Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

martes, 9 de junio de 2020

Un lugar más alejado. Cuento.






Un lugar más alejado

 “No hay, al principio, nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla.”

Juan José Saer, Nadie nada nunca

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El museo Domingo Faustino Sarmiento del Tigre es una de las construcciones más estúpidas que se hayan visto. Un personaje tan importante - Presidente, Educador de la Patria, Alumno Ejemplar - condenado por el arquitecto que decidió reproducir su antigua casa de veraneo dentro de un cubo de cristal, como si se tratara de la casa de muñecas que le regalé a mi hija para su último cumpleaños. Cada vez que paso frente al museo no puedo evitar pensar en ella. Laly debería ver esto.
Entonces busco el teléfono celular en uno de mis bolsillos: es el momento de llamar a la madre y decirle de una vez por todas que la nena también es mi hija y que por lo tanto tengo derecho a llevarla conmigo a donde quiera.  Pero Laly se fue a Brasil con la madre, el nuevo novio de la madre y los hijos del primer matrimonio del nuevo novio de la madre: una encantadora familia moderna.
A medida que me alejo del museo aumenta mi indignación, y lo único que me tranquiliza es saber que me espera la soledad de mi casa, el canto de los pájaros y el río marrón, tan peligroso para mí, que no sé nadar, como para cualquiera que intente acercarse a la isla.
Al llegar a casa descubro que alguien dejó un enano de jardín en el medio del parque, y si bien hasta ahora no lo sabía, con sólo verlo me doy cuenta de que odio los enanos de jardín. ¿Quién lo habrá dejado? No creo que lo haya traído la crecida del río. Debe haber sido Osvaldo, el isleño que corta el césped: él es el único que viene durante la semana.
No necesito ningún nuevo accesorio para la casa, me gusta así como está: paredes de un amarillo muy claro, persianas y puertas de madera, árboles, canteros, flores, ningún enano. Así que trato de levantarlo, pero es tan pesado – debe ser de cemento macizo – que al segundo intento decido tomarlo por la cabeza, es decir por el ridículo gorrito que llevan todos los enanos de jardín, y arrastrarlo hasta el muelle.
Al volver la vista descubro el surco que el paso de la estatua dejó marcado en el césped. Con gran esfuerzo cargo al enano en la lancha, me subo y me dirijo a la casa de Osvaldo, rodeada de perros que ladran, se acercan, me huelen y amenazan con morderme. Por suerte sale a mi encuentro su mujer, que muestra las encías para decir que el marido estuvo toda la semana trabajando en la Capital, que todavía no volvió pero que puede llegar de un momento a otro. Le pregunto si sabe algo del enano pero pregunta ¿qué enano? Ese que está ahí, digo y señalo la lancha. Ella se acerca para verlo mejor. Qué bonito, ¿es suyo?, dice y entiendo que es inútil hablar con ella, así que vuelvo a subir a la lancha perseguido por los perros que no dejan de ladrar.
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De pie en la proa, el enano contempla el horizonte con ojos de cemento.
Al llegar a casa amarro la lancha al muelle, bajo la estatua y vuelvo a arrastrarla por el surco que, desde hace un rato y hasta que vuelva a crecer el césped, arruina un jardín que antes era perfecto.
La isla es el único lugar en el que puedo relajarme. No debería tener estos sobresaltos, mucho menos por una razón tan estúpida y tan pequeña. ¿De qué te reís?, le pregunto al enano pero me doy cuenta de que estoy demasiado alterado, que debería tranquilizarme. Me siento en el suelo, delante de él. Me detengo a observarlo: botas oscuras, pantalón verde, camisa roja, sombrero amarillo. ¿Quién te enseñó a combinar los colores? Lo único que falta es que me conteste. Mejor destapo una cerveza y me olvido de todo.
Voy a la cocina y busco una lata bien fría. Acomodo la poca ropa que traje, reviso la alacena: de hambre no voy a morir. Agarro un libro y me siento en el sillón de mimbre que hay debajo del alero del frente de la casa, a unos metros del río, del muelle, de la costa, del jardín y del maldito enano.
