Castellamare del Golfo ocupaba una pequeña
porción de tierra entre las montañas y el mar; apiñadas unas encima de otras
alrededor de la orilla, las casas formaban un mosaico de blancos y ocres
deslucidos. Sobre el promontorio que dominaba el golfo se alzaba un antiguo castillo,
construido por los musulmanes en los tiempos en que se habían apoderado de la
costa, del pueblo y de la isla entera, una isla que a lo largo de veinticinco
siglos también había sido invadida por griegos, cartagineses, romanos,
normandos, franceses, españoles, saboyanos… Las ruinas de sus imperios ahora yacían
desparramadas al sol, olvidadas en esa isla abandonada a su propio olvido.
Entre el castillo y el puerto de
Castellamare se extendía una almadraba donde los pescadores faenaban los peces
al sol, que brillaban en el suelo con una agonía de espejos inquietos. Seducidos
por aquellos reflejos y por los altos muros del castillo, los marineros que
navegaban por primera vez frente a esas costas imaginaban que Castellamare debía
guardar enormes riquezas. Sin embargo, al desembarcar sólo encontraban un
pueblo animado y pobre, tan pobre como cualquier otro pueblo de campesinos y pescadores.
En Castellamare todos vivían de cara al
mar; para ellos el Mediterráneo era un paño calmo y generoso que hacia el
horizonte se fundía con otro paño, aún más sereno, de un azul infranqueable. Por
entonces en el pueblo nadie imaginaba que podían descender tantos paracaidistas
de ese cielo alto, limpio y resplandeciente.
Junto a la ladera de la montaña, en los
márgenes del pueblo, había un pozo de agua y por la mañana las mujeres se
reunían en torno a él cargando baldes, botellones y cualquier tipo de recipientes.
Se saludaban a los gritos, rodeadas por enjambres de niños que corrían
alrededor de sus piernas. Vestidas de negro, ellas guardaban luto por sus
muertos, rezaban por el sufrimiento de los vivos y contemplaban el mar que
surgía más abajo, hacia el final de la calle.
Las tardes de verano transcurrían
silenciosas en Castellamare, y sólo se oía el sonido de las hojas que se mecían
con el viento. Pero aquel veintiuno de agosto de 1924, día de la Santísima
Madonna del Socorro, el calor era agobiante. Por la mañana todos habían caminado
en procesión detrás de la estatua de la Madonna desde la orilla del mar hasta
la Iglesia. Ahora debían estar durmiendo bajo los árboles o dentro de las casas:
a esa hora en que el sol cegaba la vista, sólo algunos pocos se atrevían a
andar por las calles y hasta los pájaros permanecían refugiados en las copas de
los árboles.
Junto al pozo, sentadas a la sombra de una
higuera, tres ancianas dormitaban en silencio; tenían los ojos cerrados para
que no les entrara el polvo y sus ropas vibraban, impulsadas por el Sirocco abrazador.
Pero de pronto alguien gritó en la casa contigua
al pozo. Entonces las tres mujeres abrieron los ojos y, muy poco a poco, fueron
despertando de su sopor.
Dentro de la casa, trozos blancos de
sábanas gastadas y una fuente con agua hervida que comenzaba a teñirse de rojo.
Rosalía se revolvía sobre la cama de hierro forjado mientras su madre le enjuagaba
la frente con un paño mojado en agua fría; a los pies de la cama, Antonia, la
hermana mayor de Marianno Licatesi, el marido de Rosalía, daba órdenes que ella
apenas si podía obedecer. El parto iba mal: podía notarlo en la cara de
desconcierto de su madre y en la mancha viscosa que comenzaba a extenderse bajo
su cuerpo. Desde la mañana las punzadas habían sido cada vez más violentas, tanto
que la habían obligado a abandonar la procesión para regresar a la cama. A esa altura
de la tarde, Rosalía ya no podía soportar el dolor.
