Hoy salió el primer afiche de la serie producida por HBO España sobre una de las novelas más importantes de habla hispana de los últimos años: Patria, de Fernando Aramburu.
Acá, la reseña que escribí hace unos años para Infobae, luego de una lectura que me dejó conmovido y maravillado.
LA GRAN DERROTA LITERARIA DE ETA
Como tantos otros argentinos, en 2002 emigré a España. Pensaba que
llegaba a un país habitado españoles parecidos a los que se habían
establecido en Argentina en el siglo XX, en parte por mi ignorancia
bonaerense pero también por esa visión que el franquismo y el Estado
español proyectaban hacia el exterior: yo creía que España era un país
homogéneo, taurino, hispanoparlante.
Y, sin embargo, al llegar descubrí que allí la gente hablaba distintos
idiomas y tenía costumbres y raíces tan diversas que ni los borbones ni
Franco habían podido silenciar; siglos después, las piezas de ese
rompecabezas preservaban unas divisiones que, en el día a día, mostraban
rencores y recelos constantes.
Durante mi estadía, Almudena Herran, una amiga nacida en Vitoria, Álaba,
nos invitó a conocer el País Vasco y a mostrarnos algunas
particularidades de su pueblo. Un pueblo con lengua propia, el euskera,
que de tan antigua es difícil incluso conocer sus verdaderos orígenes;
un pueblo con un empuje económico e industrial avasallante que siempre
despertó los celos del resto de España; un pueblo que durante la Guerra
Civil y los 40 años de franquismo había sufrido persecuciones,
fusilamientos, bombardeos, torturas y, algo peor, más macabro: el
silencio. Porque con tal de hacer desaparecer la identidad nacional
vasca, Franco hasta les había prohibido hablar su propia lengua. Pero el
euskera había sobrevivido al calor de las hornallas, como algo privado
que sólo se podía practicar en el hermetismo de los hogares. Y fue en
esos hogares, sobre todo en los pequeños pueblos, donde se dio la
resistencia contra el invasor y sus imposiciones culturales. Esa
resistencia tozuda, cargada de una identidad inquebrantable, es el
bastión de la "Patria" vasca.
Pero hubo otra resistencia. Armada, clandestina, cruel y militar. Se
llamó ETA. Visitando Mondragón, en la provincia de Guipúzcoa, pude ver
las paredes cargadas de nombres propios, leyendas que interpelaban a
todo el pueblo: allí figuraban los nombres de los vascos etarras
detenidos o asesinados por el gobierno español. Cada familia tenía un
amigo o un familiar detenido, torturado y encarcelado a cientos de
kilómetros de su pueblo. Pero faltaba algo: en esos muros no estaban
escritos los nombres de los vascos que ETA había asesinado a lo largo de
su existencia.
En aquel momento, me resultó imposible no ponerme del lado de ETA y en
silencio creí estúpidamente que sus víctimas no eran tales, sino
objetivos militares anulados. La distancia que Argentina tiene con el
resto del mundo, el egocentrismo que nos impide prestar atención a lo
que ocurre más allá de nuestras fronteras (y cierto romanticismo propio
de la edad que tenía) me llevó a sentir por ETA la misma simpatía que
otros podían sentir por Fidel Castro, las FARC, el IRA…
En un punto, el marketing de ETA había sido exitoso: su lucha perseguía
un objetivo que dentro y fuera de Euskadi despertaba la admiración de
muchos jóvenes. Sin embargo, el proceder de ETA implicaba acciones
desgarradoras: el asesinato a mansalva de policías y civiles a lo largo y
ancho de España, la extorsión de empresarios vascos a los que
amenazaban de muerte, la persecución de los propios vascos que
cuestionaran a ETA… porque, de alguna manera irracional, cualquier
cuestionamiento a ETA era interpretado como un cuestionamiento al
independentismo y la autodeterminación del pueblo vasco.
La ETA renuncia a la lucha armada en 2011 (Getty)
Durante muchos años, todo (o casi todo) se justificaba por la opresión
franquista. Sin embargo, la caída del franquismo no supuso el final de
ETA. Al contrario. La organización armada subrayó su carácter terrorista
con la llegada de la democracia. Quizá el caso más significativo haya
sido el atentado en el Hipercor de Barcelona: una veintena de catalanes
muertos, decenas de heridos, todos ciudadanos que en mayor o menor
medida también habían sufrido la misma persecución política y étnica que
los vascos.
