El ghetto de las ocho puertas. Fragmento: pág. 129-130.
Desde la detención de Pietruszka, su mujer se convirtió en nuestro contacto. En septiembre, Edwarda le preguntó si había visto a Teo últimamente. Antes de responder, la polaca dudó un momento, y luego dijo que Teo se había ido a casa de la madre de la señora Stempke. Ahora estaba a salvo con sus hermanos postizos lejos de Varsovia. “¿Pero lo ha visto?”, insistió Edwarda. La polaca sacudió la cabeza, su honestidad era inquebrantable. Mi hermana alzó la voz: “¿Y si está muerto? ¿Cómo puedo saberlo? Quizá esos polacos dicen que está en otra parte para seguir cobrando el dinero…” Boris intentó calmarla, pero mi hermana insistió: “Tráigalo, quiero ver a mi hijo.” Al principio la mujer de Pietruszka se negó porque le parecía demasiado peligroso para el niño. Pero al ver que mi hermana estaba tan desesperada no pudo hacer otra cosa que aceptar su pedido: “Si descubren que el niño es judío conseguirá que lo deporten. No podrá acercarse a él, no podrá hablarle, sólo podrá verlo de lejos”. Mi hermana aceptó llorando: hacía más de un año que no veía a su hijo.
Llegaron una mañana. Tres niños rubios acompañados por una anciana. A través de las ventanas intentamos reconocer a Teo, pero los tres eran mucho más grandes que el niño que se había llevado Pietruszka. “Es aquel”, dijo Edwarda de pronto, señalando al más bajo, un hermoso niño de cabellos dorados. Pronto, los hijos de Jarosz salieron de la casa y se unieron a los juegos de Teo y sus dos hermanastros. El rumor de sus voces nos animaron a salir. Edwarda lloraba y sonreía al mismo tiempo. “Está hermoso”, decía. La ansiedad la fue empujando más allá del garaje y pronto alcanzó el último árbol del jardín. Desde el portón Jarosz nos hizo una seña tranquilizadora, así que nosotros también seguimos a Edwarda.
Teo corría entre los árboles y de vez en cuando nos miraba al pasar, sin decir nada. Pensé que Edwarda no tardaría en traicionar su promesa y correría a abrazar al niño, gritándole que era su madre. Pero no fue así. Mi hermana estaba extasiada con tan sólo verlo. En un momento, Teo se separó del resto de los niños y buscó un lugar apartado, detrás de un árbol, para orinar sin que lo vieran los polacos. Edwarda fue tras él. Se arrodilló ante su hijo y lo ayudó a bajarse los pantalones sin decir una sola palabra. Teo tampoco hablaba. Cuando terminó de orinar, los dos se miraron a los ojos en silencio. Entonces, inesperada, breve, dulcemente, Teo besó a su madre en la frente y se alejó en dirección a los otros niños.
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