Supongo que todos tenemos desde el comienzo una novela que queremos escribir. Esta fue la mía. Desde mucho antes de empezar a escribir, iba dando forma a esta historia, con este decorado, con ese tiempo-espacio que vivieron mis abuelos. Sicilia, la madre patria. Tuve la suerte de poder escribirla, y publicarla. Hoy, se cumplen tres años, y Giuseppina sigue naciendo.
Castellamare
del Golfo ocupaba una pequeña porción de tierra entre las montañas y el
mar; apiñadas unas encima de otras alrededor de la orilla, las casas
formaban un mosaico de blancos y ocres deslucidos. Sobre el promontorio
que dominaba el golfo se alzaba un antiguo castillo, construido por los
musulmanes en los tiempos en que se apropiaron de la costa, del pueblo y
de la isla entera, una isla que a lo largo de veinticinco siglos
también había sido invadida por griegos, cartagineses, romanos,
normandos, franceses, españoles, saboyanos… Las ruinas de sus imperios
ahora yacían desparramadas al sol, olvidadas en esa isla abandonada a su
propio olvido.
Entre el castillo y el puerto de Castellamare se extendía una almadraba donde los pescadores faenaban sus botines al sol: en el suelo, los peces brillaban con una agonía de espejos inquietos. Seducidos por aquellos reflejos y por los altos muros del castillo, los marineros que navegaban por primera vez frente a esas costas imaginaban que Castellamare debía guardar enormes riquezas. Sin embargo, al desembarcar sólo encontraban un pueblo de pescadores y campesinos pobres.
En
Castellamare todos vivían de cara al mar; para ellos el Mediterráneo
era un paño calmo y generoso que hacia el horizonte se fundía con otro
paño, aún más sereno, de un azul infranqueable. Por entonces en el
pueblo nadie imaginaba que podían descender tantos paracaidistas de ese
cielo alto, limpio y resplandeciente.
Junto
a la ladera de la montaña, en los márgenes del pueblo, había un pozo de
agua y por la mañana las mujeres se reunían en torno a él cargando
cubos, botellones y todo tipo de recipientes. Se saludaban a los gritos,
rodeadas por enjambres de niños que corrían alrededor de sus piernas.
Vestidas de negro, guardaban luto por sus muertos, rezaban por el
sufrimiento de los vivos y contemplaban el mar que surgía más abajo,
hacia el final de la calle.
Las
tardes de verano transcurrían silenciosas en Castellamare, y sólo se
oía el sonido de las hojas que se mecían con el viento. El veintiuno de
agosto de 1923, día de la Santísima Madonna del Socorro, el calor era
agobiante. Por la mañana todos habían caminado en procesión detrás de la
estatua de la Madonna desde la orilla del mar hasta la iglesia. Ahora
estaban durmiendo bajo los árboles o dentro de las casas: a esa hora en
que el sol cegaba la vista, sólo algunos pocos se atrevían a salir y los
pájaros permanecían refugiados en la copa de los árboles.
Junto
al pozo, sentadas a la sombra de una higuera, tres ancianas guardaban
silencio; tenían los ojos cerrados para que no les entrara el polvo y
sus ropas vibraban, impulsadas por el Sirocco abrasador.
Pero
de pronto alguien gritó en la casa contigua al pozo. Entonces las tres
mujeres abrieron los ojos y, muy poco a poco, fueron despertando de su
sopor.
Dentro
de la casa, trozos blancos de sábanas gastadas y una fuente con agua
hervida que comenzaba a teñirse de rojo. Rosalía se revolvía sobre la
cama de hierro forjado mientras su madre le enjugaba la frente con un
paño mojado en agua fría, recién sacada del pozo; a los pies de la cama,
Antonia, la hermana mayor de Marianno Licatesi, el marido de Rosalía,
daba órdenes que ella apenas si podía obedecer. El parto iba mal: podía
notarlo en la cara de desconcierto de su madre y en la mancha viscosa
que comenzaba a extenderse bajo su cuerpo. Desde la mañana las punzadas
habían sido cada vez más violentas, tanto que la habían obligado a
abandonar la procesión para regresar a la cama. A esa altura de la
tarde, Rosalía ya no podía soportar el dolor.
Gritaba con los dientes apretados.
Respiraba profundamente.
Después lloraba en silencio.
Y volvía a gritar.
Marianno
se había llevado a Vito, Giovanni y Nino, sus hijos mayores, para que
no molestasen. Aquello era cosa de mujeres. Por eso las mujeres del pozo
se incorporaron para espiar a través de la pequeña ventana del cuarto:
pegadas al cristal, gesticulaban y alzaban las manos al cielo.
Rogaban
—Santa Madonna
y se lamentaban
—Santa Madonna
ante las demás vecinas que salían a la calle atraídas por sus gritos.
Al
fin la madre de Rosalía logró retirar el pequeño cuerpo cubierto de
sangre. Derrotada, Antonia se demoró en cortar y quitarle el cordón
umbilical que traía enroscado al cuello. Después, entre las dos
envolvieron el cuerpo con una manta y lo depositaron junto a Rosalía.
