1
Resulta
extraño escuchar el sobrenombre por el que me llamaban mis amigos de la
infancia acá, en la estación de tren de Sevilla, a tantos kilómetros de Buenos
Aires. Busco con la mirada, y al otro lado de la puerta acristalada descubro a
Dani, que se quita las gafas de sol y me hace señas para que me acerque.
Afuera,
me abraza y me sacude por los hombros. Lo dejo hacer, incapaz de resistirme: Dani
pesa ciento tres kilos, treinta y tres más que los que pesaba en el colegio secundario.
Yo sigo siendo tan pequeño e irrelevante como entonces.
Cuando
se cansa de sacudirme, me observa con detenimiento.
Me
interroga,
¿Qué hacés, boludo?
me inspecciona,
Estás flaco…
me ordena,
Comé, hijo de puta.
y vuelve a abrazarme. Dice:
Cuanto tiempo…
Un año.
Tendríamos que vernos más seguido…
vos siempre estás ocupado…
¿Lo decís justo vos, el primer
trabajador…?
Tenés razón. Estoy hasta los huevos
del puto laburo…
Entonces
descubro algo que hasta ahora no había notado: Dani está bastante desmejorado,
con ojeras de insomnio.
¿Llegaste hace mucho?
En el tren de las diez. Di una
vuelta por la ciudad y vine más temprano para que no perdiéramos tiempo. Ya fui
a buscar el auto, es ese Renault que está ahí… Impresionante ¿no?
Si…
Es diesel. Y detrás, los asientos
tienen unas bandejitas para comer o jugar a las cartas…
Bueno, bueno… Guardame la valija
que voy a comprar una botella de agua.
Dani toma mi equipaje, me abraza. Dice:
Tenía ganas de verte… Dale,
apurate.
Me alejo de Dani. Su intensidad frente a la vida parece
haber aumentado al mismo ritmo que su peso. Sin embargo, hay algo de este
encuentro (¿los recuerdos?, ¿el pasado compartido?) que me reconforta. Compro
una botella de agua en una de las máquinas y regreso al coche. Dani está
escuchando un disco de una banda que íbamos a escuchar cuando teníamos diecisiete
años. Recuerdo aquellos conciertos: cientos de adolescentes sudados empujándonos
unos a otros, chicas vomitando en los baños, músicos fumando marihuana en el
escenario. La pasábamos bien.
Al verme, Dani sube el volumen de la música y comienza a
cantar. Después adelanta el rostro esperando que me una a su canto desafinado.
¿Tenemos mapa? – pregunto.
¿Qué?
Bajá eso…
Dani baja el volúmen, tan molesto como una novia ultrajada.
Se oye la bocina de un tren llegando a la estación.
Pregunto si tenemos mapa.
Dani extiende el mapa sobre el volante. Señala Sevilla y
desliza un dedo por sobre una línea roja que desciende hasta alcanzar el mar, y
luego gira hacia la izquierda hasta la ciudad de Faro y vuelve a ascender para
terminar en Lisboa. La otra línea que pasa por Sevilla va directamente a Lisboa:
es más corta y de color amarillo.
Si tomamos la Autovía vamos a tardar
menos - digo.
¿Estás apurado?
No... pero si queremos ir a Lisboa no sé si nos
conviene bajar tanto.
Si tomamos la Nacional, vamos
conociendo los pueblitos. Me dijeron que en Jerez de la Frontera hay un
festival de flamenco…
Ahh… ¿y a vos te gusta el
flamenco?
Óleeeee… - grita Dani esperando
algo que no sucede. Y luego agrega: - No sé, nunca vi flamenco en directo…
2
Unas
horas más tarde, Dani me pide que busque la mochila que hay en el asiento
trasero. Giro, algo incómodo por el cinturón de seguridad, y tomo la mochila,
que es bastante pesada.
¿Qué traés?
Adiviná...
Abro la mochila. Sorprendido, digo:
¿Un termo?
Traje mate para la ruta.
¿Y vos desde cuándo tomás mate? Antes
no tomabas mate.
Sólo entonces me doy cuenta de que Dani tiene algo parecido
a una añoranza crónica, algo típico del emigrado, nada que no se solucione con
un viaje relámpago para comprobar que Buenos Aires sigue tan tercermundista, azaroso
y aguerrido como siempre. Ya se le pasará. O al menos me gustaría creerlo, pero
al retirar el termo y el mate, entre su ropa interior tan colorida descubro un
frasco de pastillas.
