Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

sábado, 13 de septiembre de 2014

Besos por Flores


a C.P. (sin rencores)

Nos encontramos a eso de las cinco de la tarde. Yo me había preparado con mucho esmero: entonces aún tenía pelo, una cabellera ondulada que sólo puedo justificar con viejas fotos de aquella época en que iba al secundario en Lugano; usaba gel y, como exigía la época, también unas camisas hawaianas de colores fuertes y las zapatillas de basketbolista que ese día había tomado prestadas del ropero de mi hermano.  
Caminé por Avenida Cruz hasta la puerta del colegio, donde habíamos quedado en encontrarnos. Caminaba como creía que debían caminar los ganadores: los hombros hacia atrás, una mano en el bolsillo, el cigarrillo en la otra, bien a la vista de todos, y mis pies bailando en unas zapatillas demasiado grandes. Era un viernes tibio de septiembre, había sol, el cielo estaba celeste y todo eso, sin duda, eran indicios de que aquel iba a ser un día importante. A los catorce años cualquier fracaso era impensable, y, en caso de que llegara, tenía toda una vida para superarlo.
Desde la esquina pude verla esperando junto a las rejas del colegio. Aminoré la marcha, más que por hacerme desear por no saber qué hacer ahora que había llegado el momento tan esperado. Inevitablemente, además de sacarme ampollas, las zapatillas de mi hermano me llevaron hasta ella. Por un momento me confundió verla con otra ropa que no fuera el uniforme del colegio: y aunque el jumper a cuadrillé negro, rojo y blanco le quedaba hermoso, más hermoso era el vestido John L. Coock color marfil que había elegido para ese día. Nos saludamos y nos dirigimos a la parada del 36, en la esquina de José León Suarez y Avenida Cruz.
Mientras esperábamos el colectivo, ella preguntó:
­       ¿Adónde vamos? ¿a Murguiondo?
Y yo, orgulloso, primero negué con la cabeza y luego dije la palabra mágica:
­       Flores.

Llegó el 36, que aún era de color naranja, y me apuré a pagar los dos boletos mientras ella ocupaba un asiento junto una ventanilla abierta. Recuerdo que le rocé el muslo con el dorso de la mano, pero ella miró hacia otra parte y no pudo ver mi cara de ansiedad. Supongo que se la imaginaba.
Nos conocíamos desde el primer año del secundario, cuando ella entró a la misma escuela en la que yo ya había hecho el primario, el preescolar y el jardín de infantes. Si bien no era la más linda de las “nuevas”, me gustó desde el primer día del primer año. Al principio intenté conquistarla con mi indiferencia, después, con mucho empeño de mi parte, apenas si conseguí ser su amigo. Compartimos tres años de confesiones, secretos, roces involuntarios. Hasta que un día comencé a retenerla un poco más entre mis brazos cada vez que tenía que abrazarla, y a mirarle las piernas bajo el jumper, la camisa blanca tensa sobre sus pechos. ¿Qué podía hacer? Pensé en buscar alguna excusa cotidiana, pedirle que me acompañara a comprar alguna estupidez para mi novia de turno o que me explique algo de Matemáticas… pero me parecía poco valiente. Y en esa época creía sinceramente que era un tipo valiente. Así que la invité a salir, y ella dijo que podía acompañarla a comprar un jean.  
Ahora estábamos sentados en el 36 viendo desfilar las calles por la ventanilla abierta. Lugano. Mataderos. Floresta. La vista mejoraba a medida que nos internábamos en la Capital. El tráfico se volvía más denso al llegar a Olivera, ese era el salvoconducto que nos depositaba en Flores. Cuando el 36 giraba para tomar Ramón Falcón y alcanzar Rivadavia, cambiaba todo: de pronto teníamos al alcance de la mano el anonimato de la gran Ciudad, el frenesí de la Avenida Rivadavia, los negocios de ropa, las zapatillas All Stars que no se conseguían en Lugano, boliches, bares, telos, puteríos, cines, salas de pool y videojuegos...
Porque para los que vivíamos en el sur de la Capital, Flores era Disneylandia, Las Vegas… ni siquiera se me ocurría pensar que había gente afortunada que vivía en ese barrio. Si hasta la fachada del teatro Fénix parecía un templo griego puesto ahí para resaltar aún más el centro de nuestro pequeño universo. Flores era el más allá, el paraíso. De hecho, los de Lugano enterrábamos a nuestros muertos en el cementerio de Flores. Sin duda, vivir ahí debía ser como estar en la gloria.
Y sentada a mi lado tenía a la chica que no me dejaba dormir por las noches. Ella miraba con ojos desorbitados las vidrieras de los negocios y todo lo que se le pusiera adelante. Yo me limitaba a mirarla a ella.  
­       ¿Qué querés hacer? ¿Vamos al cine? – pregunté para llamar su atención.
­       ¿Y si vamos a patinar sobre hielo?
Me costó algunos segundos reponerme del golpe. En aquella época se habían puesto de moda dos cosas que me eran totalmente ajenas: las pistas de patinaje sobre hielo y las canchas de paddle. Entonces pensaba que me había tocado vivir en una época equivocada, hoy ya acepté que para determinadas cosas soy un inútil. Pero aquel día estaba dispuesto a todo.
Antes de cruzar San Pedrito, para mi tranquilidad, vi que Alpina Skate estaba cerrada por remodelación o algo parecido. Al mismo tiempo que nuestro presidente se afeitaba las patillas, el menemismo le estaba cambiando la cara al país y al mismo barrio de Flores. Una máscara superficial que nos gustaba y nos iba conquistando a todos.
Nos bajamos frente a la Plaza Flores, el centro neurálgico de todas nuestras salidas. Caminamos un par de cuadras sin hablarnos. El murmullo de los autos y de la gente era una música que se mezclaba con la que salía de las disquerías, de los bares... 
Una vez más, pasé delante de aquel viejo edificio donde sabía que estaba el puterío en el que habían debutado mi hermano y todos sus compañeros de clase. El enano que custodiaba la puerta era tal como él me lo había descrito: el traje negro le daba un aire de marioneta y su rostro picado de viruela un aura de muñeco maldito. Pensé que algún día yo también entraría por aquella puerta y después iría al Mac Donadl`s a contar cientos de detalles de los cuatro, cinco segundos de gloria que habría pasado con la puta que me había tocado en suerte.
Pero esta vez si bajé la vista al pasar junto al enano no fue por vergüenza, sino por temor a que me confundiera con mi hermano y me saludara o hiciera algo que pudiera comprometerme con Gabriela.
Ella apenas si hablaba, la notaba nerviosa. Yo no estaba mejor.
Miraba a los chicos que pasaban por la calle y me sentía un estúpido: mi camisa hawaiana era una caricatura de sus chombas Lacoste de colores pastel, y seguramente las zapatillas importadas que llevaban les quedaban a la perfección. Algunos pasaban en grupo, entonces le decían algo a Gabriela y ella sonreía y se acomodaba la cola de caballo que mantenía sus hombros desnudos y el cabello tenso peinado hacia atrás.

