Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 22 de marzo de 2021

Taller de Lectura. Encuentro 4. Lectura 1.

 



La nila y su doble. Fragmento: pág. 39-43.


"En febrero, los primeros edictos nazis impusieron la expropiación y confiscación de todas las posesiones de los judíos, incluidas las casas, las tiendas, las fábricas, las joyas… Además, se prohibió todo tipo de contacto entre católicos y judíos, y se estableció que todos los judíos debían limitar su residencia a la zona de la Ciudad Vieja y el barrio Baluty. Muchos tendrían que abandonar sus casas para cumplir con el edicto, ya que la advertencia era clara: cualquier judío que se encontrara fuera de los límites impuestos, sería asesinado de inmediato.

Los Dziubas no pudieron escapar de eso.

Sentada en su cama, Hanka contemplaba el cuarto con tristeza. Sobre sus rodillas, el álbum de figuritas coloreadas se iba humedeciendo lágrima a lágrima. Cuando se abrió la puerta, entró Mordejai.

-        ¿Esto tampoco? – preguntó Hanka.

-        No.

-        ¿Y vamos a dejar todo? ¿La cama, las sillas? ¿Dónde nos vamos a sentar?

-        En la casa que nos asignaron debe haber todo eso. Y como sólo nos permiten llevar un bulto, debemos darle prioridad a la ropa, las mantas, las cosas de la cocina…

-        Pero, papá… ¿puedo llevarme un libro, aunque sea?

Mordejai se arrodilló ante ella, para verla directamente a los ojos.

-        Lo siento, Hanki. Cuando todo esto termine, te voy a comprar diez libros.

-        No – dijo Hanka, con interés. Y pensando en su amiga Friedl, propuso algo  mejor: - Cuando esto termine, yo quiero que me compres una muñeca.

-        ¿Una muñeca?

-        Sí, con vestido y cabello largo.

-        Entonces te voy a comprar una muñeca y diez libros.

Desde el living llegó el rumor de sus hermanas, que sufrían sus propias frustraciones mientras empacaban lo poco que podían llevar. ¿Podría recordar los nombres y las formas de todos esos animales extraños si dejaba de consultar sus figuritas?

-        Es la hora, Hanka – dijo su padre.

Se incorporó y miró por última vez su cuarto antes de seguir a su padre. En la sala, Hela, Abraham, Oskar y Raquel la recibieron en silencio. Mordejai miró a sus hijos y dijo:

-        Esto no puede durar para siempre. Vamos a volver pronto.

Y salieron a la calle, abandonando esa casa en la que habían pasado los últimos años para unirse al río de personas que debían exiliarse en su propia ciudad. En las veredas, los polacos contemplaban la escena con un feliz desconcierto: ahora que los judíos se marchaban del barrio, ellos podrían ocupar sus amplias casas gracias a los nazis. Poco a poco, los Dziubas fueron avanzando entre la gente en dirección a la Ciudad Vieja. Hanka ni siquiera lloraba: de alguna manera, la consolaba ver al resto de los judíos compartiendo su misma tristeza. Junto a ella, otros niños se desplazaban con gesto ausente, algunos llorando, otros riendo, durmiendo en brazos de sus padres o en los carros que habían improvisado para cargar los bultos.

Lentamente, fueron alcanzando la zona señalada por los nazis. Mordejai los fue guiando hasta que al fin se detuvieron frente a un viejo edificio.

-        Es acá – dijo.

Sus hijos lo siguieron puertas adentro. Cuando entraron al departamento que les correspondía, descubrieron una pequeña sala sin muebles y dos cuartos ínfimos y helados.

-        Todo va a ir bien. Yo ya voy a empezar a trabajar en la fábrica.

-        La fábrica que era tuya y que ahora es de los nazis – se quejó Abraham.

-        Al menos tengo permiso de trabajo y una libreta de racionamiento. Ustedes no se preocupen por nada. Todo va a salir bien.

-        Hace frío – dijo Hanka.

-        Vas a tener que acostumbrarte. Los alemanes prohibieron que los judíos usemos gas o carbón – dijo Abraham.

-        No lo necesitamos – dijo Mordejai, quitándose su largo abrigo y cubriendo con él a Hanka, que estaba sentada en el suelo.

 

Al día siguiente, temprano en la mañana, Mordejai se preparaba para ir al trabajo cuando Hanka preguntó:

-        ¿Para qué es esa cinta?

-        Para que sepan que soy judío.

-        ¿Y yo tengo que usarla, también?

Mordejai se acercó a su hija.

-        No, Hanki. Vos no vas a salir. Vos no vas a ir a ninguna parte, ¿me escuchaste? Ni siquiera quiero que te asomes o te muestres en las ventanas.

-        Pero, papá…

-        Hanka, es una orden. ¿Me escuchás?

-        Sí, papá.

-        ¿Y qué voy a hacer acá todo el día?

-        Cuidarte mucho.

-        Nosotros vamos a cuidarla – dijo Hela, que estaba junto a Raquel en un costado de la sala, viendo la calle desde las ventanas sucias de aquella, su nueva casa.

Al fin, Mordejai besó a cada uno de sus hijos, volvió a sujetarse la cinta con la estrella de David que llevaba en el brazo izquierdo, y salió a la calle. Cuando se quedaron solos, sus hijos comenzaron a conversar.

-        Tengo que ir a ver a Shosha. Hace una semana que no la veo, ni siquiera sé si está bien – dijo Abraham, que hacía unos meses había comenzado a salir con una chica judía de su antiguo barrio.

-        No, Abraham. No tenés papeles, si los nazis te encuentran podrían matarte – le dijo Oskar.

-        ¿Y vos qué sabés? Yo podría ir y venir…

-        No, bastante con haber perdido a Bernardo. Basta, por favor – gritó Hela y, de inmediato, su hermano se incorporó, soltó un insulto de protesta y fue a encerrarse al cuarto que ahora compartía con su padre y Oskar.

 

Poco a poco fueron acostumbrándose a la nueva casa, esa oscura y húmeda prisión en la que el tiempo parecía estirarse hasta el hartazgo. Cada vez que alguna de sus hermanas o hermanos regresaban de hacer una compra y Hanka les preguntaba qué habían visto en la calle, ellos siempre respondían lo mismo:

-        Nada.

Sin embargo, todos podían ver en la calle a los judíos que hacían colas para conseguir la escasa ración de alimento que ofrecía la Judenrat, la policía judía que se ocupaba de mantener el orden dentro de la zona asignada a los propios judíos. Sólo unos pocos privilegiados como Mordejai habían conseguido trabajo y derecho a comida, además de los que habían logrado esconder algunas joyas para intercambiar por comida en el mercado negro. Un día, en un intento por encontrar a Shosha, el propio Abraham había descubierto que, amenazados por los nazis, una cuadrilla de judíos comenzaban a cercar el barrio con palos y alambres de púas. Dentro, más de 160.000 judíos esperaban que su Dios los protegiera mientras ansiaban que los alemanes se hubieran conformado con eso: con encerrarlos, con robarles todo, con mantenerlos prisioneros dentro de esa estrecha parte de la ciudad que les habían asignado y que ahora todos llamaban el ghetto de Lodz."


No hay comentarios.:

Publicar un comentario