Pero, ¿cómo abandonarme a la lectura si no puedo dejar de pensar en él? Me conozco: las estupideces pueden captar toda mi atención, así que me incorporo, me acerco al enano y vuelvo a arrastrarlo hasta el muelle. Pienso en tirarlo al agua pero por alguna razón que desconozco no me animo, entonces lo escondo debajo de la ligustrina, para no tener que verlo.
Vuelvo al sillón, bebo un trago de cerveza y trato de leer.
Quince minutos más tarde estoy cargando otra vez al enano, lo arrastro hasta el jardín y vuelvo a pararlo donde lo encontré. Si a Laly le gusta puedo dejarlo acá para que juegue con él cada vez que venga. ¿Cómo pude ser que mi hija todavía no conozca esta casa?
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Más tarde suena el teléfono celular. Atiendo a Lola, que dice estar en el puerto fluvial del Tigre esperando una respuesta: ¿querés que vaya?, dice y, sin detenerme a pensarlo, le digo que compre un poco de pescado, una botella de vino y que tome la primera lancha taxi que encuentre.
Controlo el tiempo en mi reloj: una hora y diecisiete minutos más tarde escucho el motor de la lancha que se acerca. Pienso que debería ir al muelle para recibir a Lola, pero enseguida me digo que ese gesto podría jugarme en contra, así que me acomodo en el sillón e intento concentrarme en la lectura.
¿Qué estoy haciendo? , pienso al llegar al muelle, y extiendo los brazos para recibir a Lola. La ayudo a bajar de la lancha. Nos besamos largamente. Ella me entrega las bolsas con la comida, la mochila y sube las escaleras. Pensaba que querías estar solo, dice y bajo la mirada. A eso me refería con que esperarla en el muelle podía jugarme en contra. Pero no es tan terrible: el color marfil del vestido ajustado resalta sus formas y su piel bronceada parece más suave todavía.
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Almorzamos a la sombra de un pino, que el viento mueve de forma amenazante. Lola se sobresalta por la caída de las piñas y propone cambiar la mesa de lugar: debajo del limonero es más seguro, dice y creo que tiene razón. Un minuto más tarde reanudamos la conversación lejos de cualquier peligro.     
Ella se encarga de contarme las noticias más importantes, que hoy parecen ser muchas: presidentes que renuncian, gente en las calles, barricadas, piedras contra las vidrieras de los comercios y de los bancos, comerciantes armados que contratan seguridad privada, tiros al aire, muertos. El rostro de Lola se ilumina con la pasión de su propio relato.
Vuelvo a llenar las copas y propongo un brindis: por esta isla, digo, que me permite ignorar todo lo que vos querés contarme.
Después del almuerzo ella enciende un cigarrillo y me convida uno, que rechazo porque tomé la decisión de dejar de fumar. ¿Desde cuándo?, pregunta y no siento vergüenza al responder: desde este momento. Es evidente que mi decisión le molesta, pero después dice que ella también debería dejar de fumar.
El sol comienza a caer y poco a poco su luz invade la mesa. Esta vez soy yo quien propone correrla hacia la derecha, a la sombra de los ciruelos. Al mover la mesa y las sillas siento calor, entonces bebo otro sorbo de vino blanco, me incorporo, beso a Lola y voy a bañarme al río.
La crecida elevó el nivel del agua a una altura demasiado peligrosa, sumergiendo varios de los escalones del muelle. Si me parara en el último escalón, el agua me llegaría a la altura de los hombros. Además, la corriente podría arrastrarme lejos del muelle… Tendría que aprender a nadar.
Decido sentarme en uno de los primeros escalones: el agua me llega hasta el pecho y para refrescarme sólo debo inclinarme hacia delante y sumergir la cabeza. Después me paso una mano por el rostro para quitarme el agua que quedó acumulada en mi barba. Para bañarme en este muelle no es necesario aprender a nadar.