¿Y esas pastillas? – pregunto,
confundido.
Son las pastillas anti-motín. Sólo
en caso de emergencia. Pero son legales, me las dio mi psiquiatra.
No sabía que Dani iba al psiquiatra.
¿”Antimotín”?
No te dije nada… Pero a veces me
dan ataques de pánico y ni siquiera puedo salir a la calle. Entonces me tomo
una de estas y listo: se acabó el motín. Después te cuento. Ahora prepará el
mate.
Dani acelera para adelantar a un camión cargado de
naranjas. A los costados, el campo se extiende seco, irregular, cargado de
olivares. Preparo el mate, tomo los dos primeros y luego le paso uno a él.
Adelante, la ruta finge una humedad plateada inalcanzable. Sobre la cima de una colina, molinos blancos con
motores japoneses giran con parsimonia extrayendo la energía del viento.
Pasamos
junto a un cartel: faltan cincuenta kilómetros para Jerez de la Frontera.
3
Llegamos
cuando empieza a caer el sol. En la casa de turismo buscamos direcciones de hoteles
y a las nueve, después de recorrer algunos hoteles de dos y tres dudosas estrellas,
nos decidimos por uno que queda cerca del casco antiguo de la ciudad. Dejamos
el coche en un parking y descargamos el equipaje.
Nos
registramos en la administración del hotel, exhibiendo con orgullo nuestras
tarjetas de residentes “legales” en España. Dani le sonríe a la recepcionista, una
mujer de unos cuarenta años con los ojos rasgados y negros. Después de firmar
la planilla, subo mi valija por las escaleras hasta el tercer piso. Dani se
queda firme junto al mostrador.
Más
tarde, cuando él entra al cuarto, yo estoy tendido en la cama mirando la TV. A mis espaldas lo oigo decir:
¿Para eso viniste? Dale, vamos. La
mina dice que el festival empezó ayer, pero que hoy va a haber un show en una
barriada… también me dio las direcciones de las peñas donde hay espectáculos…
pero me dijo que para conseguir lugar tenemos que ir temprano.
Nos quedamos en silencio mirando la pantalla: una publicad
de una cerveza española filmada en algún parque.
Yo iba a correr por ahí. Son los
bosques de Palermo… - dice Dani como si
con su respuesta se adjudicara un premio millonario.
Al girarme, descubro que está mirando la pantalla con los
ojos bien abiertos. Parece emocionado.
4
Sacar el auto del parking implicaría perder el lugar y Dani
debería medirse con el alcohol, lo cual resulta imposible… eso sin contar las
vueltas innecesarias que daríamos por una ciudad que no conocemos. Así que
salimos a la calle y tomamos un taxi.
En la radio suena la voz de Camarón de la Isla, y no puedo evitar
pensar que acá en Andalucía deben escuchar flamenco todo el tiempo. Le pido al
taxista que me convide un cigarrillo, y al oír mi acento comienza a hablar de
fútbol.
Nunca me gustó el fútbol, y a toda la gente con la que me
crucé en España ese detalle siempre le generó desconfianza. Un argentino que no
hable de fútbol es casi tan imposible como un argentino que hable poco. Es
cierto, sin embargo en estos casos yo me limito a escuchar hasta que mi
interlocutor se aburre de hablar solo. Pero ¿cómo voy a esperar que Mr.
Argentina haga lo mismo?
Hoy juega el Cádiz contra el
Sevilla, ¿usted de qué equipo es? – dice Dani.
Del Jerez, hombre. Pero esta noche
voy por el Cádiz… Aquí han jugado muchos argentinos… uno fue entrenador hace
veinte años… ¿Ustedes a quién le van? ¿Al Boca o al River?
Al Racing – dice Dani.
¿Racing…? No lo conozco. ¿Y usted,
de qué equipo es?
De Atlanta - digo.
Un equipo de judíos – aclara Dani.
El taxista frunce el seño en el espejo, mi respuesta
tampoco lo deja satisfecho.
Al llegar al barrio, el taxi se detiene al costado del
escenario que está armado en uno de los extremos de la plaza. Decenas de
personas esperan que comience el espectáculo. Pagamos, le pedimos al taxista el
número de teléfono de la agencia de radio taxis y bajamos a la calle. Los
ciclomotores pasan a toda velocidad, y a diferencia del resto de ciudades de
España y de Europa, acá nadie lleva casco.
