Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

miércoles, 7 de mayo de 2014

La tristeza de los otros. Cuento.





La tristeza de los otros


1
Resulta extraño escuchar el sobrenombre por el que me llamaban mis amigos de la infancia acá, en la estación de tren de Sevilla, a tantos kilómetros de Buenos Aires. Busco con la mirada, y al otro lado de la puerta acristalada descubro a Dani, que se quita las gafas de sol y me hace señas para que me acerque.
Afuera, me abraza y me sacude por los hombros. Lo dejo hacer, incapaz de resistirme: Dani pesa ciento tres kilos, treinta y tres más que los que pesaba en el colegio secundario. Yo sigo siendo tan pequeño e irrelevante como entonces. 
Cuando se cansa de sacudirme, me observa con detenimiento. 
Me interroga,
­      ¿Qué hacés, boludo?
me inspecciona,
­      Estás flaco…
me ordena,
­      Comé, hijo de puta.
y vuelve a abrazarme. Dice:
­      Cuanto tiempo…
­      Un año.
­      Tendríamos que vernos más seguido…  vos siempre estás ocupado…
­      ¿Lo decís justo vos, el primer trabajador…?
­      Tenés razón. Estoy hasta los huevos del puto laburo…
Entonces descubro algo que hasta ahora no había notado: Dani está bastante desmejorado, con ojeras de insomnio.  
­      ¿Llegaste hace mucho?
­      En el tren de las diez. Di una vuelta por la ciudad y vine más temprano para que no perdiéramos tiempo. Ya fui a buscar el auto, es ese Renault que está ahí… Impresionante ¿no?
­      Si…
­    Es diesel. Y detrás, los asientos tienen unas bandejitas para comer o jugar a las cartas…
­      Bueno, bueno… Guardame la valija que voy a comprar una botella de agua.
Dani toma mi equipaje, me abraza. Dice:
­      Tenía ganas de verte… Dale, apurate.
Me alejo de Dani. Su intensidad frente a la vida parece haber aumentado al mismo ritmo que su peso. Sin embargo, hay algo de este encuentro (¿los recuerdos?, ¿el pasado compartido?) que me reconforta. Compro una botella de agua en una de las máquinas y regreso al coche. Dani está escuchando un disco de una banda que íbamos a escuchar cuando teníamos diecisiete años. Recuerdo aquellos conciertos: cientos de adolescentes sudados empujándonos unos a otros, chicas vomitando en los baños, músicos fumando marihuana en el escenario. La pasábamos bien.
Al verme, Dani sube el volumen de la música y comienza a cantar. Después adelanta el rostro esperando que me una a su canto desafinado.
­     ¿Tenemos mapa? – pregunto.
­     ¿Qué?
­     Bajá eso…
Dani baja el volúmen, tan molesto como una novia ultrajada. Se oye la bocina de un tren llegando a la estación.
­    Pregunto si tenemos mapa.
Dani extiende el mapa sobre el volante. Señala Sevilla y desliza un dedo por sobre una línea roja que desciende hasta alcanzar el mar, y luego gira hacia la izquierda hasta la ciudad de Faro y vuelve a ascender para terminar en Lisboa. La otra línea que pasa por Sevilla va directamente a Lisboa: es más corta y de color amarillo.  
­   Si tomamos la Autovía vamos a tardar menos - digo.
­   ¿Estás apurado?
­   No...  pero si queremos ir a Lisboa no sé si nos conviene bajar tanto.
­   Si tomamos la Nacional, vamos conociendo los pueblitos. Me dijeron que en Jerez de la Frontera hay un festival de flamenco…  
­   Ahh… ¿y a vos te gusta el flamenco?
­   Óleeeee… - grita Dani esperando algo que no sucede. Y luego agrega: - No sé, nunca vi flamenco en directo…