—Era una niña —se lamentó su cuñada mientras se persignaba.
—Te hubiera podido ayudar con la casa —dijo su madre.
Rosalía
pudo ver que la niña tenía el rostro morado, pálido el cuerpo. No
respiraba, pero aún conservaba la tibieza de su vientre. Tal como lo
había hecho en los tres partos anteriores, escarbó entre los pliegues de
la manta y contó cuántos dedos había en cada mano, en cada pie. Se
alegró de saber que su hija era perfecta, aunque aquella perfección
fuera inútil, desgraciada.
En
un rincón del cuarto, ensimismada, Antonia intentaba comprender los
misteriosos designios de la Providencia… La primera vez que ella había
perdido un hijo, el párroco le había dicho que los niños muertos se
convertían en ángeles y gozaban eternamente de la gracia de Dios. En su
momento aquellas palabras habían sabido tranquilizarla, aunque después
de tantos años seguían sin convencerla.
Pero
la Providencia tenía otros planes para la pequeña Giuseppina. Y como si
ella pudiera adivinarlos, por un momento se resistió a aceptar el
destino que le había tocado en gracia. Fueron apenas uno, dos, tres
minutos.
Después abrió los ojos.
Su
primer llanto fue débil, casi un lamento, pero sin embargo consiguió
asustar a los pájaros, que batieron las alas y se alejaron hacia el mar
por sobre el coro de mujeres que levantaban las manos al cielo
—Santa Madonna
agradecidas,
—Santa
Madonna y volvían a apretujarse en la ventana para ver que Rosalía
abrazaba a la niña y le besaba las manos, los pies. Madre e hija se
durmieron escuchando el rosario que las mujeres le dedicaban a la
misericordiosa bondad de Nuestra Santísima Madonna del Socorro.
Cuando
Giuseppina aprendió a entender las palabras, esa fue la primera
historia que le contó su madre: como Cristo a Lázaro, la Madonna la
había hecho resucitar de entre los muertos convertida en una niña
bellísima. Y para que nunca olvidara el milagro, Rosalía la bautizó con
el nombre de María Giuseppina del Socorro. Aunque todos la llamaban
Pina.
Tres
años después, el pozo aún seguía allí; las mujeres, como los pájaros y
el Sirocco, iban y venían de un lado a otro de la isla. Por la mañana,
cuando regresaban del lavadero, la pequeña Giuseppina las veía
inclinarse para sacar agua del pozo. Su madre no la dejaba acercarse
porque era pequeña y temía que pudiera caerse en el interior. Pero por
la tarde, cuando Rosalía y las demás mujeres se encerraban a cocinar y
la calle quedaba vacía, Giuseppina se inclinaba sobre el pozo para
descubrir el milagro reflejado en el agua: en puntas de pie (unos pies
perfectos —y sucios—) Giuseppina podía ver cómo sus ojos, su nariz y sus
mejillas ondeaban hasta desdibujarle el rostro cada vez que ella
lanzaba una piedra.
Vito
ya había cumplido nueve años, pero sus ropas holgadas lo hacían parecer
más pequeño de lo que era. Mientras se colocaba la camisa, de pie junto
a la cama que compartía con sus hermanos, los veía dormir en silencio.
En especial le gustaba mirar a Giuseppina: aquellos párpados cerrados
que guardaban unos ojos verdes como las olivas, las mejillas suaves y el
cabello ensortijado derramado sobre las mantas… su hermana era
bellísima, lo decían todos en la casa y en el pueblo, y por eso él no
podía dejar de observarla, y se inclinaba para besarle la frente cuando
nadie lo veía. A veces, Giuseppina abría los ojos y al ver a su hermano
estiraba los brazos para sujetarlo y besarlo por última vez antes de que
se marchara al campo.
Después
Vito guardaba en una bolsa de hilo el pan que él y su padre comerían
durante la semana y salía a la calle, donde Marianno lo esperaba sentado
en el pescante del carro. A lo lejos, el horizonte se tragaba las
siluetas de los botes pesqueros que desaparecían entre el cielo y el mar
justo en el momento en que Vito y su padre partían hacia el campo.
Porque
en Castellamare del Golfo los hombres vivían y morían en el campo o en
el mar. En tiempos de guerra morían en la playa, resistiendo el
desembarco de los invasores con los pies sumergidos en el agua o
agazapados en las trincheras, intentando adivinar en cuál de todas las
colinas se detonaría el disparo enemigo. Sin embargo el mar y las
colinas se volvían más crueles cuando nadie disparaba. Entonces los
hombres morían extenuados sobre la cubierta de los botes pesqueros,
soportando el peso de las redes o arrodillados sobre la tierra reseca
que intentaban cultivar. Paz y guerra variaban sólo en ese detalle: a
veces los cuerpos caían entre olas y olivares, otras veces se
desplomaban en orillas y trincheras. Pero, irremediablemente, los
hombres de Castellamare morían atrapados entre las montañas y aquel mar
impasible, bellísimo. Siempre.
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