Nos metemos entre la gente hasta alcanzar el punto medio
entre el escenario y el final de la plaza. Los vecinos, vestidos con sus
mejores ropas y cargados de anillos de oro, pañuelos, rosarios y niños, siguen el
ritmo aplaudiendo frenéticamente. Los muchachos morenos, con sus pantalones
blancos ajustados, resaltan en la noche. Las chicas se deslizan entre el
público, bailando a veces, gritando otras, captando la atención de todos. No son hermosas ni delicadas, y a simple vista
tampoco parecen interesantes, pero sus cuerpos desprenden algo, como una
corriente magnética que atrae todas las miradas.
Dani me mira, entusiasmado. En voz baja me dice:
Mirá lo que son esas pendejas…
No las mires que nos van a correr
a cuchillazos.
Tenés razón – dice Dani, reparando
en los hombres de la plaza. - ¿Pero viste lo que son?
En el escenario tres bailaoras aplauden los pasos del
bailaor principal, siguiendo a los dos guitarristas que permanecen sentados en
un costado. Como un poseso, el bailaor improvisa
movimientos que no siempre le salen bien: entonces alza los brazos al cielo,
detiene su cuerpo, bate las palmas y vuelve a empezar.
El público parece animado, todos conversan y se ríen con la
cordialidad de los buenos vecinos.
Nos acercamos a un mostrador donde una pareja de ancianos
vende bocadillos de carne y copas de jerez, todo a un euro. Con veinte euros
conseguimos la entonación adecuada: ahora nos sentimos parte de la fiesta y parece
que por el escenario desfilaran los mejores artistas de Europa.
Dani está feliz, eufórico. Grita y aplaude. De pronto se
acoda en la barra, me mira y dice:
Me vuelvo.
Pará, es temprano, ¿no querías ir
a la Peña?
Me vuelvo a Argentina – dice.
¿Qué? ¿Cómo?
Tengo pasaje para dentro de un
mes.
Dani se fue de Buenos Aires al terminar la carrera, allá nunca
trabajó de arquitecto. Vive en Madrid desde hace cinco años, tiene trabajo y
gana más de lo que yo puedo imaginar. Aunque, pensándolo bien, mi imaginación
nunca fue de alto vuelo… yo soy un tipo práctico, un cobarde encubierto que
pregunta, temeroso:
¿Argentina? ¿Para qué? ¿Y qué vas
a hacer allá?
No sé… lo mismo que acá.
¿En serio?
Voy a comprarme una casa con
terraza y parrilla… Una terraza grande, para poder poner plantas… voy a tener
un gato, no, no, un perro…
Desconcertado, pienso que la decisión de Dani es una
locura. El público aplaude. En el escenario cantaores, bailaoras y músicos se señalan
unos a otros como si ninguno quisiera hacerse responsable del espectáculo que acaban
de dar. Pedimos otra ronda de jerez.
Poco a poco, la gente comienza a abandonar la plaza. Los
dos ancianos que atienden el buffet guardan ollas abolladas y vasos de
plástico. Dani propone un brindis:
Por las luces que a lo lejos van
marcando mi retorno – dice y vacía la copa de un trago.
Yo sacudo la cabeza con tristeza, como si en lugar de
confesarme su regreso Dani me hubiera dicho que piensa suicidarse.
Al salir pasamos junto a una ronda de mujeres que aplauden
al compás de una música imaginaria que también parece guiar el baile de la niña
que está en el centro del círculo. No debe tener más de cinco años. Gime con
los ojos entornados, sonriendo, moviendo las muñecas y la cintura de una forma
descarada. La sensualidad para ella es un juego.
No para Dani:
Qué hija de puta… Es increíble, lo
lleva en la sangre. Cómo yo.
Entonces Dani adelanta el pecho y comienza a bailar
flamenco. Baila mal, con los brazos extendidos finge que toca las castañuelas
como una gitana enorme y espástica. Sorprendido, veo que algunas de las mujeres
comienzan a aplaudirlo. Sin embargo ya me parecer verlo con un poncho sobre los
hombros, agitando un par de boleadoras en el aire y zapateando una chacarera con
botas de potro.