2
Unas horas más tarde, Dani me pide que busque la mochila que hay en el asiento trasero. Giro, algo incómodo por el cinturón de seguridad, y tomo la mochila, que es bastante pesada.
­      ¿Qué traés?
­      Adiviná...
Abro la mochila. Sorprendido, digo:
­      ¿Un termo?
­      Traje mate para la ruta.
­      ¿Y vos desde cuándo tomás mate? Antes no tomabas mate.  
Sólo entonces me doy cuenta de que Dani tiene algo parecido a una añoranza crónica, algo típico del emigrado, nada que no se solucione con un viaje relámpago para comprobar que Buenos Aires sigue tan tercermundista, azaroso y aguerrido como siempre. Ya se le pasará. O al menos me gustaría creerlo, pero al retirar el termo y el mate, entre su ropa interior tan colorida descubro un frasco de pastillas.  
­     ¿Y esas pastillas? – pregunto, confundido.
­   Son las pastillas anti-motín. Sólo en caso de emergencia. Pero son legales, me las dio mi psiquiatra.
No sabía que Dani iba al psiquiatra.
­   ¿”Antimotín”? 
­   No te dije nada… Pero a veces me dan ataques de pánico y ni siquiera puedo salir a la calle. Entonces me tomo una de estas y listo: se acabó el motín. Después te cuento. Ahora prepará el mate.
Dani acelera para adelantar a un camión cargado de naranjas. A los costados, el campo se extiende seco, irregular, cargado de olivares. Preparo el mate, tomo los dos primeros y luego le paso uno a él.  
Adelante, la ruta finge una humedad plateada inalcanzable.  Sobre la cima de una colina, molinos blancos con motores japoneses giran con parsimonia extrayendo la energía del viento.
Pasamos junto a un cartel: faltan cincuenta kilómetros para Jerez de la Frontera.

3
Llegamos cuando empieza a caer el sol. En la casa de turismo buscamos direcciones de hoteles y a las nueve, después de recorrer algunos hoteles de dos y tres dudosas estrellas, nos decidimos por uno que queda cerca del casco antiguo de la ciudad. Dejamos el coche en un parking y descargamos el equipaje.
Nos registramos en la administración del hotel, exhibiendo con orgullo nuestras tarjetas de residentes “legales” en España. Dani le sonríe a la recepcionista, una mujer de unos cuarenta años con los ojos rasgados y negros. Después de firmar la planilla, subo mi valija por las escaleras hasta el tercer piso. Dani se queda firme junto al mostrador. 
Más tarde, cuando él entra al cuarto, yo estoy tendido en la cama mirando la TV.  A mis espaldas lo oigo decir:
­      ¿Para eso viniste? Dale, vamos. La mina dice que el festival empezó ayer, pero que hoy va a haber un show en una barriada… también me dio las direcciones de las peñas donde hay espectáculos… pero me dijo que para conseguir lugar tenemos que ir temprano.
Nos quedamos en silencio mirando la pantalla: una publicad de una cerveza española filmada en algún parque. 
­       Yo iba a correr por ahí. Son los bosques de Palermo…  - dice Dani como si con su respuesta se adjudicara un premio millonario.
Al girarme, descubro que está mirando la pantalla con los ojos bien abiertos. Parece emocionado.