Gritaba con los dientes apretados.
Respiraba profundamente.
Después lloraba en silencio.
Y volvía a gritar.
Marianno se había llevado a Vito, Giovanni
y Nino, sus hijos mayores, para que no molestasen. Aquello era cosa de mujeres.
Por eso las mujeres del pozo se incorporaron para espiar a través de la pequeña
ventana del cuarto: pegadas al cristal, gesticulaban y alzaban las manos al
cielo.
Rogaban
Santa Madonna
y se lamentaban
Santa Madonna
ante las demás vecinas que salían a la
calle atraídas por sus gritos.
Al fin la madre de Rosalía logró retirar
el pequeño cuerpo cubierto de sangre. Derrotada, Antonia se demoró en cortar y
quitarle el cordón umbilical que traía enroscado al cuello. Después, entre las
dos envolvieron el cuerpo con una manta y lo depositaron junto a Rosalía.
Era una niña – se lamentó su
cuñada mientras se persignaba.
Te hubiera podido ayudar con la
casa – dijo su madre.
Rosalía pudo ver que la niña tenía el
rostro morado, pálido el cuerpo. No respiraba, pero aún conservaba la tibieza
de su vientre. Tal como lo había hecho en los tres partos anteriores, escarbó
entre los pliegues de la manta y contó cuántos dedos había en cada mano, en cada
pie. Se alegró de saber que su hija era perfecta, aunque aquella perfección
fuera inútil, desgraciada.
En un rincón del cuarto, ensimismada, Antonia
intentaba comprender los misteriosos designios de la Providencia … La
primera vez que ella había perdido un hijo, el párroco le había dicho que los niños
muertos se convertían en ángeles y gozaban eternamente de la gracia de Dios. En
su momento aquellas palabras habían sabido tranquilizarla, aunque después de
tantos años seguían sin convencerla.
Pero la Providencia tenía
otros planes para la pequeña Giuseppina. Y como si ella pudiera adivinarlos, por
un momento se resistió a aceptar la suerte que le había tocado en gracia. Fueron
apenas uno, dos, tres minutos.
Después abrió los ojos.
Su primer llanto fue débil, casi un
lamento, pero sin embargo consiguió asustar a los pájaros escondidos entre las
hojas de la higuera, que batieron sus alas y se alejaron hacia el mar por sobre
el coro de mujeres que levantaban las manos al cielo
Santa Madonna
agradecidas,
Santa Madonna
y volvían a apretujarse en la ventana para
ver que Rosalía abrazaba a la niña y le besaba las manos, los pies. Madre e
hija se durmieron escuchando el rosario que las mujeres le dedicaban a la misericordiosa
bondad de Nuestra Santísima Madonna del Socorro.
Cuando Giuseppina aprendió a entender
las palabras, esa fue la primera historia que le contó su madre: como Cristo a Lázaro,
la Madonna la
había hecho resucitar de entre los muertos convertida en una niña bellísima. Y
para que nunca olvidara el milagro, Rosalía la bautizó con el nombre de María
Giuseppina del Socorro. Aunque todos la llamaban Pina.
Cuatro años después, el pozo aún seguía
allí; las mujeres, como los pájaros y el Sirocco, iban y venían de un lado a
otro de la isla. Por la mañana, cuando regresaban del lavadero, la pequeña Giuseppina
las veía inclinarse para sacar agua del pozo. Su madre no la dejaba acercarse
porque era pequeña y temía que pudiera caerse en el interior. Pero por la tarde,
cuando Rosalía y las demás mujeres se encerraban a cocinar y la calle quedaba
vacía, Giuseppina se inclinaba sobre el pozo para descubrir el milagro reflejado
en el agua: en puntas de pie (unos pies perfectos – y sucios-) Giuseppina podía
ver cómo sus ojos, su nariz y sus mejillas ondeaban hasta desdibujarle el
rostro cada vez que ella lanzaba una piedra.
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