a C.P.
(sin rencores)
Nos encontramos a eso de las cinco
de la tarde. Yo me había preparado con mucho esmero: entonces aún tenía pelo,
una cabellera ondulada que sólo puedo justificar con viejas fotos de aquella
época en que iba al secundario en Lugano; usaba gel y, como exigía la época,
también unas camisas hawaianas de colores fuertes y las zapatillas de
basketbolista que ese día había tomado prestadas del ropero de mi hermano.
Caminé por Avenida Cruz hasta la
puerta del colegio, donde habíamos quedado en encontrarnos. Caminaba como creía
que debían caminar los ganadores: los hombros hacia atrás, una mano en el
bolsillo, el cigarrillo en la otra, bien a la vista de todos, y mis pies
bailando en unas zapatillas demasiado grandes. Era un viernes tibio de
septiembre, había sol, el cielo estaba celeste y todo eso, sin duda, eran
indicios de que aquel iba a ser un día importante. A los catorce años cualquier
fracaso era impensable, y, en caso de que llegara, tenía toda una vida para
superarlo.
Desde la esquina pude verla
esperando junto a las rejas del colegio. Aminoré la marcha, más que por hacerme
desear por no saber qué hacer ahora que había llegado el momento tan esperado.
Inevitablemente, además de sacarme ampollas, las zapatillas de mi hermano me
llevaron hasta ella. Por un momento me confundió verla con otra ropa que no
fuera el uniforme del colegio: y aunque el jumper a cuadrillé negro, rojo y
blanco le quedaba hermoso, más hermoso era el vestido John L. Coock color
marfil que había elegido para ese día. Nos saludamos y nos dirigimos a la
parada del 36, en la esquina de José León Suarez y Avenida Cruz.
Mientras esperábamos el colectivo,
ella preguntó:
¿Adónde vamos? ¿a Murguiondo?
Y yo, orgulloso, primero
negué con la cabeza y luego dije la palabra mágica:
Flores.
Llegó el 36, que
aún era de color naranja, y me apuré a pagar los dos boletos mientras ella
ocupaba un asiento junto una ventanilla abierta. Recuerdo que le rocé el muslo
con el dorso de la mano, pero ella miró hacia otra parte y no pudo ver mi cara
de ansiedad. Supongo que se la imaginaba.
Nos conocíamos
desde el primer año del secundario, cuando ella entró a la misma escuela en la
que yo ya había hecho el primario, el preescolar y el jardín de infantes. Si
bien no era la más linda de las “nuevas”, me gustó desde el primer día del
primer año. Al principio intenté conquistarla con mi indiferencia, después, con
mucho empeño de mi parte, apenas si conseguí ser su amigo. Compartimos tres
años de confesiones, secretos, roces involuntarios. Hasta que un día comencé a
retenerla un poco más entre mis brazos cada vez que tenía que abrazarla, y a
mirarle las piernas bajo el jumper, la camisa blanca tensa sobre sus pechos.
¿Qué podía hacer? Pensé en buscar alguna excusa cotidiana, pedirle que me
acompañara a comprar alguna estupidez para mi novia de turno o que me explique
algo de Matemáticas… pero me parecía poco valiente. Y en esa época creía
sinceramente que era un tipo valiente. Así que la invité a salir, y ella dijo
que podía acompañarla a comprar un jean.
Ahora estábamos
sentados en el 36 viendo desfilar las calles por la ventanilla abierta. Lugano.
Mataderos. Floresta. La vista mejoraba a medida que nos internábamos en la
Capital. El tráfico se volvía más denso al llegar a Olivera, ese era el
salvoconducto que nos depositaba en Flores. Cuando el 36 giraba para tomar Ramón
Falcón y alcanzar Rivadavia, cambiaba todo: de pronto teníamos al alcance de la
mano el anonimato de la gran Ciudad, el frenesí de la Avenida Rivadavia, los
negocios de ropa, las zapatillas All Stars que no se conseguían en Lugano, boliches,
bares, telos, puteríos, cines, salas de pool y videojuegos...
Porque para los que vivíamos en el sur de la Capital,
Flores era Disneylandia, Las Vegas… ni siquiera se me ocurría pensar que había
gente afortunada que vivía en ese barrio. Si hasta la fachada del teatro Fénix
parecía un templo griego puesto ahí para resaltar aún más el centro de nuestro
pequeño universo. Flores era el más allá, el paraíso. De hecho, los de Lugano
enterrábamos a nuestros muertos en el cementerio de Flores. Sin duda, vivir ahí
debía ser como estar en la gloria.
Y sentada a mi lado tenía a la chica que no me dejaba
dormir por las noches. Ella miraba con ojos desorbitados las vidrieras de los
negocios y todo lo que se le pusiera adelante. Yo me limitaba a mirarla a ella.