¿Hasta dónde se puede llegar para cumplir un objetivo noble que,
utilizando determinados medios, pierde toda su humanidad? ¿Cómo un deseo
de libertad puede convertir a los hombres y mujeres en asesinos,
extorsionistas y terroristas aún en democracia? Ese planteo es incómodo:
lo sabemos por experiencia. ¿Quién se anima a criticar algo que está
metido tan adentro de su pueblo, de su identidad, de su lucha? ¿Quién
puede darle voz a las víctimas, a todas las víctimas? En este caso, su
nombre es Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959). Con Patria
(Tusquets, 2017), Aramburu nos plantea una historia humana atravesada
por un contexto nacional, político y social y nos ofrece todas las
dimensiones del conflicto que hasta ahora nadie se había atrevido a
mostrar.
Miren y Bittori son amigas de la infancia. Sus maridos, Joxiam y el
Txato, compañeros de ciclismo, mus y copas. Ambas familias son vascas,
hablan el euskera y crían a sus hijos con una marcada identidad
nacional. Viven en un pueblo pequeño, donde todos hablan y todas callan.
Los jóvenes, nacidos en democracia, exaltan y defienden los slogans que
se alzaron tiempo atrás, en la lucha contra el franquismo. Sin embargo,
lo que en la adolescencia parece solo una estrategia de autoafirmación y
defensa de ideales puros, con la llegada de la juventud se vuelve
peligroso: muchos de esos jóvenes son alentados y captados por ETA,
algunos pasan a la clandestinidad, un puñado de ellos se vuelven
terroristas, asesinos. Como Joxe Mari, el hijo de Miren.
En ese marco, el Txato, que tiene una empresa de transporte, es
extorsionado por la organización terrorista: si no paga, le quitan la
vida. Txato, como tantos, primero acepta pagar… hasta que los reclamos
se vuelven costosos e impagables. A partir de entonces, comienzan las
pintadas y por miedo o por convicción, el pueblo entero lo margina, le
retira el saludo, lo acusa de traidor. Txato no acepta mudarse. Si es
vasco, ¿por qué tendría que escapar o temer represalias? En este punto,
ambas familias se distancian a causa de las distintas posturas que
tienen frente al conflicto. También por miedo, por ignorancia. Y por la
fe ciega en las decisiones de sus hijos: si ellos piensan así, las
madres se ponen de su lado sin darle lugar a la reflexión, a la
autocrítica, a la equidad, incluso al cariño por sus semejantes.
País Vasco, 2005. (Archivo personal)
A lo largo de esta bellísima novela, Aramburu nos va transportando de un lado a otro de la línea de tiempo que contiene las vidas de Miren y Bittori, pero también las de sus cinco hijos, sus maridos, vecinos, incluso la del manipulador cura del pueblo. Escrita con una precisión narrativa que no busca el floreo personal sino la construcción de una novela coral magnífica, Aramburu nos habla de un conflicto que duró (¿o dura?) décadas y que dejó tantas heridas en el pueblo vasco que son imposibles de callar. De hecho, la novela comienza en 2011, cuando ETA depone las armas, algo que no bastará para saldar sus deudas.
Durante 642 páginas, el lector irá descubriendo a los personajes, y sólo
a través de ellos conocerá el conflicto: con humor, con determinación,
con una habilidad literaria admirable y un gran respeto por su pueblo,
Aramburu escribe sin alzarse como juez de nadie. Como bien lo dice
públicamente, lo que buscaba con esta novela no era juicio ni venganza,
sino "la derrota literaria de ETA". Y la derrota es rotunda: con
valentía, Aramburu nos regala una obra que brinda la equidad que
merecían todos los actores de esta historia. Porque es imposible crecer
como nación sin aceptar los errores, las pérdidas, sin otorgarle voz a
todas las víctimas, sin cuestionar los medios infames que se utilizaron
para alcanzar los sueños, por más libertarios que estos fueran.
Patria es una novela fundamental no sólo por su calidad
literaria sino también porque se erige como una ventana certera para
comprender el conflicto del País Vasco en su totalidad. Pero además
resulta un espejo, tal vez incómodo para muchos, pero ineludible, que
invita a otras naciones a mirarse y, con la misma valentía de Aramburu, a
pensar en sus propios errores, sus excesos, sus silencios, en los
medios que utilizaron para lograr la libertad. Sólo así podremos aceptar
que, como en Patria, todas las víctimas merecen contar su dolor, aunque eso nos enfrente con nuestros peores fantasmas.
Publicado en Infobae el sábado 11 de febrero de 2017.
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