Este libro de breves relatos de Andrea Camilleri pertenece a la saga del Comisario Montalbano, y sus argumentos sirvieron para varios de los capítulos de la serie que pueden ver en el canal Europa Europa. Después de Pepe Carvalho y antes que Mario Conde, Montalbano integra la santa trinidad de protagonistas de novela negra "latinas". Más allá, en los fríos de Ystad, está el magnánimo Wallander, que por formas, estilos y género, vive en la excelencia narrativa de la austeridad escandinava, muy distinta a las risas y atracones de Pepe, el Salvo y el Conde.
Leyendo estos textos, me encontré con el relato "Montalbano se rebela", que contrasta mucho con los argumentos pasionales que se tejen en la saga. Al final Camilleri se ve obligado a explicar por qué, y esa explicación resulta maravillosa, una burla para los detractores y una larga carcajada para los lectores que tantos queremos a Montalbano.
Los dejo con Salvo.
MONTALBANO SE REBELA
(fragmento)
"(...) El comisario salió de la casa, pero antes de alcanzar el coche se vio obligado a detenerse para vomitar, procurando que no le oyeran mientras los esfuerzos que hacía por reprimir las arcadas le provocaban dolorosos retorcijones en el vientre. Al llegar al coche, abrió el maletero, sacó el bidón de gasolina que siempre llevaba, regresó a la casa y vació el bidón justo delante de la puerta. Estaba seguro de que los dos asesinos no percibirían el olor de la gasolina, enmascarado por los olores mucho mas intensos de un par de ojos fritos y de una pantorrilla hervida o en salsa, vete tú a saber. Su plan era muy sencillo; prender fuego a la gasolina y obligar a los asesinos a arrojarse por la ventana de la cocina de la parte de atrás. Allí los estaría esperando él.
Regresó
al automóvil, abrió la guantera, sacó la pistola y quitó el seguro. Y aquí se
paró.
Devolvió
la pistola a la guantera, introdujo una mano en el bolsillo y sacó el
billetero: sí, tenía una tarjeta telefónica. Por el camino había visto una
cabina a unos cien metros de distancia. Dejó el coche donde estaba y se dirigió
a pie a la cabina tras encender un cigarrillo. Milagrosamente, el teléfono
funcionaba. Insertó la tarjeta y marcó un número.
El
septuagenario que, en la noche romana, estaba escribiendo a máquina se levantó
de golpe y fue a coger el teléfono, preocupado. ¿Quién podría ser a aquella
hora?
¾
¿Diga?
¿Quién habla?
¾
Soy
Montalbano. ¿Qué estás haciendo?
¾
¿No
sabes qué estoy haciendo? Escribo el relato del cual tú eres protagonista. He
llegado al momento en que tú estás dentro del coche y le quitas el seguro a la
pistola. ¿De dónde me llamas?
¾
Desde
una cabina.
¾
¿Y
cómo has llegado hasta ella?
¾
Eso
a ti no te importa.
¾
¿Por
qué me llamas?
¾
Porque
no me gusta este relato. No quiero entrar en él, no va conmigo. Y, además, la
historia de los ojos fritos y de la pantorrilla guisada es absolutamente
ridícula, una auténtica gilipollez, y perdona que te lo diga.
¾
Salvo,
estoy de acuerdo contigo.
¾
Pues
entonces, ¿por qué lo escribes?
¾
Hijo
mío, trata de comprenderme. Algunos dicen que soy eso que se llama un “buenista”,
uno que se dedica a contar historias almibaradas y tranquilizadoras; otros
dicen, en cambio, que el éxito que he alcanzado gracias a ti no me ha sentado
muy bien, que me repito demasiado, con la mirada puesta tan sólo en los
derechos de autor… Afirman que soy un escritor fácil, aunque después se maten
tratando de entender cómo escribo. Estoy intentando ponerme al día, Salvo. Un
poquito de sangre sobre el papel no le hace daño a nadie. ¿Qué quieres,
perderte en disquisiciones? Y, además, te pregunto a ti, que eres un sibarita:
¿has probado alguna vez un par de ojos humanos fritos, quizá con un poco de
cebolla?
¾
No
te hagas el gracioso. Óyeme bien, te voy a decir una cosa que jamás repetiré.
Para mí, Salvo Montalbano, un relato de esta clase es inadmisible. Eres muy
dueño de escribir otros del mismo estilo, pero, en tal caso, tendrás que inventarte
otro protagonista. ¿Está claro?
¾
Clarísimo.
Pero, entre tanto, ¿cómo termino esta historia?
¾ Así – contestó el comisario.
Y Y colgó."
Aplausos.
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