Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 20 de julio de 2020

Frattini, la muerte y Los Plateros.

Hoy, el querido Carlos Frattini hubiera cumplido 89 años. Lo recordamos así. Siempre. Bien vestido, con joyas en los bolsillos y una sencibilidad a prueba de golpes. Un personaje de película.






Durante los dos años que llevaba trabajando con Martinelli lo había recuperado todo: las joyas, la ropa de etiqueta, los impecables zapatos de cuero, las corbatas de seda, la butaca del Teatro Maipo y hasta su mesa en el restaurante del hipódromo. Ganaba tanto como lo que gastaba. Los consejos del Tano lo habían moldeado hasta convertirlo en un dandy que siempre acaparaba la mirada de todos. Cuando entraba a La Churrasquita vestido con un traje nuevo, las mujeres de sus compañeros lo miraban de reojo. A veces, la mujer de Tito Ramos les decía a los otros:
-        Ustedes se tienen que vestir como Pistola. El sabe cómo combinar las medias, el cinturón, el pañuelito… aprendan de él.
Y Frattini sonreía con orgullo. Su ropa y sus joyas eran lo único que poseía. Siempre andaba con lo puesto, mudándose de pensión en pensión, viajando en colectivo o taxi, sin siquiera pensar en la posibilidad de ahorrar para comprarse un auto y una casa. Como si creyera que, por el solo hecho de firmar un documento de propiedad, su vida volvería a los rieles a los que había renunciado. Pero lo que más temía era que al figurar en un papel oficial, su nombre atrajera a la policía en cualquier momento. Prefería vestirse bien, gastarse el dinero en restaurantes y boliches, en esa carrera maratónica que había emprendido el primer día que su padre lo echó de casa y que parecía no tener más destino que el sólo hecho de correr. Escapar. Siempre hacia adelante, siempre solo.
Un día, él y el Tano Martinelli se dirigieron a la calle Paraguay, a la altura de Callao. Semanas atrás, habían luchado con una puerta que no habían logrado abrir de ninguna manera. Ahora llevaban otras llaves, convencidos de que al fin podrían completar el trabajo. Solían hacerlo. Más que por ambición, porque no soportaban renunciar a ningún alhajero por culpa de una maldita puerta.
Mientras el Tano metía una Yale en la puerta de calle, Frattini descubrió que, en el edificio de enfrente, asomada a una ventana, una mujer fumaba un cigarrillo sin dejar de mirarlos.
Cuando el Tano abrió y entraron al edificio, Frattini dijo:
-        Vamos a esperar un poco en el entrepiso. Laburamos y salimos rápido, que esta mina nos están mirando y nos van a mandar en cana
El Tano asintió.
Quince minutos después, salían del edificio con una docena de joyas y unos miles de pesos en billetes chicos. La mujer ya no estaba en la ventana. Comenzaron a caminar por Paraguay hacia el Bajo, en silencio. A las dos cuadras, escucharon la sirena de un patrullero que, a contramano de los demás vehículos, cruzaba la Avenida a toda velocidad y se detenía en el edificio que habían robado.
-        Tarde piaste – dijo el Tano, riendo.
En un bar, decidieron que desde ese día comenzarían a tomar nuevos recaudos. Antes de plantarse frente a una puerta de calle, lo primero que harían sería mirar si alguien estaba observando sus movimientos. Tampoco se detendrían a probar distintas llaves en una puerta. Era un problema, una pérdida de tiempo y una situación que podía resultar demasiado evidente para los ojos de cualquier vecino que no tuviera nada mejor que hacer que estar mirando por las ventanas. Cuando marcaran una puerta, desde ahora se acercarían con cuatro o cinco llaves preparadas, sujetas entre los dedos de la mano, como si las llaves fueran terminaciones óseas de sus propias extremidades.
Después de conversar largo y tendido sobre las nuevas estrategias, visitaron a José, redujeron el botín y se despidieron.
-        ¿Adónde vas tan apurado? – preguntó el Tano, que insistía con ir juntos a ver la nueva película de Rita Hayworth, no tanto porque le gustara el cine, sino porque disfrutaba escuchar a Frattini contándole sobre la vida y obra de su actriz favorita.
Sin embargo, Frattini volvió a negarse.
-        No puedo. Tengo cosas que hacer y ya no llego...
No mentía. Apurado, se subió a un colectivo de la línea 29 y se dirigió a La Boca.
Era octubre, y el verano comenzaba a insinuarse en esa brisa cálida y en aquel cielo límpido que, a esa hora de la tarde, comenzaba a sangrar sobre los techos de Buenos Aires. Todo, el clima, la ciudad, incluso los colectivos despedían una sensación de placidez, como si todos quisieran disfrutar con tranquilidad de aquel atardecer de primavera.
Todos menos Frattini, que miraba su reloj y sacaba cuentas mentalmente. Tenía quince minutos para visitar a Mirtha antes de que llegara su padre. En la parada, Frattini se lanzó del colectivo en marcha y se echó a correr en dirección a la calle Suárez.
Al llegar, otra vez se encontró el patio vacío hasta de sombras. Lentamente, se acercó a su casa. En el momento exacto en que pisaba el segundo peldaño de la escalera, desde adentro resonó un grito indescifrable para cualquiera, menos para él. Se maldijo por haber llegado tarde.
Mientras se alejaba, se preguntó si la enfermedad de Mirtha podría reblandecer a su padre. Quién podía saberlo. Mirtha moría su vida y él continuaba borracho, gritando como si nada.  
Desolado, se alejó de la casa sin saber a dónde ir. Se había ilusionado con pasar un rato con las chicas, escuchándolas, viéndolas cuidar a Mirtha. Pero a esa hora aquello ya era imposible. En la puerta del conventillo se cruzó con el Rengo y Pepe, dos amigos que hacía tiempo no veía.
-        ¿Qué hacen?
-        Nada. ¿Y vos?
-        Acá, vine a ver a mi vieja…
-        Anda mal, la Mirtha – dijo Pepe.
Frattini asintió.
-        Bueno, me voy… - dijo, sin mucho convencimiento.
-        ¿A dónde vas a ir? Quedate con nosotros. Una vez que venís al barrio… - dijo el Rengo.
Lo de Mirtha lo había deprimido demasiado como para quedarse solo, así que se sentó con ellos en el cordón de la calle, como cuando era un chico de pantalones cortos.
Juan Spadavecchia tampoco había cambiado.  
-        Todo transpirado, Juan, así no podés atender a los clientes – dijo Frattini y los demás rieron.
-        Muchachos, me tienen que salvar. Hay gente importante en la cantina y necesito que alguien los alegre. ¿Vienen?
-        ¿No te parece que ya estamos grandes para la pandereta? – preguntó el Rengo.
-        ¿Conocen a Los Plateros? – preguntó Juan a su vez.
A Frattini se le iluminaron los ojos. Siempre había disfrutado de la música, y aquel grupo americano había sido la banda de sonido de muchas de sus conquistas amorosas. Se incorporó de inmediato. No le vendría mal divertirse un poco.
Aquella noche, la cantina de Spadavecchia parecía un decorado de cine. Al entrar, lo primero que Frattini vio fue una mesa con cinco negros vestidos impecable, homogénea, solemnemente con trajes idénticos, y una mujer inabarcable embutida dentro de un vestido rojo cuatro talles más pequeño del que necesitaba. Como dos plantas carnívoras, sus tetas parecían a punto de escapar de aquel débil balcón convertido en escote.
En la pista, improvisada en el único sector de la cantina donde no había mesas, una docena de mujeres rubias, vestidas de gala, bailaban coreografías musicales al estilo Broadway.
Frattini, el Rengo y Pepe se detuvieron a observarlas.
-        Son las bailarinas de la Compañía Las Vegas. Vinieron a actuar al Teatro Ópera con los Plateros – dijo Frattini, que había oído la noticia días atrás en la radio.
-        Para mí son todas muñecas – dijo el Rengo, luchando por enderezar su cuerpo.
Juan Spadavecchia les alcanzó dos panderetas y una guitarra. Todos los presentes guardaron silencio. Incluso las bailarinas dejaron de moverse, cosa que los tres amigos lamentaron. Después de saludar a aquel público poco acostumbrado a ver cómo otros se llevaban los aplausos, el Rengo tomó la guitarra y Frattini y Pepe las panderetas. Durante quince minutos entonaron una antigua canción italiana, una que cantaban cuando eran niños y debían alegrar a turistas menos prestigiosos que los que los escuchaban ahora.
Cuando terminaron de tocar, la cantina estalló en aplausos. Los tres, sonriendo, aceptaron las bebidas que les ofrecieron desde una de las mesas. Con un vaso de agua en la mano, Frattini se separó del grupo y se acercó a la mesa que ocupaban Los Plateros, mientras el Rengo y Pepe se perdían entre las bailarinas.
Sin decir nada, Frattini tomó una silla y se sentó junto al grupo. Uno de los músicos le ofreció una copa de champagne. Frattini decidió aparcar su carácter abstemio para no despreciar el gesto. Tomó su copa, la alzó como hacían los otros, y él también brindó por aquel deseo incompresible que pidieron los americanos en su propio idioma.