Busco mi teléfono y pido un taxi. A nuestro alrededor, las
chicas se alejan en las motos con los hombros desnudos al viento. Dani se
detiene a observarlas: con el jerez las cuchilladas ya no le parecen tan peligrosas.
Tenemos que conseguir un par de
esas… ¿no? ¿no?
No contesto.
Voy extrañar a las andaluzas… -
dice Dani con una nostalgia anticipada.
Sólo entonces me doy cuenta de que Dani se vuelve a
Argentina, y que ya ni siquiera vamos a vernos una vez al año. De pronto me
siento tan libre como si estuviera rompiendo con mi pareja y ya no tuviera que
ocultarle todas las veces que la engañé. Pero al mismo tiempo quisiera pedirle
que se quede, que nos veamos más seguido… Después de todo es la única persona de España
que conoce mi pasado. Entonces digo:
Yo también quiero contarte algo.
¿Te venís conmigo? – dice Dani - Podríamos
compartir una casa…
Soy gay, o puto, como te guste –
digo buscando el efecto de mis palabras.
Espero que Dani grite, me golpee o se derrumbe. Pero sólo parpadea
durante una milésima de segundo, soportando el peso de mi mirada con un gesto
sereno. Sinceramente, esperaba más perplejidad de su parte.
Un taxi se acerca y el chofer dice mi nombre.
Entramos al taxi y Dani se encarga de decirle la dirección
de la Peña. Después
nos quedamos en silencio, viendo pasar la ciudad por las ventanillas. Las veces
que imaginé esta situación, el que se sentía incómodo siempre era Dani, no yo. Entonces
siento su mano sobre mi rodilla derecha.
Ya lo sabía – dice.
¿Cómo…? ¿Y por qué no me dijiste
nada?
Pensé que me lo tenías que decir
vos…
5
La elocuencia de Dani refuta todos mis prejuicios. De
pronto es una persona lo suficientemente abierta como para decir que va a
apoyarme en todo lo que yo decida. Se porta como un amigo ideal. Aunque, ¿por
qué debería portarse de otra forma? Desde la época del colegio siempre se
preocupó por mí y más de una vez tuvo que defenderme de los golpes de otros.
Esos recuerdos aumentan mi vergüenza.
Ahora que nos sinceramos nos vamos
a sentir mejor – dice Dani.
El
taxista nos mira por el espejo retrovisor, entre asustado y divertido.
La peña queda en un barrio oscuro de calles anchas, un
barrio popular de una ciudad de provincias. Aunque es arquitecto y tiene un
doctorado en urbanismo, Dani describe el paisaje basándose únicamente en su añoranza:
Esto parece Morón – dice.
El local es bastante pequeño, hay una treintena de sillas,
muchas más de las que caben, y las paredes están cubiertas de fotografías de
músicos, bailaoras y cantaores. Detrás del escenario, en un mural acristalado, Camarón
preside la celebración con el cabello revuelto y la barba oscura por sobre las
marcas de viruela.
Entramos y vamos directamente a la barra. Al otro lado, un
hombre mayor, pequeño y con el cabello blanco, guarda botellas de jerez en la heladera.
Pedimos dos copas, un plato de jamón y queso y nos dedicamos a mirar a la
gente. Todos hablan a los gritos, todos con acento andaluz.
El jamón también lo voy a
extrañar… - dice Dani con la boca llena.
¿Por qué no vas unos días,
descansás y después te volvés? Vos sabés que dentro de diez años te vas a
querer matar… dejar Europa para volver a Argentina…
A fin de mes entrego el piso de
Madrid.
¿Por qué te vas?
Me cansé de ser visitante.
No exageres…
Me despierto pensando en mis
sobrinos, en mis viejos… no duermo, boludo, ¿vos te creés que puedo vivir así?
Igual me parece arriesgado volver.
Acá estás bien…
Vos lo decís porque te adaptaste…
Si adaptarse fuera hacer una mudanza cada seis meses, compartir
el piso con gente desordenada, tener un trabajo inestable como clown y malabarista, decenas de amantes y dos amigos que además de
no hablar mi idioma siempre olvidan lo que les cuento, podría decirse que estoy
adaptado. Precariamente adaptado.
Acá la gente es distinta, sí, pero
no quiere decir que no puedas acostumbrarte - digo.
