Durante los dos
años que llevaba trabajando con Martinelli lo había recuperado todo: las joyas,
la ropa de etiqueta, los impecables zapatos de cuero, las corbatas de seda, la
butaca del Teatro Maipo y hasta su mesa en el restaurante del hipódromo. Ganaba
tanto como lo que gastaba. Los consejos del Tano lo habían moldeado hasta
convertirlo en un dandy que siempre acaparaba la mirada de todos. Cuando
entraba a La Churrasquita vestido con un traje nuevo, las mujeres de sus
compañeros lo miraban de reojo. A veces, la mujer de Tito Ramos les decía a los
otros:
-
Ustedes se tienen que vestir como Pistola. El sabe
cómo combinar las medias, el cinturón, el pañuelito… aprendan de él.
Y Frattini
sonreía con orgullo. Su ropa y sus joyas eran lo único que poseía. Siempre
andaba con lo puesto, mudándose de pensión en pensión, viajando en colectivo o
taxi, sin siquiera pensar en la posibilidad de ahorrar para comprarse un auto y
una casa. Como si creyera que, por el solo hecho de firmar un documento de
propiedad, su vida volvería a los rieles a los que había renunciado. Pero lo
que más temía era que al figurar en un papel oficial, su nombre atrajera a la
policía en cualquier momento. Prefería vestirse bien, gastarse el dinero en
restaurantes y boliches, en esa carrera maratónica que había emprendido el
primer día que su padre lo echó de casa y que parecía no tener más destino que
el sólo hecho de correr. Escapar. Siempre hacia adelante, siempre solo.
Un día, él y el
Tano Martinelli se dirigieron a la calle Paraguay, a la altura de Callao.
Semanas atrás, habían luchado con una puerta que no habían logrado abrir de
ninguna manera. Ahora llevaban otras llaves, convencidos de que al fin podrían
completar el trabajo. Solían hacerlo. Más que por ambición, porque no
soportaban renunciar a ningún alhajero por culpa de una maldita puerta.
Mientras el Tano
metía una Yale en la puerta de calle, Frattini descubrió que, en el edificio de
enfrente, asomada a una ventana, una mujer fumaba un cigarrillo sin dejar de
mirarlos.
Cuando el Tano
abrió y entraron al edificio, Frattini dijo:
-
Vamos a esperar un poco en el entrepiso.
Laburamos y salimos rápido, que esta mina nos están mirando y nos van a mandar
en cana
El Tano asintió.
Quince minutos
después, salían del edificio con una docena de joyas y unos miles de pesos en
billetes chicos. La mujer ya no estaba en la ventana. Comenzaron a caminar por
Paraguay hacia el Bajo, en silencio. A las dos cuadras, escucharon la sirena de
un patrullero que, a contramano de los demás vehículos, cruzaba la Avenida a
toda velocidad y se detenía en el edificio que habían robado.
-
Tarde piaste – dijo el Tano, riendo.
En un bar,
decidieron que desde ese día comenzarían a tomar nuevos recaudos. Antes de
plantarse frente a una puerta de calle, lo primero que harían sería mirar si
alguien estaba observando sus movimientos. Tampoco se detendrían a probar
distintas llaves en una puerta. Era un problema, una pérdida de tiempo y una
situación que podía resultar demasiado evidente para los ojos de cualquier
vecino que no tuviera nada mejor que hacer que estar mirando por las ventanas.
Cuando marcaran una puerta, desde ahora se acercarían con cuatro o cinco llaves
preparadas, sujetas entre los dedos de la mano, como si las llaves fueran
terminaciones óseas de sus propias extremidades.
Después de
conversar largo y tendido sobre las nuevas estrategias, visitaron a José,
redujeron el botín y se despidieron.
-
¿Adónde vas tan apurado? – preguntó el Tano, que
insistía con ir juntos a ver la nueva película de Rita Hayworth, no tanto
porque le gustara el cine, sino porque disfrutaba escuchar a Frattini
contándole sobre la vida y obra de su actriz favorita.
Sin embargo,
Frattini volvió a negarse.
-
No puedo. Tengo cosas que hacer y ya no llego...
No mentía.
Apurado, se subió a un colectivo de la línea 29 y se dirigió a La Boca.
Era octubre, y
el verano comenzaba a insinuarse en esa brisa cálida y en aquel cielo límpido que,
a esa hora de la tarde, comenzaba a sangrar sobre los techos de Buenos Aires.
Todo, el clima, la ciudad, incluso los colectivos despedían una sensación de placidez,
como si todos quisieran disfrutar con tranquilidad de aquel atardecer de
primavera.
Todos menos
Frattini, que miraba su reloj y sacaba cuentas mentalmente. Tenía quince
minutos para visitar a Mirtha antes de que llegara su padre. En la parada,
Frattini se lanzó del colectivo en marcha y se echó a correr en dirección a la
calle Suárez.