Al fin entramos a una heladería. Pedimos y nos sentamos, como hacía la gente grande que nosotros pensábamos que éramos. Durante más de una hora hablamos del colegio, de los chimentos del aula, de la proximidad de los exámenes, del último Hermano Marista que había colgado los hábitos para casarse con una maestra jardinera... Hasta que en un momento, después de encender un cigarrillo y convidarle uno a Gabriela, le dije la primera estupidez de la tarde:
­       Quiero hablar con vos, Gaby.
­       Estamos hablando – dijo ella.
­       Yo quiero hablar de algo… especial.
Pero entonces llegaron ellos. Tan modernos. Los vimos bajarse de la Zanella que habían estacionado sobre la vereda de Rivadavia, y después entraron como si fueran agentes especiales de SWAT en un comando sorpresa: en tres minutos le habían sonreído y entregado una tarjeta de boliche a cada una de las chicas que había en la heladería. Se fueron como vinieron: llamando la atención de todas, incluida Gabriela. Los tarjeteros, toda una especie desconocida. En Lugano no había boliches, por lo tanto los tarjeteros de Flores no pisaban nuestras calles, aunque quizá no fuera sólo por eso.
Gabriela seguía mirando el lugar donde había estado el ciclomotor. Pero habían pasado diez minutos desde que ellos se habían ido, y yo seguía dando vueltas sin animarme a decir aquello que nunca le había dicho a nadie. 
Lejos de asustarme, su mutismo me obligaba a llenar el silencio con más y más estupideces.
Al fin ella me interrumpió y dijo:
­       Dale, ¿de qué querés hablar?

Diez minutos y tres cigarrillos más tarde, todo era irreversible. Me había declarado, le había dicho que la quería más que a una amiga, que me parecía una chica inteligente y buena, la más linda de la escuela. Y ella seguía sin hablar. Al menos ahora me miraba a los ojos con aquellos ojos indescifrables, que a veces eran verdes y otras pardos, pero siempre hermosos y enormes.
Entonces me quedé sin palabras. Ya había dicho mucho más de lo que había pensado decir. Así que sólo me quedaba por hacer una cosa: le tomé el rostro con las manos y la besé. Nos quedamos así durante un rato. Su boca era tibia y, lo mejor, sus labios se abrían y devolvían mis besos. Sonriendo, nos miramos entre divertidos y sorprendidos por lo que estaba pasando entre nosotros.