4
Sacar el auto del parking implicaría perder el lugar y Dani debería medirse con el alcohol, lo cual resulta imposible… eso sin contar las vueltas innecesarias que daríamos por una ciudad que no conocemos. Así que salimos a la calle y tomamos un taxi.
En la radio suena la voz de Camarón de la Isla, y no puedo evitar pensar que acá en Andalucía deben escuchar flamenco todo el tiempo. Le pido al taxista que me convide un cigarrillo, y al oír mi acento comienza a hablar de fútbol.
Nunca me gustó el fútbol, y a toda la gente con la que me crucé en España ese detalle siempre le generó desconfianza. Un argentino que no hable de fútbol es casi tan imposible como un argentino que hable poco. Es cierto, sin embargo en estos casos yo me limito a escuchar hasta que mi interlocutor se aburre de hablar solo. Pero ¿cómo voy a esperar que Mr. Argentina haga lo mismo?
­       Hoy juega el Cádiz contra el Sevilla, ¿usted de qué equipo es? – dice Dani.
­       Del Jerez, hombre. Pero esta noche voy por el Cádiz… Aquí han jugado muchos argentinos… uno fue entrenador hace veinte años… ¿Ustedes a quién le van? ¿Al Boca o al River?
­       Al Racing – dice Dani.
­       ¿Racing…? No lo conozco. ¿Y usted, de qué equipo es?
­       De Atlanta - digo.
­       Un equipo de judíos – aclara Dani.
El taxista frunce el seño en el espejo, mi respuesta tampoco lo deja satisfecho.
Al llegar al barrio, el taxi se detiene al costado del escenario que está armado en uno de los extremos de la plaza. Decenas de personas esperan que comience el espectáculo. Pagamos, le pedimos al taxista el número de teléfono de la agencia de radio taxis y bajamos a la calle. Los ciclomotores pasan a toda velocidad, y a diferencia del resto de ciudades de España y de Europa, acá nadie lleva casco.  
Nos metemos entre la gente hasta alcanzar el punto medio entre el escenario y el final de la plaza. Los vecinos, vestidos con sus mejores ropas y cargados de anillos de oro, pañuelos, rosarios y niños, siguen el ritmo aplaudiendo frenéticamente. Los muchachos morenos, con sus pantalones blancos ajustados, resaltan en la noche. Las chicas se deslizan entre el público, bailando a veces, gritando otras, captando la atención de todos.  No son hermosas ni delicadas, y a simple vista tampoco parecen interesantes, pero sus cuerpos desprenden algo, como una corriente magnética que atrae todas las miradas.
Dani me mira, entusiasmado. En voz baja me dice:
­       Mirá lo que son esas pendejas…
­       No las mires que nos van a correr a cuchillazos.
­       Tenés razón – dice Dani, reparando en los hombres de la plaza. - ¿Pero viste lo que son?
En el escenario tres bailaoras aplauden los pasos del bailaor principal, siguiendo a los dos guitarristas que permanecen sentados en un costado.  Como un poseso, el bailaor improvisa movimientos que no siempre le salen bien: entonces alza los brazos al cielo, detiene su cuerpo, bate las palmas y vuelve a empezar.
El público parece animado, todos conversan y se ríen con la cordialidad de los buenos vecinos.  
Nos acercamos a un mostrador donde una pareja de ancianos vende bocadillos de carne y copas de jerez, todo a un euro. Con veinte euros conseguimos la entonación adecuada: ahora nos sentimos parte de la fiesta y parece que por el escenario desfilaran los mejores artistas de Europa.
Dani está feliz, eufórico. Grita y aplaude. De pronto se acoda en la barra, me mira y dice:
­       Me vuelvo.
­       Pará, es temprano, ¿no querías ir a la Peña?
­       Me vuelvo a Argentina – dice.
­       ¿Qué? ¿Cómo?
­       Tengo pasaje para dentro de un mes.
Dani se fue de Buenos Aires al terminar la carrera, allá nunca trabajó de arquitecto. Vive en Madrid desde hace cinco años, tiene trabajo y gana más de lo que yo puedo imaginar. Aunque, pensándolo bien, mi imaginación nunca fue de alto vuelo… yo soy un tipo práctico, un cobarde encubierto que pregunta, temeroso: 
­       ¿Argentina? ¿Para qué? ¿Y qué vas a hacer allá?
­       No sé… lo mismo que acá.
­       ¿En serio?  
­       Voy a comprarme una casa con terraza y parrilla… Una terraza grande, para poder poner plantas… voy a tener un gato, no, no, un perro…
Desconcertado, pienso que la decisión de Dani es una locura. El público aplaude. En el escenario cantaores, bailaoras y músicos se señalan unos a otros como si ninguno quisiera hacerse responsable del espectáculo que acaban de dar. Pedimos otra ronda de jerez.
Poco a poco, la gente comienza a abandonar la plaza. Los dos ancianos que atienden el buffet guardan ollas abolladas y vasos de plástico.  Dani propone un brindis:
­       Por las luces que a lo lejos van marcando mi retorno – dice y vacía la copa de un trago.
Yo sacudo la cabeza con tristeza, como si en lugar de confesarme su regreso Dani me hubiera dicho que piensa suicidarse.
Al salir pasamos junto a una ronda de mujeres que aplauden al compás de una música imaginaria que también parece guiar el baile de la niña que está en el centro del círculo. No debe tener más de cinco años. Gime con los ojos entornados, sonriendo, moviendo las muñecas y la cintura de una forma descarada. La sensualidad para ella es un juego.
No para Dani:
­        Qué hija de puta… Es increíble, lo lleva en la sangre. Cómo yo.  
Entonces Dani adelanta el pecho y comienza a bailar flamenco. Baila mal, con los brazos extendidos finge que toca las castañuelas como una gitana enorme y espástica. Sorprendido, veo que algunas de las mujeres comienzan a aplaudirlo. Sin embargo ya me parecer verlo con un poncho sobre los hombros, agitando un par de boleadoras en el aire y zapateando una chacarera con botas de potro.
Busco mi teléfono y pido un taxi. A nuestro alrededor, las chicas se alejan en las motos con los hombros desnudos al viento. Dani se detiene a observarlas: con el jerez las cuchilladas ya no le parecen tan peligrosas.
­        Tenemos que conseguir un par de esas… ¿no? ¿no?
No contesto.  
­        Voy extrañar a las andaluzas… - dice Dani con una nostalgia anticipada.
Sólo entonces me doy cuenta de que Dani se vuelve a Argentina, y que ya ni siquiera vamos a vernos una vez al año. De pronto me siento tan libre como si estuviera rompiendo con mi pareja y ya no tuviera que ocultarle todas las veces que la engañé. Pero al mismo tiempo quisiera pedirle que se quede, que nos veamos más seguido…  Después de todo es la única persona de España que conoce mi pasado. Entonces digo:
­        Yo también quiero contarte algo.
­        ¿Te venís conmigo? – dice Dani - Podríamos compartir una casa…
­        Soy gay, o puto, como te guste – digo buscando el efecto de mis palabras.
Espero que Dani grite, me golpee o se derrumbe. Pero sólo parpadea durante una milésima de segundo, soportando el peso de mi mirada con un gesto sereno. Sinceramente, esperaba más perplejidad de su parte.
Un taxi se acerca y el chofer dice mi nombre.  
Entramos al taxi y Dani se encarga de decirle la dirección de la Peña. Después nos quedamos en silencio, viendo pasar la ciudad por las ventanillas. Las veces que imaginé esta situación, el que se sentía incómodo siempre era Dani, no yo. Entonces siento su mano sobre mi rodilla derecha.
­        Ya lo sabía – dice.
­        ¿Cómo…? ¿Y por qué no me dijiste nada?
­        Pensé que me lo tenías que decir vos…