Al volver a la mesa paso junto la estatua del enano. Lola ya encendió otro cigarrillo. Le pregunto si se dio cuenta de que hay un enano de jardín, pero no me escucha porque está pensando en otra cosa. Sus ojos entrecerrados me dicen que es algo importante.
Se sirve vino y, antes de que yo pueda decirle nada, se lleva el dedo índice a los labios para pedirme silencio. ¿Qué irá a decir? Después señala el fondo de la casa, donde un perro muy pequeño persigue a un pájaro que, sin éxito, intenta levantar vuelo. La persecución es angustiante: la torpeza del cachorro le permite al pájaro tomar unos centímetros de ventaja, hasta que al fin el perro lo apresa entre sus dientes y va a esconderse detrás de unos arbustos.
Qué desagradable, comienzo a decir, pero las palabras de ella son demasiado fuertes como para agregar nada: estoy embarazada, dice.
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Todavía no encontré a la mujer de mi vida y ya engendré dos hijos.
Lola vuelve a servirse vino. Acerca la copa hasta sus labios pero, arrepentida, vuelve a apoyarla en la mesa. La miro y no puedo creerlo. Nos conocemos desde antes de que yo me divorciara, pero hace menos de un año que estamos juntos. Que tenga más méritos que la madre de Laly no es suficiente, aunque debo reconocer que eso me tranquiliza un poco. Seguro que Laly preferiría jugar con un hermanito y no con un enano de jardín que ni siquiera es mío.
Debería callarme la boca: ¿es mío?, me escucho decir. Lola no contesta, levanta la copa, la vacía de un trago. Durante el silencio que sigue se me ocurre que tendría que comprar una casa en un lugar más alejado, tal vez en Ciudad Oculta o Medio Oriente.
Me pongo de pie y practico un recurso de telenovela: me acerco a ella, la abrazo, me arrodillo a sus pies. Voy a ayudarte, le digo pero ella sonríe, dice gracias y enciende otro cigarrillo. Desde el suelo puedo ver cómo el humo comienza a alejarse en dirección a los ciruelos.
No deberías fumar, digo en tono de reproche, y me resulta el reproche más estúpido que podría decirle en este momento, cuando en mi cabeza se repiten insultos y millones de preguntas referidas a los métodos anticonceptivos que hasta hoy creía que nos protegían.
Me incorporo y vuelvo a observarla. Voy a darme un baño, dice y se va. Unos segundos más tarde escucho el sonido de su cuerpo al zambullirse en el agua.
Lola sabe nadar.
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Lola ya no es tan joven, y existe la posibilidad de que el embarazo se complique. Por otra parte, yo no pensaba tener otro hijo, ya tengo una y ni siquiera puedo verla cuando me da la gana. Lola podría hacer lo mismo que la madre de Laly, llevarse a nuestro hijo fuera del país, esconderse.
Este razonamiento no me lleva a ningún lado, es más: corro el riesgo de que tener otro pre infarto, o un infarto o una embolia cerebral, y todo por algo que debería alegrarme. ¿Debería alegrarme?
Comienzo a caminar en dirección al muelle pero me detengo frente al enano. Su sonrisa me altera. Apoyo una mano sobre el sombrero de cemento que cubre su cabeza de cemento y lo empujo con fuerza hacia atrás para que caiga de espaldas al suelo. Así está mejor.
Desde el muelle puedo ver el cuerpo de Lola extendido boca arriba sobre el agua. A unos cincuenta metros hacia el sur, el río se ensancha en un recodo para girar hacia el este. Cualquiera podría llegar a creer que el agua desemboca sobre los sauces que están en la orilla de la isla de enfrente. Me detengo a ver el río, que también arrastra hojas, ramas, peces muertos.
Poco a poco entra en escena la proa de un velero que avanza hacia el norte. Ahora también puedo ver al capitán sentado en la popa. Sobre el costado izquierdo del velero leo un cartel con la inscripción: SE VENDE. Las velas recogidas sugieren que avanza por el impulso de un motor fuera de borda.
