, ella había tomado la costumbre de bañarse en las aguas del
Golfo a escondidas de todos. Si su madre dormía profundamente, ella extendía una
manta en el piso de la sala y la regaba con pequeños puñados de azúcar. Después
tomaba a los mellizos y a Marianina y allí los tendía, boca abajo, para que ellos
comenzaran a buscar, lamer y masticar el dulce sabor de la manta. Entonces Giuseppina
salía a la calle, cruzaba las montañas, sorteaba las columnas de humo que se
alzaban sobre los campos resecos y alcanzaba una playa desierta. Se desnudaba
completamente para que su madre no la descubriera al ver las ropas mojadas y se
internaba en el mar, por entre medio de rocas y peces. Nadaba hasta quedar
agotada. Sólo después extendía los brazos y se dejaba llevar por el agua
cristalina. Flotaba como ella creía que debían flotar los ángeles de la Madonna,
y su cuerpo desnudo se alejaba con las figuras plateadas que brillaban a su
alrededor.
Sus hermanos podían pasar horas enteras lamiendo el
azúcar, pero Giuseppina debía regresar antes de que Nino saliera de la escuela;
a veces debía correr con todas sus fuerzas para no retrasarse. Al llegar a la
casa, Vicenzo, Pietro y Marianinna la recibían con los ojos bien abiertos y en
completo silencio. Feliz, una Giuseppina agradecida se secaba el cabello y les
regalaba otro puñado de azúcar.
Sus padres nunca iban a la playa. Una tarde, mientras
Rosalía se lamentaba por el calor, Giuseppina le preguntó por qué ellos no iban
al mar. Con el rostro brillante de sudor, un tanto irritada, su madre dijo:
-
El mar es cosa de pescadores, no de campesinos.
Y Giuseppina, que hubiera preferido ser hija de
pescadores, esa noche soñó que navegaba junto a su hermano mayor en un bote,
hacia otra isla, donde ella no tendría que cuidar a nadie más que a Vito y él
no tendría que marcharse a trabajar. "
Fragmento de "Su rostro en el tiempo", Ed. Sudamericana.
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