5
La elocuencia de Dani refuta todos mis prejuicios. De pronto es una persona lo suficientemente abierta como para decir que va a apoyarme en todo lo que yo decida. Se porta como un amigo ideal. Aunque, ¿por qué debería portarse de otra forma? Desde la época del colegio siempre se preocupó por mí y más de una vez tuvo que defenderme de los golpes de otros. Esos recuerdos aumentan mi vergüenza.
­        Ahora que nos sinceramos nos vamos a sentir mejor – dice Dani.
El taxista nos mira por el espejo retrovisor, entre asustado y divertido.
La peña queda en un barrio oscuro de calles anchas, un barrio popular de una ciudad de provincias. Aunque es arquitecto y tiene un doctorado en urbanismo, Dani describe el paisaje basándose únicamente en su añoranza:
­        Esto parece Morón – dice.
El local es bastante pequeño, hay una treintena de sillas, muchas más de las que caben, y las paredes están cubiertas de fotografías de músicos, bailaoras y cantaores. Detrás del escenario, en un mural acristalado, Camarón preside la celebración con el cabello revuelto y la barba oscura por sobre las marcas de viruela.  
Entramos y vamos directamente a la barra. Al otro lado, un hombre mayor, pequeño y con el cabello blanco, guarda botellas de jerez en la heladera. Pedimos dos copas, un plato de jamón y queso y nos dedicamos a mirar a la gente. Todos hablan a los gritos, todos con acento andaluz.
­        El jamón también lo voy a extrañar… - dice Dani con la boca llena.
­        ¿Por qué no vas unos días, descansás y después te volvés? Vos sabés que dentro de diez años te vas a querer matar… dejar Europa para volver a Argentina…
­        A fin de mes entrego el piso de Madrid.  
­        ¿Por qué te vas?  
­        Me cansé de ser visitante.  
­        No exageres…
­        Me despierto pensando en mis sobrinos, en mis viejos… no duermo, boludo, ¿vos te creés que puedo vivir así?
­        Igual me parece arriesgado volver. Acá estás bien…
­        Vos lo decís porque te adaptaste…  
Si adaptarse fuera hacer una mudanza cada seis meses, compartir el piso con gente desordenada, tener un trabajo inestable como clown  y malabarista,  decenas de amantes y dos amigos que además de no hablar mi idioma siempre olvidan lo que les cuento, podría decirse que estoy adaptado. Precariamente adaptado.   
­        Acá la gente es distinta, sí, pero no quiere decir que no puedas acostumbrarte - digo.
­        Sí… ¿Y? Yo no quiero acostumbrarme a nada. Me siento un pelotudo impostando la voz… aier, toaia, iave, iuvia, Raio Vaiecano… cuando pasan un partido de fútbol en la tele, en vez de mirar el partido me dedico a buscar las camisetas de Boca y las banderas argentinas que hay en las tribunas…   
Cuando nos damos cuenta, ya vaciamos el plato y dos pares de copas. Las sillas están todas ocupadas. Algunos fuman en la calle, la gente murmura, impaciente. Hace calor. Junto a Dani, un hombre bebe del pico de una botella de jerez.
­        ¿Y tenés novio? – me pregunta Dani.
Tambaleándose, el tipo de al lado se aleja un paso.
­        No, no tengo novio. Tengo amigos.
­        Yo soy tu amigo… - dice Dani, insinuándose.
Dudo, o al menos tengo el tic de dudar. Y Dani se ríe de su propio chiste.
­        No, en serio, ¿cómo te diste cuenta de que…? – dice y se detiene, pensativo, y después, ya nervioso, pregunta: -¿Vos estás bien? 
­        Muy bien.
­        Entonces obviemos los detalles… Siempre quise tener un amigo gay. Es cool… 
De un costado de la barra, aparece una mujer que lleva un vestido de lunares rojos sobre un fondo blanco, con volados en el ruedo y el escote. La gente aplaude, dos hombres, vestidos completamente de negro, se separan del público y siguen a la mujer hacia el escenario. Saludan a la gente con respeto. Uno, que tiene el cabello corto y canoso, se sienta en una silla con una guitarra entre los brazos. El otro tiene el cabello negro y lacio tensado y atado en una cola de caballo. Me recuerda a “Jesús”, un personaje de El Gran Lebowsky.
Comienza a sonar la guitarra, y el rostro de “Jesús” se contrae como si le hubieran clavado un puñal en el pecho. Entonces la bailaora bate las palmas y comienza a moverse. Sus movimientos son lentos, agita la cadera, sube y baja los brazos, rozando los volados que coronan sus pechos. Baila durante un buen rato, pero no podría precisar cuánto tiempo. Lo cierto es que de pronto veo la luz reflejada en el sudor de su piel.  
Detrás de la barra, el anciano se sube a un cajón de botellas para gritarle:
­        Viva la madre que te parió.
Y su metáfora es perfecta. El baile de la mujer hipnotiza, y como todos los hombres del lugar, contengo la respiración ante el meneo de su vestido.
Pero cuando el cantaor comienza a cantar, todo se vuelve tristeza. Arrastra las palabras, las hace vibrar en su garganta con los ojos brillantes.  Al de la barra ya no hay nada que pueda detenerlo:
­        Viva el arte - grita.
­        Oleeee – grita Dani con voz dubitativa, y al ver que nadie le dice nada, alza la voz: - Oleeeeeee
­        Viva España – grita el de la barra.
­        Viva Perón – grita Dani.  