Sí… ¿Y? Yo no quiero acostumbrarme
a nada. Me siento un pelotudo impostando la voz… aier, toaia, iave, iuvia, Raio
Vaiecano… cuando pasan un partido de fútbol en la tele, en vez de mirar el
partido me dedico a buscar las camisetas de Boca y las banderas argentinas que
hay en las tribunas…
Cuando nos damos cuenta, ya vaciamos el plato y dos pares de
copas. Las sillas están todas ocupadas. Algunos fuman en la calle, la gente
murmura, impaciente. Hace calor. Junto a Dani, un hombre bebe del pico de una
botella de jerez.
¿Y tenés novio? – me pregunta
Dani.
Tambaleándose, el tipo de al lado se aleja un paso.
No, no tengo novio. Tengo amigos.
Yo soy tu amigo… - dice Dani, insinuándose.
Dudo, o al menos tengo el tic de dudar. Y Dani se ríe de su
propio chiste.
No, en serio, ¿cómo te diste
cuenta de que…? – dice y se detiene, pensativo, y después, ya nervioso,
pregunta: -¿Vos estás bien?
Muy bien.
Entonces obviemos los detalles…
Siempre quise tener un amigo gay. Es cool…
De un costado de la barra, aparece una mujer que lleva un
vestido de lunares rojos sobre un fondo blanco, con volados en el ruedo y el
escote. La gente aplaude, dos hombres, vestidos completamente de negro, se
separan del público y siguen a la mujer hacia el escenario. Saludan a la gente con
respeto. Uno, que tiene el cabello corto y canoso, se sienta en una silla con
una guitarra entre los brazos. El otro tiene el cabello negro y lacio tensado y
atado en una cola de caballo. Me recuerda a “Jesús”, un personaje de El Gran Lebowsky.
Comienza a sonar la guitarra, y el rostro de “Jesús” se
contrae como si le hubieran clavado un puñal en el pecho. Entonces la bailaora
bate las palmas y comienza a moverse. Sus movimientos son lentos, agita la
cadera, sube y baja los brazos, rozando los volados que coronan sus pechos. Baila
durante un buen rato, pero no podría precisar cuánto tiempo. Lo cierto es que de
pronto veo la luz reflejada en el sudor de su piel.
Detrás de la barra, el anciano se sube a un cajón de
botellas para gritarle:
Viva la madre que te parió.
Y su metáfora es perfecta. El baile de la mujer hipnotiza,
y como todos los hombres del lugar, contengo la respiración ante el meneo de su
vestido.
Pero cuando el cantaor comienza a cantar, todo se vuelve
tristeza. Arrastra las palabras, las hace vibrar en su garganta con los ojos
brillantes. Al de la barra ya no hay
nada que pueda detenerlo:
Viva el arte - grita.
Oleeee – grita Dani con voz
dubitativa, y al ver que nadie le dice nada, alza la voz: - Oleeeeeee
Viva España – grita el de la barra.
Viva Perón – grita Dani.
6
Cuando acaba la quinta canción, los músicos paran a
descansar y a beber. “Jesús” se acerca a la barra.
Póngale una copita de jerez al maestro
– le dice Dani al dueño.
Cuando sirven los vasos, el cantaor rechaza el suyo y pide
una Coca Cola-light.
¿No bebe? – pregunto sorprendido.
No cuando trabajo.
Como los policías norteamericanos
– dice Dani.
Sí – dice el cantaor y se aleja
con su lata de gaseosa.
Al fin vuelve a empezar la música. Ahora “Jesús” presenta a
su hermano: un muchacho más gordo que Dani, vestido como si fuera un basquetbolista
de la NBA. Cantan a dos voces un tema
sobre una muchacha muerta en el río. Intento pensar en los paisajes que vimos
en el viaje, pero lo que veo son imágenes de Buenos Aires.
Me acerco a Dani y le digo:
No te podés ir, no seas boludo, te
vas a arrepentir.
No me voy a arrepentir.
Acá estás bien, tenés laburo… no te entiendo.
Entonces Dani se gira, dándole la espalda al escenario.
Tiene los ojos rojos, está sudando. Dice:
¿Yo entiendo que vos seas puto y
vos no podés entender que yo quiera volverme a Argentina? Dale, es mi
despedida. No me jodas con boludeces.