¿Qué
querés hacer? ¿Vamos al cine? – pregunté para llamar su atención.
¿Y
si vamos a patinar sobre hielo?
Me costó algunos segundos reponerme
del golpe. En aquella época se habían puesto de moda dos cosas que me eran totalmente
ajenas: las pistas de patinaje sobre hielo y las canchas de paddle. Entonces
pensaba que me había tocado vivir en una época equivocada, hoy ya acepté que para
determinadas cosas soy un inútil. Pero aquel día estaba dispuesto a todo.
Antes de cruzar San Pedrito, para mi
tranquilidad, vi que Alpina Skate estaba cerrada por remodelación o algo
parecido. Al mismo tiempo que nuestro presidente se afeitaba las patillas, el
menemismo le estaba cambiando la cara al país y al mismo barrio de Flores. Una
máscara superficial que nos gustaba y nos iba conquistando a todos.
Nos bajamos frente a la Plaza Flores,
el centro neurálgico de todas nuestras salidas. Caminamos un par de cuadras sin
hablarnos. El murmullo de los autos y de la gente era una música que se
mezclaba con la que salía de las disquerías, de los bares...
Una vez más, pasé delante de aquel viejo edificio donde
sabía que estaba el puterío en el que habían debutado mi hermano y todos sus
compañeros de clase. El enano que custodiaba la puerta era tal como él me lo
había descrito: el traje negro le daba un aire de marioneta y su rostro picado
de viruela un aura de muñeco maldito. Pensé que algún día yo también entraría
por aquella puerta y después iría al Mac Donadl`s a contar cientos de detalles
de los cuatro, cinco segundos de gloria que habría pasado con la puta que me había
tocado en suerte.
Pero esta vez si bajé la vista al
pasar junto al enano no fue por vergüenza, sino por temor a que me confundiera
con mi hermano y me saludara o hiciera algo que pudiera comprometerme con Gabriela.
Ella apenas si hablaba, la notaba
nerviosa. Yo no estaba mejor.
Miraba a los chicos que pasaban por la
calle y me sentía un estúpido: mi camisa hawaiana era una caricatura de sus
chombas Lacoste de colores pastel, y seguramente las zapatillas importadas que
llevaban les quedaban a la perfección. Algunos pasaban en grupo, entonces le
decían algo a Gabriela y ella sonreía y se acomodaba la cola de caballo que
mantenía sus hombros desnudos y el cabello tenso peinado hacia atrás.
Al fin entramos a una heladería.
Pedimos y nos sentamos, como hacía la gente grande que nosotros pensábamos que
éramos. Durante más de una hora hablamos del colegio, de los chimentos del
aula, de la proximidad de los exámenes, del último Hermano Marista que había
colgado los hábitos para casarse con una maestra jardinera... Hasta que en un
momento, después de encender un cigarrillo y convidarle uno a Gabriela, le dije
la primera estupidez de la tarde:
Quiero
hablar con vos, Gaby.
Estamos
hablando – dijo ella.
Yo
quiero hablar de algo… especial.
Pero entonces llegaron ellos. Tan
modernos. Los vimos bajarse de la Zanella que habían estacionado sobre la
vereda de Rivadavia, y después entraron como si fueran agentes especiales de SWAT
en un comando sorpresa: en tres minutos le habían sonreído y entregado una
tarjeta de boliche a cada una de las chicas que había en la heladería. Se
fueron como vinieron: llamando la atención de todas, incluida Gabriela. Los
tarjeteros, toda una especie desconocida. En Lugano no había boliches, por lo
tanto los tarjeteros de Flores no pisaban nuestras calles, aunque quizá no
fuera sólo por eso.
Gabriela seguía mirando el lugar donde
había estado el ciclomotor. Pero habían pasado diez minutos desde que ellos se
habían ido, y yo seguía dando vueltas sin animarme a decir aquello que nunca le
había dicho a nadie.
Lejos de asustarme, su mutismo me obligaba
a llenar el silencio con más y más estupideces.
Al fin ella me interrumpió y dijo:
Dale,
¿de qué querés hablar?
Diez minutos y tres cigarrillos más
tarde, todo era irreversible. Me había declarado, le había dicho que la quería
más que a una amiga, que me parecía una chica inteligente y buena, la más linda
de la escuela. Y ella seguía sin hablar. Al menos ahora me miraba a los ojos
con aquellos ojos indescifrables, que a veces eran verdes y otras pardos, pero
siempre hermosos y enormes.
Entonces me quedé sin palabras. Ya
había dicho mucho más de lo que había pensado decir. Así que sólo me quedaba
por hacer una cosa: le tomé el rostro con las manos y la besé. Nos quedamos así
durante un rato. Su boca era tibia y, lo mejor, sus labios se abrían y
devolvían mis besos. Sonriendo, nos miramos entre divertidos y sorprendidos por
lo que estaba pasando entre nosotros.