6
Cuando acaba la quinta canción, los músicos paran a descansar y a beber. “Jesús” se acerca a la barra.
­        Póngale una copita de jerez al maestro – le dice Dani al dueño.
Cuando sirven los vasos, el cantaor rechaza el suyo y pide una Coca Cola-light.
­        ¿No bebe? – pregunto sorprendido.
­        No cuando trabajo.
­        Como los policías norteamericanos – dice Dani.
­        Sí – dice el cantaor y se aleja con su lata de gaseosa.
Al fin vuelve a empezar la música. Ahora “Jesús” presenta a su hermano: un muchacho más gordo que Dani, vestido como si fuera un basquetbolista de la NBA.  Cantan a dos voces un tema sobre una muchacha muerta en el río. Intento pensar en los paisajes que vimos en el viaje, pero lo que veo son imágenes de Buenos Aires.  
Me acerco a Dani y le digo:
­        No te podés ir, no seas boludo, te vas a arrepentir.
­        No me voy a arrepentir.  
­        Acá estás bien, tenés laburo…  no te entiendo.
Entonces Dani se gira, dándole la espalda al escenario. Tiene los ojos rojos, está sudando. Dice:
­        ¿Yo entiendo que vos seas puto y vos no podés entender que yo quiera volverme a Argentina? Dale, es mi despedida. No me jodas con boludeces.
Bajo la mirada, acepando la derrota. Dani me sacude por los hombros mientras “Jesús” y “Michael Jordan” siguen lamentándose por la chica muerta en el río…
Algo, la inminente partida de Dani, las voces o el jerez, consigue lo que no logró mi analista en diez años de terapia: estoy llorando delante de la gente.
Al fin, Jesús, Jordan y la bailaora se despiden del público.
­        Estuvo bueno, ¿no? – pregunta Dani.
­        Impresionante – digo, emocionado – Hermoso.
Nos despedimos del hombre de la barra, que nos regala la última copa de la noche. Hace un rato estaba mareado, pero ahora me siento como si estuviera atado a un molino de viento en un día de tormenta.