Lola parece no haber notado la proximidad del barco. Por un momento imagino un accidente: si la proa la golpea en la cabeza, Lola pierde el conocimiento y se ahoga. Una muerte rápida, la solución para algo que se había convertido en un problema. A Laly le hubiera gustado tener un hermano con quién jugar. 
Junto las manos alrededor de mi boca y grito Lola con todas mis fuerzas. Ella se incorpora en el agua y al ver el barco que se acerca comienza a nadar. La lentitud del velero le permite llegar hasta el muelle y subir los escalones para sentarse junto a mí. Al ver su cuerpo húmedo y tostado brillando al sol, puedo imaginar cómo se irá deformando en el transcurso de los próximos nueve meses.
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¿Y esto?, pregunta Lola al ver la estatua tendida en el suelo. Le digo que no sé, que alguien la dejó acá por equivocación. Debe ser un regalo, dice como si regalar enanos de jardín fuera lo más normal del mundo. Cuando se inclina para levantarla, recuerdo el esfuerzo que tuve que hacer para cargarla hasta el muelle. Observo sus movimientos sin decir una palabra. Unos segundos más tarde descubro dos cosas: a) que mi silencio tiene como único fin comprobar la superioridad física del género masculino sobre el femenino, y b) que Lola tiene mucha más fuerza de la que yo imaginaba. 
Volvemos a la mesa y, como era de esperar, al tema del embarazo. Decido averiguar todo de una sola vez: ¿Qué pasó con las pastillas anticonceptivas? ¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿De cuántos meses estás? ¿Cómo te sentís?
Lola me deja hablar, tan segura de sí misma que da miedo. Antes que nada, y para respetar el orden de las cosas, su boca dispara tres respuestas implacables: no te lo dije antes porque primero quería tomar una decisión, estoy de once semanas y la verdad no estoy segura de cómo me siento.
Sus palabras golpean más fuerte que un martillo de acero.
¿Cómo que primero quería tomar una decisión? Supuestamente también es hijo mío. Pero es su cuerpo…, y es obvio que si me detengo a pensar en estas cosas sólo es para postergar la pregunta fatal: ¿y qué decisión tomaste?
Los ojos de Lola parecen estar vacíos, su mirada es impenetrable. Busco el paquete de cigarrillos, enciendo uno y exhalo el humo con violencia. No es un buen momento para dejar de fumar.
Dos cigarrillos, ninguna palabra.
Al fin ella dice lo voy a tener, pero vos no estás obligado a nada. Otro martillazo. ¿Quién te creés que soy?, digo, orgulloso, con el último hilo de voz que me queda. Ella sonríe para decir el padre de mi hijo. La frase es cursi pero me tranquiliza. Extiendo una mano sobre la mesa, tomo la suya, intento una caricia.
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Por la tarde Lola se acuesta a dormir la siesta. Yo, en cambio, busco una lata de cerveza y vuelvo a la lectura. Pronto me distraigo con el canto de un pájaro que, a pesar de mi esfuerzo, no logro divisar. Cuanto más busco entre los árboles, el sonido de su canto parece más cercano. Al fin vuelve el silencio, y a continuación un pájaro negro cruza el parque en dirección al río: vuela tan bajo que debo agacharme para evitar cualquier accidente. Observo cómo el pájaro se detiene en una rama, extiende las alas que a la luz del sol emiten destellos azules, y vuelve a arrojarse sobre mi cuerpo. Desde el suelo puedo oír su aleteo y evadir su vuelo rasante.
Me pregunto qué es lo que lleva a un animal, un ave en este caso, a querer enfrentar a una persona que no lo agredió. Me parece normal que las personas se maten unas a otras sin razones, pero que un animal decida molestarme sin motivos me llena de dudas con respecto a mi lugar en el mundo.