Al salir de la heladería me sentí otra
persona, por un momento hasta me pareció que las zapatillas habían dejado de
ser grandes: si me esforzaba, ahora ya no me costaba tanto tocar la punta con
los dedos de los pies. Flores también era otro: el sol había caído y los
carteles de neón de los bares, las pizzerías y demás negocios brillaban en un
cielo opaco. En las paradas de colectivo, la gente esperaba regresar a su casa
después de un día de trabajo. Las veredas también se habían llenado de grupos
de chicos y chicas que se dirigían a la matinee, vestidos como si fueran las
diez de la noche, con ropas que exhibían unos cuerpos desproporcionados y sensuales.
Ahora ya no me importaba que mirasen a Gabriela, ella iba de mi mano y sólo tenía
palabras para mí:
No
lo puedo creer… ¿te das cuenta? –repetía.
Entonces yo me detenía en medio de la
vereda, la atraía hacia mí y volvía a besarla. Después de caminar un rato, nos
tendimos en la Plaza Flores. En aquella época las plazas eran nuestras, no
había rejas y se podía pisar el césped.
Seguimos hablando durante algo más de
una hora. De a ratos Gabriela se quedaba mirándome en silencio, como si no
terminara de creerse lo que pasaba. Yo tenía sólo un objetivo: besarla todo lo
que pudiera. De reojo, a veces miraba al enano del puterío con una sonrisa de
triunfo que él no llegaba a ver.
Se hizo de noche, las paradas de
colectivo comenzaron a vaciarse. Por Rivadavia pasaban autos con las
ventanillas bajas, vomitando gritos de jóvenes y acordes de Los Fabulosos
Cadillacs, Soda Stereo, Los Redondos, Depeche Mode, New Order… En un momento,
Gabriela dijo que tenía que llegar a su casa antes de las diez. Ni siquiera se
acordaba del jean que quería comprarse.
Entonces caminamos hasta la parada del
36. Esperamos veinte minutos, y aunque yo estaba dispuesto a dejar pasar todos
los colectivos que vinieran, ella parecía estar más apurada que nunca. Subimos,
saqué los boletos y tuvimos que quedarnos de pie hasta Murguiondo: a esa hora
todos iban o venían de Flores.
Nos despedimos en la esquina de su
casa. Yo siempre la acompañaba hasta la
puerta, y a veces entraba a saludar a su madre y a sus hermanitas, pero aquel
día Gabriela me pidió que no entrara. Quizá le pidiese lo mismo a todos sus
novios. Novios. ¿Qué dirían todos al saber que ahora estábamos juntos?
Apenas nos besamos, y después, desde
la esquina, la vi caminar nerviosa, bamboleando su vestido color marfil que se
recortaba en la oscuridad de la calle. Lugano siempre fue un barrio oscuro, de
pocas luces, ni siquiera en eso podíamos competir con Flores.
Si en aquella época hubiera existido
el detector de llamadas, seguramente su madre o sus hermanas le hubieran dicho
a Gabriela que durante ese fin de semana llamé más de quince veces. Sólo me
animé a preguntar por ella en tres o
cuatro oportunidades. Generalmente contenía el aliento y oía una voz que nunca
era la de ella. De más está decir que Gabriela no me devolvió ninguno de los
llamados.
En mi casa, mi madre, aunque
seguramente notaba que Gabriela había dejado de llamar, no volvió a preguntarme
por ella. Las zapatillas de mi hermano regresaron a su ropero y yo, el lunes
siguiente, a la escuela.
Al entrar, pensé que ya todos sabrían
lo que había pasado. Pero nadie dijo nada. Gabriela, sentada en el pupitre de
adelante del mío, no volvió la vista en ningún momento del día. Ni siquiera
cuando depositó sobre mi mesa la nota escrita con caligrafía redonda. “Quiero
hablar con vos”, decía en letras rojas.
A la salida del colegio, Gabriela estaba
esperándome en la puerta. Caminamos un rato, después ella comenzó a llorar.
No
sé qué me pasó, estaba confundida. Sos bueno, lindo, pero yo te veo con ojos de
amiga. Si te besé fue para probar… pero creo que lo mejor va a ser que sigamos siendo…
La interrumpí. No hubiera soportado
oírla decir la palabra “amigos”. Eso ya era imposible. Durante aquellos cuatro
días yo había crecido lo suficiente para darme cuenta de eso y algunas otras
cosas. Así que nos despedimos entre lágrimas, las de ella, y mi odio hacia
todas las mujeres del universo. Dejamos de hablarnos. Terminó el secundario y
nunca más la volví a ver.
Publicado en la antología Buenos Aires. Escala 1:1. Editorial Entropía 2007
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