7
Afuera el aire fresco me devuelve un poco de lucidez. Llamo por teléfono para pedir un taxi. Caminamos hasta una esquina, Dani baila en la calle con los brazos en cruz, como lo hacía hace ya muchos años frente a la puerta del colegio.
Entonces se acerca una pareja de unos cincuenta años, él es canoso y en la mano tiene una copa vacía. Se detienen a unos metros de nosotros, miran en todas direcciones como si estuvieran esperando a alguien. Hablan entre ellos en un idioma que no logro identificar. Al fin el hombre se acerca y nos saluda con la cabeza.
Dani deja de bailar.
­        Ustedes estaban en la peña. Son argentinos, ¿no?
­        Sí, ¿cómo lo sabe? – pregunta Dani, casi con orgullo.
­        Porque eran los únicos que gritaban oleee, oleee…
Dani se ríe.  
­        Yo también soy argentino, pero desde 1978 vivo en Copenhague. ¿Ustedes hace mucho que se fueron?
­        En el 2002 – respondo maquinalmente.
­        ¿Y es lindo Copenhague? – pregunta Dani.
­        Hermoso. ¿Y qué hacen acá, en este pueblo de mierda? ¿Están de vacaciones?
­        Sí, pero vivimos en España – aclara Dani.
­        Yo vivo en España, vos te volvés a fin de mes… - digo.
­        Yo hace treinta años que digo que me vuelvo… - dice el tipo para sí, y luego, mirando a Dani, con algo parecido a la envidia, pregunta: - ¿ya tenés pasaje?  
­        Sí, sólo de ida – dice Dani.
El tipo afirma moviendo la cabeza. Después me pregunta:
­        ¿Y vos no te querés volver?
No contesto. Aunque su pregunta es como un golpe en medio de la frente.
­        ¿Su mujer también es argentina? – pregunta Dani, mirando en dirección a la mujer.
­        No, es danesa. Sólo habla danés.
­        ¿Y le entiende?
­        No mucho…
Dani se ríe, y aunque intento evitarlo, yo también suelto una carcajada. El hombre, animado, pregunta:
­        ¿De dónde son?
­        De Villa Crespo.
­        Yo nací en Morón, ¿conocen?
­        Sí, muy lindo – dice Dani.
­        ¿Lindo? Es horrible, el culo del mundo – dice el tipo, y con la mirada perdida, agrega: - Pero a mí me gusta… 
No decimos nada. El tipo suelta la copa, que cae al suelo y rueda hasta alcanzar el medio de la calle.
­        Yo tengo una casa acá… ¿quieren venir a comer un día de estos? ¿Hasta cuando se quedan? – dice el tipo.
­        Nos vamos mañana – digo.
­        Qué lástima que no nos conocimos antes, podríamos haber hablado un rato más... En Copenhague no hay argentinos…  
Entonces se acerca y se detiene un taxi.
­        Debe ser el de ustedes… - dice el tipo. 
En ese momento, la danesa, que había escuchado la conversación en silencio, se acerca, lo toma del brazo y lo regaña pronunciando demasiadas consonantes. Después se mete en el taxi. El hombre, desilusionado, desorientado, nos dice:
­        Me dijo que ustedes se estaban riendo de mí…  
Intento decir algo, pero el rostro del hombre ya es pura tristeza.
Antes de entrar al taxi, murmura:
­        Si somos los tres iguales… ¿de qué se van a reír?
Al fin el taxi acelera y se va. Dani y yo no decimos nada, no tenemos valor para mirarnos, ni siquiera para quejarnos de que nos hayan robado el taxi. En silencio nos sentamos en el cordón de la vereda aliviados de saber que nuestro taxi se aleja llevándose la tristeza de los otros.

Barcelona, 2005
Publicado en la revista francesa Passage d´encres Nº 38-39 (2010)

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