¿Qué hice con mi vida?, me pregunto mientras camino en cuatro patas en dirección a la casa. Al entrar me doy cuenta de que olvidé el libro sobre la mesa. Entonces voy al cuarto y me acuesto junto a Lola, que duerme un sueño profundo.
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Al despertarme veo que Lola ya abandonó la cama. En su lugar, encuentro unas monedas que, supongo, deben haberse caído de uno de mis bolsillos. Por un momento imagino que Lola dejó las monedas para pagar los servicios sexuales que no le presté.
Guardo las monedas en un cajón y voy al muelle a darme un baño. Lola, que está sentada al sol en una reposera, abre los ojos y al verme me recibe con una sonrisa. ¿Pagarías por acostarte conmigo?, le pregunto y ella suelta una carcajada descalificadora. ¿Sí o no?, insisto y ella se incorpora y me abraza para decir claro, pagaría lo que fuera necesario. Su mentira me devuelve la confianza.
El río está tan quieto que la superficie del agua parece de arena o de algún material resistente, como si la turbia superficie espejada fuera capaz de soportar el peso de una persona… Reflexionar al sol no es bueno: uno comienza a sudar antes de llegar a la primera idea sensata. Así que bajo las escaleras hasta que el agua me llega a la altura de los hombros, y como el nivel del agua bajó entre treinta y cuarenta centímetros, me ubico en uno de los últimos escalones. Tengo que prestar atención si no quiero perder el equilibrio y caerme, lo que podría ser terrible.
Pero a mis espaldas, escucho a Lola decir: hace dos meses que dejé de tomar las pastillas.
Sus palabras primero me hacen perder cualquier equilibrio y luego me empujan al agua. Me hundo. Cierro la boca para no ahogarme pero me falta el aire. Al volver a la superficie siento que voy a vomitar, miro en dirección al muelle y escucho a Lola decir que esta es su última oportunidad de tener un hijo. 
Estás loca, grito y lo único que dice es: calmate. No sé si es el miedo o el odio, pero hay algo que no me permite avanzar, y muevo los brazos y pataleo y me hundo en el agua. Sabía que algún día iba a llegar este momento: tendría que haber aprendido a nadar. Emerjo del agua para insultar a Lola, y ni siquiera puedo pronunciar la frase completa. Estoy agitado, intento respirar hondo pero comienzo a tragar agua. ¿Voy a morirme?
Entonces Lola grita: estirá las piernas que ahí donde estás podés hacer pie.
Que tenga razón me molesta tanto como su tono de voz, maternal...  
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Sus razones no me convencen. Debería arrodillarse y pedirme perdón, pero, en cambio, toma mi mano entre las suyas, la acaricia con una dulzura irritante y me dice que un hijo es lo mejor que nos puede pasar en la vida. ¿Y Laly?, digo. Va a tener con quién jugar, dice sin entender la razón de mi pregunta. ¿Cómo sé que Lola va a permitirme seguir viendo a mi hijo después del fracaso de nuestra pareja y de la separación definitiva? Porque es evidente que ninguna pareja puede sobrevivir a una situación como esta.
Le pregunto si se hizo revisar por su ginecólogo, aunque ahora que lo pienso también debería consultar a un psiquiatra. ¿Te das cuenta de lo que hiciste? Sí, dice, sí… y deja de hablar para tomarse la cabeza con ambas manos y hundirse los dedos en el cabello. Después deja caer las manos, lentamente las desliza por su rostro, y se cubre los ojos y se apoya en el respaldo de la reposera.
Todavía estamos a tiempo…, dice sin atreverse a completar la frase. No contesto, y mi silencio me resulta una venganza estúpida, infantil e innecesaria.
Con una energía que me asombra digo que no, que así no es como se debe resolver este "asunto". Odio verla llorar: ella lo sabe y por eso se incorpora y me pregunta si me molesta que esta vez cocine ella. No, digo, y por un momento me detengo a ver la palidez de su rostro entristecido. 