Bajo la mirada, acepando la derrota. Dani me sacude por los
hombros mientras “Jesús” y “Michael Jordan” siguen lamentándose por la chica
muerta en el río…
Algo, la inminente partida de Dani, las voces o el jerez, consigue
lo que no logró mi analista en diez años de terapia: estoy llorando delante de
la gente.
Al fin, Jesús, Jordan y la bailaora se despiden del
público.
Estuvo bueno, ¿no? – pregunta
Dani.
Impresionante – digo, emocionado –
Hermoso.
Nos despedimos del hombre de la barra, que nos regala la
última copa de la noche. Hace un rato estaba mareado, pero ahora me siento como
si estuviera atado a un molino de viento en un día de tormenta.
7
Afuera el aire fresco me devuelve un poco de lucidez. Llamo
por teléfono para pedir un taxi. Caminamos hasta una esquina, Dani baila en la
calle con los brazos en cruz, como lo hacía hace ya muchos años frente a la
puerta del colegio.
Entonces se acerca una pareja de unos cincuenta años, él es
canoso y en la mano tiene una copa vacía. Se detienen a unos metros de
nosotros, miran en todas direcciones como si estuvieran esperando a alguien.
Hablan entre ellos en un idioma que no logro identificar. Al fin el hombre se
acerca y nos saluda con la cabeza.
Dani deja de bailar.
Ustedes estaban en la peña. Son
argentinos, ¿no?
Sí, ¿cómo lo sabe? – pregunta Dani,
casi con orgullo.
Porque eran los únicos que
gritaban oleee, oleee…
Dani se ríe.
Yo también soy argentino, pero desde
1978 vivo en Copenhague. ¿Ustedes hace mucho que se fueron?
En el 2002 – respondo
maquinalmente.
¿Y es lindo Copenhague? – pregunta
Dani.
Hermoso. ¿Y qué hacen acá, en este
pueblo de mierda? ¿Están de vacaciones?
Sí, pero vivimos en España –
aclara Dani.
Yo vivo en España, vos te volvés a
fin de mes… - digo.
Yo hace treinta años que digo que
me vuelvo… - dice el tipo para sí, y luego, mirando a Dani, con algo parecido a
la envidia, pregunta: - ¿ya tenés pasaje?
Sí, sólo de ida – dice Dani.
El tipo afirma moviendo la cabeza. Después me pregunta:
¿Y vos no te querés volver?
No contesto. Aunque su pregunta es como un golpe en medio
de la frente.
¿Su mujer también es argentina? –
pregunta Dani, mirando en dirección a la mujer.
No, es danesa. Sólo habla danés.
¿Y le entiende?
No mucho…
Dani se ríe, y aunque intento evitarlo, yo también suelto
una carcajada. El hombre, animado, pregunta:
¿De dónde son?
De Villa Crespo.
Yo nací en Morón, ¿conocen?
Sí, muy lindo – dice Dani.
¿Lindo? Es horrible, el culo del
mundo – dice el tipo, y con la mirada perdida, agrega: - Pero a mí me
gusta…
No decimos nada. El tipo suelta la copa, que cae al suelo y
rueda hasta alcanzar el medio de la calle.
Yo tengo una casa acá… ¿quieren
venir a comer un día de estos? ¿Hasta cuando se quedan? – dice el tipo.
Nos vamos mañana – digo.
Qué lástima que no nos conocimos
antes, podríamos haber hablado un rato más... En Copenhague no hay argentinos…
Entonces se acerca y se detiene un taxi.
Debe ser el de ustedes… - dice el
tipo.
En ese momento, la danesa, que había escuchado la
conversación en silencio, se acerca, lo toma del brazo y lo regaña pronunciando
demasiadas consonantes. Después se mete en el taxi. El hombre, desilusionado,
desorientado, nos dice:
Me dijo que ustedes se estaban riendo
de mí…
Intento decir algo, pero el rostro del hombre ya es pura
tristeza.
Antes de entrar al taxi, murmura:
Antes de entrar al taxi, murmura:
Si somos los tres iguales… ¿de qué
se van a reír?
Al fin el taxi acelera y se va. Dani y yo no decimos nada,
no tenemos valor para mirarnos, ni siquiera para quejarnos de que nos hayan
robado el taxi. En silencio nos sentamos en el cordón de la vereda aliviados de
saber que nuestro taxi se aleja llevándose la tristeza de los otros.
Barcelona,
2005
Publicado en la revista francesa Passage d´encres Nº 38-39 (2010)
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