Al salir de la heladería me sentí otra persona, por un momento hasta me pareció que las zapatillas habían dejado de ser grandes: si me esforzaba, ahora ya no me costaba tanto tocar la punta con los dedos de los pies. Flores también era otro: el sol había caído y los carteles de neón de los bares, las pizzerías y demás negocios brillaban en un cielo opaco. En las paradas de colectivo, la gente esperaba regresar a su casa después de un día de trabajo. Las veredas también se habían llenado de grupos de chicos y chicas que se dirigían a la matinee, vestidos como si fueran las diez de la noche, con ropas que exhibían unos cuerpos desproporcionados y sensuales. Ahora ya no me importaba que mirasen a Gabriela, ella iba de mi mano y sólo tenía palabras para mí:
­       No lo puedo creer… ¿te das cuenta? –repetía.
Entonces yo me detenía en medio de la vereda, la atraía hacia mí y volvía a besarla. Después de caminar un rato, nos tendimos en la Plaza Flores. En aquella época las plazas eran nuestras, no había rejas y se podía pisar el césped.  
Seguimos hablando durante algo más de una hora. De a ratos Gabriela se quedaba mirándome en silencio, como si no terminara de creerse lo que pasaba. Yo tenía sólo un objetivo: besarla todo lo que pudiera. De reojo, a veces miraba al enano del puterío con una sonrisa de triunfo que él no llegaba a ver.

Se hizo de noche, las paradas de colectivo comenzaron a vaciarse. Por Rivadavia pasaban autos con las ventanillas bajas, vomitando gritos de jóvenes y acordes de Los Fabulosos Cadillacs, Soda Stereo, Los Redondos, Depeche Mode, New Order… En un momento, Gabriela dijo que tenía que llegar a su casa antes de las diez. Ni siquiera se acordaba del jean que quería comprarse.
Entonces caminamos hasta la parada del 36. Esperamos veinte minutos, y aunque yo estaba dispuesto a dejar pasar todos los colectivos que vinieran, ella parecía estar más apurada que nunca. Subimos, saqué los boletos y tuvimos que quedarnos de pie hasta Murguiondo: a esa hora todos iban o venían de Flores. 
Nos despedimos en la esquina de su casa. Yo  siempre la acompañaba hasta la puerta, y a veces entraba a saludar a su madre y a sus hermanitas, pero aquel día Gabriela me pidió que no entrara. Quizá le pidiese lo mismo a todos sus novios. Novios. ¿Qué dirían todos al saber que ahora estábamos juntos?
Apenas nos besamos, y después, desde la esquina, la vi caminar nerviosa, bamboleando su vestido color marfil que se recortaba en la oscuridad de la calle. Lugano siempre fue un barrio oscuro, de pocas luces, ni siquiera en eso podíamos competir con Flores.

Si en aquella época hubiera existido el detector de llamadas, seguramente su madre o sus hermanas le hubieran dicho a Gabriela que durante ese fin de semana llamé más de quince veces. Sólo me animé a preguntar por ella en  tres o cuatro oportunidades. Generalmente contenía el aliento y oía una voz que nunca era la de ella. De más está decir que Gabriela no me devolvió ninguno de los llamados.
En mi casa, mi madre, aunque seguramente notaba que Gabriela había dejado de llamar, no volvió a preguntarme por ella. Las zapatillas de mi hermano regresaron a su ropero y yo, el lunes siguiente, a la escuela.
Al entrar, pensé que ya todos sabrían lo que había pasado. Pero nadie dijo nada. Gabriela, sentada en el pupitre de adelante del mío, no volvió la vista en ningún momento del día. Ni siquiera cuando depositó sobre mi mesa la nota escrita con caligrafía redonda. “Quiero hablar con vos”, decía en letras rojas.
A la salida del colegio, Gabriela estaba esperándome en la puerta. Caminamos un rato, después ella comenzó a llorar.
­       No sé qué me pasó, estaba confundida. Sos bueno, lindo, pero yo te veo con ojos de amiga. Si te besé fue para probar… pero creo que lo mejor va a ser que sigamos siendo…
La interrumpí. No hubiera soportado oírla decir la palabra “amigos”. Eso ya era imposible. Durante aquellos cuatro días yo había crecido lo suficiente para darme cuenta de eso y algunas otras cosas. Así que nos despedimos entre lágrimas, las de ella, y mi odio hacia todas las mujeres del universo. Dejamos de hablarnos. Terminó el secundario y nunca más la volví a ver.


Publicado en la antología Buenos Aires. Escala 1:1. Editorial Entropía 2007

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