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Al quedarme solo en el muelle descubro el resplandor violáceo del atardecer que comienza a caer sobre los árboles, al otro lado del río. El agua baja hacia el sur, arrastrando el reflejo de un cielo aún vacío de estrellas.
A esta hora el silencio siempre es absoluto, y parece que el tiempo se detiene. Me tranquiliza sentarme en el muelle  y disfrutar de estos momentos porque luego ya no será lo mismo: el aire se impregnará de millones de mosquitos que intentarán picarme, los murciélagos saldrán de sus cuevas y el río comenzará a subir hasta cubrir el muelle. Me siento en la reposera que ocupaba Lola: la lona del respaldo aún está tibia y tal vez por eso de pronto tengo ganas de ir junto a Lola, abrazarla. Me tranquiliza saber que debe estar a mis espaldas, vestida con mi delantal de cocina, observándome a través de las ventanas. 
Pero cuando estoy a punto de incorporarme, escucho el motor de una lancha que se acerca: el ruido contrasta con la poca velocidad que desarrolla. Al llegar, Osvaldo se quita la gorra - una gorra con visera en la que se puede ver las iniciales NY -, me saluda y amarra la lancha al muelle.
Me dijo mi mujer que me andaba buscando, dice, ¿necesita algo? No, contesto, quería saber si el enano era suyo. ¿Quién? El enano. ¿Qué enano? Venga, digo y acompaño el pedido con un gesto de mi mano derecha. Con una agilidad de la que no lo creía capaz, Osvaldo salta de la lancha al muelle y me sigue a través del jardín.
Ese que está ahí, digo señalando al enano. Osvaldo lo mira con curiosidad, por un momento entrecierra los ojos hasta que al fin todos los músculos de su rostro se contraen en una mueca de interés. ¿Dónde lo compró?, pregunta. Sus ojos van del enano a mí y de mí al enano, como si nos estuviera comparando. ¿No le digo que lo dejaron acá?, pensé que era suyo. Yo no sé nada, se lo deben haber dejado de regalo, dice. ¿Cómo? Además yo no compro enanos chinos, porque este enano es chino, dice. No lo parece, digo y Osvaldo se acerca a la estatua, la observa con detenimiento y dice: ¿no ve que tiene la bandera china en la parte de atrás del gorrito?
Me acerco al enano para ver que Osvaldo tiene razón. Tiene razón, Osvaldo, le digo y él vuelve a señalar la bandera. Dice: la pintan chiquita para que la gente no se dé cuenta, pero a la noche brilla tanto que se pueden ver desde lejos. Orgulloso por sus conocimientos sobre los enanos de jardín, Osvaldo enciende un cigarrillo y pregunta si necesito algo más.
Lo acompaño hasta el muelle. Desde la lancha me grita: si no lo quiere no lo tire al agua porque trae mala suerte. Estoy seguro de que me está mintiendo, pero tampoco me interesa que mi suerte empeore, si eso es posible. La lancha se aleja pero el eco del motor continúa durante unos segundos. En el cielo despejado y azul pueden verse las primeras estrellas.
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Al entrar en la casa le digo a Lola que el enano es chino y que tiene los ojos redondos. Ella apenas me mira, murmura algo referido a la industria china. Pero después de un silencio se quita mi delantal de cocina y me clava los ojos para preguntarme: ¿cómo vamos a llamar a nuestra hija?
Me había olvidado de que estaba embarazada, ¿cómo puedo ser tan necio?
Simón, me gusta Simón, digo. Ella me toma una mano, la besa y dice que no, que le gustaría tener una nena y llamarla Lucía. La observo durante algunos segundos con la misma sonrisa estúpida de mi enano de jardín. Entonces ella también sonríe, y comienza a llorar, y vuelve a sonreír y a llorar… aunque esta vez sus lágrimas no me molestan. Lucía es un lindo nombre, me escucho decir y en ese mismo momento me doy cuenta de que ya nada va a ser como antes.



Publicado en la antología “La Joven Guardia”, Editorial Norma, 2005.

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