La nila y su doble. Fragmento: pág. 39-43.
"En
febrero, los primeros edictos nazis impusieron la expropiación y confiscación
de todas las posesiones de los judíos, incluidas las casas, las tiendas, las
fábricas, las joyas… Además, se prohibió todo tipo de contacto entre católicos
y judíos, y se estableció que todos los judíos debían limitar su residencia a
la zona de la Ciudad Vieja y el barrio Baluty. Muchos tendrían que abandonar
sus casas para cumplir con el edicto, ya que la advertencia era clara:
cualquier judío que se encontrara fuera de los límites impuestos, sería
asesinado de inmediato.
Los
Dziubas no pudieron escapar de eso.
Sentada
en su cama, Hanka contemplaba el cuarto con tristeza. Sobre sus rodillas, el
álbum de figuritas coloreadas se iba humedeciendo lágrima a lágrima. Cuando se
abrió la puerta, entró Mordejai.
-
¿Esto tampoco? –
preguntó Hanka.
-
No.
-
¿Y vamos a dejar todo?
¿La cama, las sillas? ¿Dónde nos vamos a sentar?
-
En la casa que nos
asignaron debe haber todo eso. Y como sólo nos permiten llevar un bulto,
debemos darle prioridad a la ropa, las mantas, las cosas de la cocina…
-
Pero, papá… ¿puedo
llevarme un libro, aunque sea?
Mordejai
se arrodilló ante ella, para verla directamente a los ojos.
-
Lo siento, Hanki.
Cuando todo esto termine, te voy a comprar diez libros.
-
No – dijo Hanka, con
interés. Y pensando en su amiga Friedl, propuso algo mejor: - Cuando esto termine, yo quiero que
me compres una muñeca.
-
¿Una muñeca?
-
Sí, con vestido y
cabello largo.
-
Entonces te voy a
comprar una muñeca y diez libros.
Desde
el living llegó el rumor de sus hermanas, que sufrían sus propias frustraciones
mientras empacaban lo poco que podían llevar. ¿Podría recordar los nombres y
las formas de todos esos animales extraños si dejaba de consultar sus
figuritas?
-
Es la hora, Hanka –
dijo su padre.
Se
incorporó y miró por última vez su cuarto antes de seguir a su padre. En la
sala, Hela, Abraham, Oskar y Raquel la recibieron en silencio. Mordejai miró a
sus hijos y dijo:
-
Esto no puede durar
para siempre. Vamos a volver pronto.
Y
salieron a la calle, abandonando esa casa en la que habían pasado los últimos
años para unirse al río de personas que debían exiliarse en su propia ciudad.
En las veredas, los polacos contemplaban la escena con un feliz desconcierto:
ahora que los judíos se marchaban del barrio, ellos podrían ocupar sus amplias
casas gracias a los nazis. Poco a poco, los Dziubas fueron avanzando entre la
gente en dirección a la Ciudad Vieja. Hanka ni siquiera lloraba: de alguna
manera, la consolaba ver al resto de los judíos compartiendo su misma tristeza.
Junto a ella, otros niños se desplazaban con gesto ausente, algunos llorando,
otros riendo, durmiendo en brazos de sus padres o en los carros que habían improvisado
para cargar los bultos.
Lentamente,
fueron alcanzando la zona señalada por los nazis. Mordejai los fue guiando
hasta que al fin se detuvieron frente a un viejo edificio.
-
Es acá – dijo.
Sus
hijos lo siguieron puertas adentro. Cuando entraron al departamento que les
correspondía, descubrieron una pequeña sala sin muebles y dos cuartos ínfimos y
helados.
-
Todo va a ir bien. Yo
ya voy a empezar a trabajar en la fábrica.
-
La fábrica que era tuya
y que ahora es de los nazis – se quejó Abraham.
-
Al menos tengo permiso
de trabajo y una libreta de racionamiento. Ustedes no se preocupen por nada.
Todo va a salir bien.
-
Hace frío – dijo Hanka.
-
Vas a tener que
acostumbrarte. Los alemanes prohibieron que los judíos usemos gas o carbón –
dijo Abraham.
-
No lo necesitamos –
dijo Mordejai, quitándose su largo abrigo y cubriendo con él a Hanka, que
estaba sentada en el suelo.
Al
día siguiente, temprano en la mañana, Mordejai se preparaba para ir al trabajo cuando
Hanka preguntó:
-
¿Para qué es esa cinta?
-
Para que sepan que soy
judío.
-
¿Y yo tengo que usarla,
también?
Mordejai
se acercó a su hija.
-
No, Hanki. Vos no vas a
salir. Vos no vas a ir a ninguna parte, ¿me escuchaste? Ni siquiera quiero que
te asomes o te muestres en las ventanas.
-
Pero, papá…
-
Hanka, es una orden.
¿Me escuchás?
-
Sí, papá.
-
¿Y qué voy a hacer acá
todo el día?
-
Cuidarte mucho.
-
Nosotros vamos a
cuidarla – dijo Hela, que estaba junto a Raquel en un costado de la sala,
viendo la calle desde las ventanas sucias de aquella, su nueva casa.
Al
fin, Mordejai besó a cada uno de sus hijos, volvió a sujetarse la cinta con la
estrella de David que llevaba en el brazo izquierdo, y salió a la calle. Cuando
se quedaron solos, sus hijos comenzaron a conversar.
-
Tengo que ir a ver a Shosha.
Hace una semana que no la veo, ni siquiera sé si está bien – dijo Abraham, que
hacía unos meses había comenzado a salir con una chica judía de su antiguo
barrio.
-
No, Abraham. No tenés
papeles, si los nazis te encuentran podrían matarte – le dijo Oskar.
-
¿Y vos qué sabés? Yo
podría ir y venir…
-
No, bastante con haber
perdido a Bernardo. Basta, por favor – gritó Hela y, de inmediato, su hermano
se incorporó, soltó un insulto de protesta y fue a encerrarse al cuarto que
ahora compartía con su padre y Oskar.
Poco
a poco fueron acostumbrándose a la nueva casa, esa oscura y húmeda prisión en
la que el tiempo parecía estirarse hasta el hartazgo. Cada vez que alguna de
sus hermanas o hermanos regresaban de hacer una compra y Hanka les preguntaba
qué habían visto en la calle, ellos siempre respondían lo mismo:
-
Nada.
Sin
embargo, todos podían ver en la calle a los judíos que hacían colas para
conseguir la escasa ración de alimento que ofrecía la Judenrat, la policía
judía que se ocupaba de mantener el orden dentro de la zona asignada a los
propios judíos. Sólo unos pocos privilegiados como Mordejai habían conseguido
trabajo y derecho a comida, además de los que habían logrado esconder algunas
joyas para intercambiar por comida en el mercado negro. Un día, en un intento
por encontrar a Shosha, el propio Abraham había descubierto que, amenazados por
los nazis, una cuadrilla de judíos comenzaban a cercar el barrio con palos y
alambres de púas. Dentro, más de 160.000 judíos esperaban que su Dios los
protegiera mientras ansiaban que los alemanes se hubieran conformado con eso:
con encerrarlos, con robarles todo, con mantenerlos prisioneros dentro de esa
estrecha parte de la ciudad que les habían asignado y que ahora todos llamaban el
ghetto de Lodz."
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