Poco después, en un acto que buscaba honrar a los visitantes pero que pareció más un detalle obsecuente y redundante, Juan Spadavecchia hizo sonar “Only you” en el tocadiscos de la cantina. Al oír los primeros acordes, los músicos se tomaron la cabeza, como si aquel éxito suyo les resultara una carga insoportablemente aburrida. Frattini, en cambio, se incorporó de un salto. Con una reverencia divertida, extendió su mano hacia la cantante negra y la invitó a bailar. Los músicos aplaudieron. La mujer se incorporó, ofreciendo toda la inmensidad de su carne y se dejó guiar por Frattini, que la condujo hacia el centro de la pista.
Bailaron esa pieza y otra, y otra, y otra más. Bailaron toda la noche, conversando en susurros, sin entender ni una sola palabra de lo que decían.
En un momento, Frattini vio que afuera amanecía. Como si despertara de un sueño, se incorporó y estrechó la mano de los cinco músicos y besó la de la bella cantante negra, que intentó retenerlo con palabras que él no pudo descifrar.
Salió de la cantina con paso ligero. Dos copas de champagne podían animar a cualquier abstemio. Tomó la calle Suárez y, sin decidirlo, alcanzó el patio del Conventillo. Consultó la hora. Su padre estaría a punto de salir hacia el trabajo.
Durante unos minutos, se quedó petrificado con los ojos fijos en la puerta de su casa. Habían pasado más de veinte años, había abierto miles y miles de puertas ajenas, pero aquella continuaba cerrada para él.
Con cuidado, se metió entre los pilares de su casa y trató de ocultarse bajo una pila de hojas de diario. Esperó quince, treinta, cuarenta minutos. En su recuerdo, aquel lugar era más lúgubre de lo que le resultaba ahora. Incluso hasta lo divertía el hecho de estar escondido. Un tipo grande, un atorrante como él, escondido bajo una montaña de diarios.
En ese momento se escucharon ruidos que venían de arriba. La puerta se abrió, con aquel crujido que tantas veces lo había paralizado. Pies pesados descendieron la escalera. Los zapatos de su padre avanzaban sin separarse del suelo, incapaces de soportar el peso de mil y una borracheras. Poco a poco, sin darse cuenta, Frattini fue emergiendo de su escondite.
Entonces lo vio.
Su primera reacción fue la de protegerse, tal vez por eso retrocedió otra vez hacia los pilares, debajo de la casa. Hacía años que no lo veía, y aunque su apariencia no sólo ya no lo asustaba, sino que además era mucho más pequeña de lo que recordaba, Frattini volvió a sentir miedo por su padre, por aquellas manos nudosas que sostenían un cigarrillo Brasil encendido hacía siglos y que nunca acababa de consumirse.  
Lo vio alejarse, lo vio salir del conventillo. Sólo entonces Frattini tomó coraje y salió de su escondite. Mientras subía las escaleras, el patio comenzó a llenarse de vecinos que se lavaban y peinaban antes de ir al trabajo y lo saludaban con gestos cansinos.
Llamó a la puerta. Estela lo abrazó al verlo.
Frattini entró a la casa y fue directo hacia Mirtha. La besó en la frente, y durante los pocos segundos que la tuvo entre sus brazos, pudo sentir sus huesos faltos de carne, el temblor de sus brazos, la debilidad de todo su cuerpo.
-        Carlitos, viniste… - dijo Mirtha.
-        Hola, mamá – dijo él mientras se sentaba junto a ella.
Estela preparó mate y, mientras le cebaba uno a su hermano, le ordenó a sus hermanas que se apuraran si no querían llegar tarde a la escuela. Sin embargo, cuando Francisca y Juana estaban por salir, su madre les pidió que se quedaran. Las chicas miraron a Estela buscando su aprobación.
-        Tienen que estudiar – dijo ella.
-        Dejalas que se queden, mamá quiere que estén acá – intercedió Frattini.
-        ¿Vos venís una vez cada tanto y encima me decís lo que tienen que hacer?
Su hermana estaba furiosa.  
-        Mandás vos, Estela – dijo Frattini.
-        Por favor, Estelita – dijeron las niñas a coro.
Entonces Mirtha se incorporó en la cama, soltado un gemido de furia. Con las manos, se tomaba la cabeza y, mirando a Frattini, dijo:
-        Sacame la cabeza, no aguanto más.
Él se acomodó en la cama, de modo que Mirtha pudiera reposar la cabeza en su pecho. Así se quedó, respirando cada vez más lentamente, mientras Frattini le acariciaba el cabello. Un rato, un siglo después, vio que sus tres hermanas empezaban a llorar, que se tomaban la cabeza y se arrodillaban ante la cama.
No sabía por qué.
No quería saberlo.
Tan sólo quería quedarse así, llorando, acariciando a Mirtha, susurrándole cosas al oído sin importarle que ya no pudiera escucharlo.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario