"El día en que Giuseppina cumplía quince años el cielo
estaba tan claro y despejado como cualquier otro día de agosto. Los vecinos habían
salido a la calle para celebrar la fiesta de la Madonna. Aquella coincidencia
en el calendario, a Giuseppina siempre la llevaba a creer que lo que todos
festejaban era su propio cumpleaños. En la plaza de la Iglesia habían colocado las
mesas donde se serviría la comida pagada por Don Caltanisetta y, en un rincón, un
pequeño escenario de marionetas; vendedores de almendras y castañas venidos de
otros pueblos hacían sonar sus silbatos rodeados por decenas de niños.
Después de la procesión, cuando terminó la misa y
todos salieron a la calle, Giovanni y Nino se quedaron en la plaza con su padre,
esperando que empezara la fiesta. Giuseppina y su abuela, en cambio, se
alejaron y tomaron una calle empinada en dirección a la casa. Se cruzaron con
una pareja de carabinieris, que miraron
a Giuseppina con detenimiento. Sus quince años desbordaban su vestido con
curvas y pliegues que a todos le llamaban la atención. Bellísima, la princesa
pobre de la isla. Los carabinieris
tampoco escaparon del hechizo.
-
Buen día, hermosa señorita – dijo uno.
-
Métanse en sus asuntos – gruñó la abuela.
Avanzaron unos pasos. A sus espaldas pudieron oír las
primeras explosiones de los petardos que los niños arrojaban en honor a la Madonna. Giuseppina
se detuvo, como si de esa forma pudiera oírlos mejor. La abuela, sobresaltada
por el ruido y a punto de perder el equilibro, le pidió que siguiera andando.
En la casa, Rosalía seguía acostada sin poder salir de
la cama: obesa, sofocada, el pecho desnudo. Siempre con un niño en brazos. Al
menos durante el último embarazo había recuperado la vida de sus senos, de los
que ahora manaba una tibia leche que Peppino, su último hijo, se resistía a beber.
Giuseppina y su abuela entraron a la habitación. Al
verlas, Rosalía les preguntó:
-
¿Había mucha gente?
-
Menos que el año pasado, pero todos se estaban
divirtiendo– dijo Giuseppina.
-
Cuando no hay que trabajar todos están contentos–
contestó la abuela.
Giuseppina se acercó a su madre, y mientras acariciaba
la pequeña mano de su hermano pequeño, dijo:
-
¿Come?
-
Poco…
-
Nunca quiere comer. Ese niño será demasiado débil,
morirá – dijo la abuela al salir del cuarto.
Giuseppina miraba a su madre en silencio.
-
¿Qué te pasa, Pina?
-
Nada.
-
Estás triste, como amargada – dijo Rosalía,
acariciando el rostro de su hija.
-
No es nada. Ya va a pasar – dijo Giuseppina,
sabiendo que esa tristeza la acompañaría para siempre.
Fue a la cocina. Su abuela, con la ropa negra manchada
de harina, sostenía una bola de masa que daría cientos de macarrones. Giuseppina
la vio cortar la masa en cinco partes y luego cortarlas en trozos aún más
pequeños. Después su abuela tomó una de las varillas secas que Vito había recogido
en la montaña y la untó con aceite, colocó un trozo de masa sobre la varilla y
comenzó a amasar. Con los ojos en blanco, parecía estar en trance: sus manos se
movían hacia adelante y hacia atrás hasta que la masa se convertía en un
cilindro de diez centímetros, que retiraba con la punta de los dedos y extendía
sobre una cesta de mimbre cubierta con un paño. Giuseppina la observó repetir
el mismo proceso una, dos, tres veces. Hasta que al fin, aburrida, encendió el
fuego y se encargó de preparar la salsa.
Cuando Vito abrió la puerta, la mitad de la cesta
estaba llena de macarrones; en el fogón Giuseppina revolvía una salsa regada de
hojas de albahaca y unos pocos trozos de cerdo. Desde el comienzo de la guerra,
día a día debía aprender a cocinar con menos ingredientes. Su hermano le sonrió
y se inclinó para oler el vapor de la olla. Buscó un trozo de pan, lo sumergió
en la salsa y se lo llevó a la boca.
Después, en voz muy baja, dijo:
-
Qué afortunado el hombre que sea tu esposo.
Giuseppina bajó la mirada, desconsolada.
Sin quitar la vista de sus nietos, la abuela cubrió
los macarrones con un paño y reanudó la tarea. Le ordenó a Giuseppina que reavivara
el fuego del caldero. Ella hacía fuerza para no llorar, Vito guardaba silencio
con las manos en los bolsillos, como si luchara con sus propios pensamientos. Al
fin, salió de la casa sin decir nada.
Un rato más tarde, cuando la olla para los macarrones ya estaba
calentándose en el caldero, alguien llamó a la puerta. Era Zarina, a quien
Giuseppina no veía desde hacía varios meses. Por eso se sorprendió al oírla:
-
Vení, quiero mostrarte algo – dijo la niña.
Giuseppina miró
a su abuela, que asintió.
-
Tenés un rato antes del almuerzo. Andá con tu
amiga, divertite un poco.
Giseppina caminó junto a Zarina hasta una esquina, donde las esperaba
Vito.
-
Gracias, Zarina – dijo Vito, entregándole unas
monedas a la niña, que se marchó corriendo, no sin antes dedicarle una mirada cómplice
a Giuseppina.
Cuando estuvieron solos, dijo:
-
Basta, Vito.
-
Sólo quiero darte tu regalo de cumpleaños – dijo
Vito, y comenzó a andar.
Vito ya no la tomaba de la mano al caminar. Ahora llevaba
una mano en el bolsillo del pantalón y en la otra un cigarrillo encendido a la
vista de todos. No hablaban, y el rostro de Giuseppina era una mezcla de pánico,
tristeza y satisfacción. Al llegar a una esquina pasaron junto a un grupo de
hombres sentados en unas sillas en medio de la calle. Fumaban y bebían vino de una
botella; Giuseppina vio que uno de ellos tenía un círculo rojo sobre la camisa
blanca y pensó que a su mujer le costaría mucho trabajo quitar aquella mancha
de vino.
En la plaza de la Iglesia los niños, tendidos en el
suelo frente al escenario, guardaban el mayor silencio de sus vidas. De vez en
cuando alguno lanzaba un suspiro y los demás lo obligaban a callar. Vito y
Giuseppina se detuvieron a ver las marionetas: Orlando cabalgaba por el bosque
perseguido por un guerrero de piel negra que montaba un animal extraño que
Giuseppina nunca antes había visto y que, según Vito, se llamaba dromedario.
Dromedario. Giuseppina intentó memorizar la palabra,
pero fue imposible debido a todo lo que sentía ante la proximidad de Vito, de
su silencio, de su misteriosa sonrisa.
Los títeres se movían muy lentamente, sin embargo sus
ropas coloridas y las voces de los titiriteros mantenían la tensión. Ambos
llevaban máscaras de madera y hablaban dialecto; a veces gritaban, o susurraban
con una voz tan baja que los niños debían acercarse para poder oír. Hombres y
mujeres, de pie alrededor del escenario, miraban en silencio cautivados por las
leyendas de Carlomagno que habían oído miles de veces.
De pronto, por detrás de la multitud, vieron a sus
hermanos y a su padre, y entonces se alejaron. Tomaron el camino que conducía
al mirador. Allí se detuvieron apenas unos segundos para contemplar la vista: ella
vio las rocas a través del agua verde y cristalina que bañaba la playa, y la
almadraba con las redes, y los vecinos que paseaban por el pueblo custodiados
por los barcos de guerra anclados en el Golfo.
Escalaron la ladera de la montaña hasta alcanzar una
gruta escondida. Al llegar a la entrada, Vito le pidió que se cubriera los ojos
para que la sorpresa fuera aún mayor. Giuseppina se llevó una mano a los ojos
mientras su hermano se internaba en la gruta.
Oyó un rumor de arenilla y piedras.
- Ya
podés mirar – dijo Vito.
Estaba montado en una motocicleta, la cabeza cubierta
por un casco y, en los ojos, unas gafas enormes de motociclista.
Giuseppina sonrió.
- ¿De
dónde sacaste eso?
- Me
la prestó un amigo. ¿Venís?
Ella dudó un momento, pero al fin se montó en la motocicleta
y se echaron a andar. Bajo el sol, se dirigieron hacia el oeste a través de las
montañas. Con los ojos cerrados, Giuseppina sentía el aire del mar pegándole en
el rostro y se aferraba con fuerzas a su hermano, animada por el equilibrio
imperfecto de la motocicleta, el olor a gasolina y el sol ardiente de agosto.
Bordearon el mar, cruzaron campos de viñedos cargados
de uvas, entre higueras y olivares plateados. Poco a poco, Giuseppina fue
olvidando cada uno de sus temores; ahora, al sentir el cuerpo de Vito pegado al
suyo, la posibilidad de vivir una eternidad en el infierno le resultaba una
condena ínfima para aquel momento de felicidad.
Más adelante, el camino se convirtió en un sendero de
tierra cercado por arbustos que al pasar les arañaban las piernas. Vito detuvo
la motocicleta, y ambos descendieron de ella.
-
Debemos continuar a pie – dijo.
Se adentraron a pie en el monte, donde no corría
ninguna brisa y el aire permanecía quieto, tibio y húmedo. Giuseppina se detuvo
a ver una flor, una delgada línea de color rojo dividía los pétalos blancos y se
difuminaba al llegar a los bordes. Giró sobre sus talones: frente a ella, un
arbusto de largos tallos con flores amarillas. Decidió cortar algunas, pero en ese
momento sintió un ardor y se llevó una mano a la nuca, gritando.
Vito se acercó para ver qué pasaba. Le recogió el
cabello y descubrió que en medio de aquella piel suave y pálida había sólo una
muesca. Dijo:
-
Una avispa.
-
Me duele…
-
Si te quito el aguijón…
-
No, no me toques. Me duele…
Giuseppina comenzó a llorar. De pronto volvía a ser
una niña. Vito la abrazó e intentó tranquilizarla. Ella lo miró con unos ojos
verdes tan húmedos como los de una anciana.
-
Esto no está bien, la Madonna, la abuela…
-
Basta – dijo Vito, furioso.
-
¿Adónde me llevás?
-
Es una sorpresa.
Reemprendieron el camino. Alcanzaron un risco donde el
sendero descendía por un monte de pequeñas palmeras; sus largas hojas verdes
proyectaban miles de sombras en el suelo. Pasaron junto al cadáver de un
cordero. Sintieron moscas en la frente, en las manos. Al llegar a un claro
descubrieron el mar.
La playa estaba desierta.
-
Feliz cumpleaños – dijo Vito, señalando el mar.
Giuseppina se quitó los zapatos y las medias y se acercó
a la orilla. Con una mano se tocaba la nuca debajo del cabello.
-
¿Te duele? – preguntó Vito, acercándose.
Giuseppina tenía los ojos rojos de tanto llorar. Vito le
dijo:
-
Voy a quitártelo… podés morderme si te lastimo.
Giuseppina aceptó el dedo de su hermano y se lo llevó
a la boca, lista para morderlo en caso de sentir dolor. Vito la tomó con
delicadeza, recogiéndole el cabello con una mano, y ella inclinó un poco la
cabeza hacia abajo; también con delicadeza Vito le acarició la nuca y con las
uñas le extrajo el aguijón. Antes de soltar a su hermana le hizo cosquillas en
el cuello.
-
Ya está – dijo Vito.
Giuseppina se sintió estafada. No había sentido ningún
dolor, tan sólo la respiración de Vito a sus espaladas, y de pronto la herida
le había dejado de doler. Entonces mordió el dedo de Vito y se inclinó para
tomarlo de los tobillos. Sorprendido, él cayó de espaldas en la arena. Ella se
reía mientras se quitaba la ropa. Dejó a su hermano allí tendido y se dirigió a
la orilla. Él la vio adentrarse en el mar, y zambullirse para volver a aparecer
y desaparecer en el agua. Poco después, Vito se desvistió y entró al mar.
Nadaron durante un buen rato, y luego regresaron a la
orilla.
Se sentaron uno junto al otro, en silencio.
Sin darse cuenta, se tomaron de la mano. Giuseppina se
inclinó, y se acurrucó junto a él. Al fin, Vito se arrodilló delante de ella y
la miró a los ojos.
-
No quiero vivir así – dijo.
Giuseppina
sintió una tristeza enorme. Sin poder controlar sus actos, sus lágrimas, lo besó,
y descubrió que la boca de Vito era tibia, y sabía a sal. Se tendieron sobre la
arena, sin dejar de besarse. Vito le acariciaba el cabello, la nuca, los
hombros, la espalda. Pero cuando intentó aferrarse a sus caderas, Giuseppina lo
apartó con violencia.
-
Sólo los animales hacen estas cosas con sus
hermanos.
-
Los animales no aman. Y yo te amo. Escapemos. Hoy
mismo, tengo dinero – dijo Vito, incorporándose, y mostrándole un fajo de
billetes.
-
¿De dónde lo sacaste?
-
No importa. Con la motocicleta podríamos llegar
a Messina, y de ahí viajar a Génova…
-
No, Vito, es una locura.
-
Te amo. ¿Vos
no?
Giuseppina evitó su mirada. Con los ojos puestos en las olas que morían
en la playa, dijo:
-
Sí, y es un pecado.
Lo tomó de la
mano y lo obligó a sentarse junto a ella. Ensimismados, durante unos segundos
se dedicaron a escuchar las olas.
Entonces tengo que irme del pueblo – dijo Vito,
y no era una amenaza, tan sólo un murmullo de tristeza.
-
Es lo mejor – dijo Giuseppina.
Se abrazaron con
fuerza, y así permanecieron durante horas.
Abrazados.
Solos en la
playa.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario