LOS PÁJAROS NEGROS
Editorial Sudamericana
Mayo 2021
"Guernica.
1937.
Apenas si podía
soportar el peso del hacha que tenía en sus manos. Frente a él, Aitor y Mikel,
sus hermanos mayores de trece y catorce años, sonreían y señalaban el grueso
tronco del roble que habían elegido para que el pequeño Xabier demostrara eso
que venía diciendo desde el avance de los nacionales: que ya era grande, que
podía sostener un fusil para defender la República.
El roble era fuerte y
debía tener más de ocho metros de altura. Pero Xabier Bengoechea estaba
dispuesto a defender su orgullo y demostrarles a sus hermanos que por más que
tuviera cinco años podía talar un roble y matar hasta al mismísimo Francisco
Franco.
“Si logras talarlo, es
porque ya puedes cargar un fusil”, dijo Mikel con la boca llena de nueces, y
señaló el árbol. Aitor se mantenía en silencio, fumando el cigarrillo que había
logrado robarle a su padre, por la noche, mientras este dormía. “¿A ver, pequeño aizkolariak, si puedes ser
soldado?”, insistió Mikel con la boca abierta, escupiendo nueces y saliva.
Xabier lo miró, desafiante.
Con esfuerzo, alzó el hacha y descargó el golpe sobre el roble. El hacha rebotó
contra tronco y él cayó de espaldas al suelo, junto con el hacha.
Sus hermanos soltaron
una carcajada.
No le importó: se
incorporó, volvió a sujetar el hacha y volvió a golpear con ella el tronco.
Esta vez, al rebotar, la cabeza del hacha pasó peligrosamente junto a su oreja
izquierda, provocándole un pequeño corte.
“Ya, Xabier”, dijo
Aitor, “te lastimarás”. Pero su hermano menor estaba otra vez con el hacha en
alto. El tercer golpe fue tan contundente que el filo se incrustó en el tronco.
Con fuerza, Xabier intentó volver a hacerse con el hacha, que parecía adherida
al árbol. Una y otra vez volvió a tirar del mango, sin poder quitarla de allí.
“No puedes quitar el hacha y quieres sujetar un fusil”, seguía riéndose Mikel.
Aitor lo miró con furia. Nunca había soportado el carácter burlón y altanero de
Mikel, que tantos problemas le había causado en la escuela y entre los demás
niños del pueblo. Aquello debía ser una lección para Xabier, y no un castigo
que lo pusiera en peligro.
Se arrodilló para
quedar a la altura de su hermano menor y vio que había comenzado a llorar en
silencio. Lo tomó de las manos y lo guió para que las colocara de manera
correcta sobre el mango y así pudiera sujetar el hacha con firmeza. En voz
baja, le indicó: “Cuando se clava, mueves el mango hacia arriba y hacia abajo para
quitarla”. Después se apartó para que lo hiciera solo. Con tres movimientos
Xabier logró hacerse con el hacha y se la enseñó a Mikel de manera amenazante.
“Leñador de espárragos”, dijo Mikel, “si puedes sacar un dedo de madera me doy
por satisfecho”. Y Xabier volvió a intentar.
Una y otra vez.
Con cada golpe sentía
que le escocían las palmas de las manos. Pero no se detuvo. No podía darle la
razón al vanidoso de Mikel. Siguió golpeando el roble con un esfuerzo
sobrehumano, pero en lugar de golpear en el mismo lugar para abrir una brecha
en la madera, los golpes erráticos dejaban leves muescas dispersas por el
tronco.
Al rato pudo sentir la
tibieza de la sangre en sus manos y vio el hilo de líquido rojo deslizándose
sobre el mango del hacha, cayendo sobre el suelo del monte. Esta vez fue el
propio Mikel quien le pidió que se detuviera. “Aita nos castigará al ver tus
manos”, dijo. Xabier lo miró, desafiante, y volvió a golpear el tronco.
Al fin, Aitor evitó el
siguiente golpe sujetando el mango por sobre la cabeza de Xabier, y le quitó el
hacha. “Si no puede sostener un fusil, seguro que ha de poder empuñar una
pistola, ¿no?”, dijo mirando a Mikel. “Seguro”, respondió Mikel.
Xabier sonrió. Se había
ganado el respeto de sus hermanos.
Aitor sacó su pañuelo y
le pidió el suyo a Mikel. Le vendó las manos al pequeño y los tres se sentaron
a descansar antes de emprender el regreso a casa. Mikel sacó una pequeña bota
con vino y, luego de beber un trago, miró a Aitor, que asintió. “Te lo has
ganado”, dijo Mikel pasándole la bota a Xabier.
El pequeño se la llevó
a los labios y fingió que bebía. Satisfecho, se acostó a la sombra que
proyectaba el roble que seguía allí, alto y poderoso.
Mikel fue el primero en identificar el sonido, que era distinto a todos los que siempre se oían en el monte. Se incorporó y en el horizonte vio la formación de aviones que se acercaba a Guernica desde el sur. “Son los rusos que han venido a ayudarnos”, dijo, gritando. Los tres se pusieron de pie. Desde allí podían ver el puente, la carretera y, a lo lejos, la fábrica de armamento donde trabajaba su padre.
Pronto, Aitor distinguió una bandera roja que se agitaba en la cima de uno de los montes vecinos. Entonces las campanas de todas las iglesias del pueblo comenzaron a repicar, y ellos supieron que estaban en peligro.
“Los nacionales”, gritó Aitor, tomando el hacha con una mano y la mano de Xabier con la otra. A medida que bajaban del monte, los cuervos negros que se habían mantenido escondidos alzaron su vuelo por sobre los árboles, en aquella cálida tarde de abril de 1937."
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