Al llegar, otra
vez se encontró el patio vacío hasta de sombras. Lentamente, se acercó a su
casa. En el momento exacto en que pisaba el segundo peldaño de la escalera,
desde adentro resonó un grito indescifrable para cualquiera, menos para él. Se
maldijo por haber llegado tarde.
Mientras se
alejaba, se preguntó si la enfermedad de Mirtha podría reblandecer a su padre.
Quién podía saberlo. Mirtha moría su vida y él continuaba borracho, gritando
como si nada.
Desolado, se
alejó de la casa sin saber a dónde ir. Se había ilusionado con pasar un rato
con las chicas, escuchándolas, viéndolas cuidar a Mirtha. Pero a esa hora
aquello ya era imposible. En la puerta del conventillo se cruzó con el Rengo y
Pepe, dos amigos que hacía tiempo no veía.
-
¿Qué hacen?
-
Nada. ¿Y vos?
-
Acá, vine a ver a mi vieja…
-
Anda mal, la Mirtha – dijo Pepe.
Frattini
asintió.
-
Bueno, me voy… - dijo, sin mucho convencimiento.
-
¿A dónde vas a ir? Quedate con nosotros. Una vez
que venís al barrio… - dijo el Rengo.
Lo de Mirtha lo
había deprimido demasiado como para quedarse solo, así que se sentó con ellos
en el cordón de la calle, como cuando era un chico de pantalones cortos.
Juan
Spadavecchia tampoco había cambiado.
-
Todo transpirado, Juan, así no podés atender a
los clientes – dijo Frattini y los demás rieron.
-
Muchachos, me tienen que salvar. Hay gente
importante en la cantina y necesito que alguien los alegre. ¿Vienen?
-
¿No te parece que ya estamos grandes para la
pandereta? – preguntó el Rengo.
-
¿Conocen a Los Plateros? – preguntó Juan a su
vez.
A Frattini se le
iluminaron los ojos. Siempre había disfrutado de la música, y aquel grupo
americano había sido la banda de sonido de muchas de sus conquistas amorosas.
Se incorporó de inmediato. No le vendría mal divertirse un poco.
Aquella noche,
la cantina de Spadavecchia parecía un decorado de cine. Al entrar, lo primero
que Frattini vio fue una mesa con cinco negros vestidos impecable, homogénea,
solemnemente con trajes idénticos, y una mujer inabarcable embutida dentro de
un vestido rojo cuatro talles más pequeño del que necesitaba. Como dos plantas
carnívoras, sus tetas parecían a punto de escapar de aquel débil balcón convertido
en escote.
En la pista,
improvisada en el único sector de la cantina donde no había mesas, una docena
de mujeres rubias, vestidas de gala, bailaban coreografías musicales al estilo
Broadway.
Frattini, el
Rengo y Pepe se detuvieron a observarlas.
-
Son las bailarinas de la Compañía Las Vegas.
Vinieron a actuar al Teatro Ópera con los Plateros – dijo Frattini, que había
oído la noticia días atrás en la radio.
-
Para mí son todas muñecas – dijo el Rengo,
luchando por enderezar su cuerpo.
Juan
Spadavecchia les alcanzó dos panderetas y una guitarra. Todos los presentes
guardaron silencio. Incluso las bailarinas dejaron de moverse, cosa que los
tres amigos lamentaron. Después de saludar a aquel público poco acostumbrado a
ver cómo otros se llevaban los aplausos, el Rengo tomó la guitarra y Frattini y
Pepe las panderetas. Durante quince minutos entonaron una antigua canción italiana,
una que cantaban cuando eran niños y debían alegrar a turistas menos
prestigiosos que los que los escuchaban ahora.
Cuando
terminaron de tocar, la cantina estalló en aplausos. Los tres, sonriendo,
aceptaron las bebidas que les ofrecieron desde una de las mesas. Con un vaso de
agua en la mano, Frattini se separó del grupo y se acercó a la mesa que
ocupaban Los Plateros, mientras el Rengo y Pepe se perdían entre las
bailarinas.
Sin decir nada,
Frattini tomó una silla y se sentó junto al grupo. Uno de los músicos le
ofreció una copa de champagne. Frattini decidió aparcar su carácter abstemio
para no despreciar el gesto. Tomó su copa, la alzó como hacían los otros, y él
también brindó por aquel deseo incompresible que pidieron los americanos en su
propio idioma.
Poco después, en
un acto que buscaba honrar a los visitantes pero que pareció más un detalle
obsecuente y redundante, Juan Spadavecchia hizo sonar “Only you” en el
tocadiscos de la cantina. Al oír los primeros acordes, los músicos se tomaron
la cabeza, como si aquel éxito suyo les resultara una carga insoportablemente
aburrida. Frattini, en cambio, se incorporó de un salto. Con una reverencia
divertida, extendió su mano hacia la cantante negra y la invitó a bailar. Los
músicos aplaudieron. La mujer se incorporó, ofreciendo toda la inmensidad de su
carne y se dejó guiar por Frattini, que la condujo hacia el centro de la pista.
Bailaron esa
pieza y otra, y otra, y otra más. Bailaron toda la noche, conversando en susurros,
sin entender ni una sola palabra de lo que decían.
En un momento,
Frattini vio que afuera amanecía. Como si despertara de un sueño, se incorporó
y estrechó la mano de los cinco músicos y besó la de la bella cantante negra,
que intentó retenerlo con palabras que él no pudo descifrar.
Salió de la
cantina con paso ligero. Dos copas de champagne podían animar a cualquier
abstemio. Tomó la calle Suárez y, sin decidirlo, alcanzó el patio del
Conventillo. Consultó la hora. Su padre estaría a punto de salir hacia el
trabajo.
Durante unos
minutos, se quedó petrificado con los ojos fijos en la puerta de su casa.
Habían pasado más de veinte años, había abierto miles y miles de puertas
ajenas, pero aquella continuaba cerrada para él.
Con cuidado, se
metió entre los pilares de su casa y trató de ocultarse bajo una pila de hojas
de diario. Esperó quince, treinta, cuarenta minutos. En su recuerdo, aquel
lugar era más lúgubre de lo que le resultaba ahora. Incluso hasta lo divertía
el hecho de estar escondido. Un tipo grande, un atorrante como él, escondido
bajo una montaña de diarios.
En ese momento
se escucharon ruidos que venían de arriba. La puerta se abrió, con aquel crujido
que tantas veces lo había paralizado. Pies pesados descendieron la escalera.
Los zapatos de su padre avanzaban sin separarse del suelo, incapaces de
soportar el peso de mil y una borracheras. Poco a poco, sin darse cuenta,
Frattini fue emergiendo de su escondite.
Entonces lo vio.
Su primera
reacción fue la de protegerse, tal vez por eso retrocedió otra vez hacia los
pilares, debajo de la casa. Hacía años que no lo veía, y aunque su apariencia
no sólo ya no lo asustaba, sino que además era mucho más pequeña de lo que
recordaba, Frattini volvió a sentir miedo por su padre, por aquellas manos nudosas
que sostenían un cigarrillo Brasil encendido hacía siglos y que nunca acababa
de consumirse.
Lo vio alejarse,
lo vio salir del conventillo. Sólo entonces Frattini tomó coraje y salió de su
escondite. Mientras subía las escaleras, el patio comenzó a llenarse de vecinos
que se lavaban y peinaban antes de ir al trabajo y lo saludaban con gestos cansinos.
Llamó a la
puerta. Estela lo abrazó al verlo.
Frattini entró a
la casa y fue directo hacia Mirtha. La besó en la frente, y durante los pocos
segundos que la tuvo entre sus brazos, pudo sentir sus huesos faltos de carne,
el temblor de sus brazos, la debilidad de todo su cuerpo.
-
Carlitos, viniste… - dijo Mirtha.
-
Hola, mamá – dijo él mientras se sentaba junto a
ella.
Estela preparó
mate y, mientras le cebaba uno a su hermano, le ordenó a sus hermanas que se
apuraran si no querían llegar tarde a la escuela. Sin embargo, cuando Francisca
y Juana estaban por salir, su madre les pidió que se quedaran. Las chicas
miraron a Estela buscando su aprobación.
-
Tienen que estudiar – dijo ella.
-
Dejalas que se queden, mamá quiere que estén acá
– intercedió Frattini.
-
¿Vos venís una vez cada tanto y encima me decís
lo que tienen que hacer?
Su hermana
estaba furiosa.
-
Mandás vos, Estela – dijo Frattini.
-
Por favor, Estelita – dijeron las niñas a coro.
Entonces Mirtha
se incorporó en la cama, soltado un gemido de furia. Con las manos, se tomaba
la cabeza y, mirando a Frattini, dijo:
-
Sacame la cabeza, no aguanto más.
Él se acomodó en
la cama, de modo que Mirtha pudiera reposar la cabeza en su pecho. Así se
quedó, respirando cada vez más lentamente, mientras Frattini le acariciaba el
cabello. Un rato, un siglo después, vio que sus tres hermanas empezaban a llorar,
que se tomaban la cabeza y se arrodillaban ante la cama.
No sabía por
qué.
No quería
saberlo.
Tan sólo quería
quedarse así, llorando, acariciando a Mirtha, susurrándole cosas al oído sin
importarle que ya no pudiera escucharlo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario