Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 22 de abril de 2013

Delivery







Me señala. Los gordos me miran y quiero matarme. Se bajan del auto, cruzan Yerbal y se paran delante mío. El rubio sonríe y dice tranquilo flaquito, el Tano nada más quiere saber si hiciste todo bien. ¿Tuviste algún problema?, dice. Le digo que no sin mirarlo porque sigo mirando al Tano, que ahora me saluda. Es la primera vez que viene, digo y el rubio dice es la última. ¿Anda bien el beeper?, dice. Joya, digo y les doy la guita. El otro gordo, que ahora que lo miro parece más grande todavía, agarra los billetes y los cuenta. Quinientos, dice. Joya, dice después. El rubio estira la mandíbula, se pasa una mano por la nuca y dice mañana a las seis te traigo más. Me da un billete de cincuenta. Decile que está todo bien, le digo al rubio, que no se preocupe. Mejor así, dice, hasta mañana. Vuelven a cruzar la calle, se suben al auto. El Tano me saluda otra vez pero ya no tengo miedo. Cuando el Golf blanco arranca y se va por Acoyte hacia Rivadavia miro el billete de cincuenta y pienso que después de todo trabajar en un delivery no está tan mal.
En la puerta del negocio están Toni y el Negro. Ninguno pregunta nada. Mejor. Son las doce y cuarto de la noche. Entramos los ciclomotores mientras el dueño y Andrés hacen la caja. Como una empanada de jamón y queso sin sentirle el gusto, podría ser de pescado que sería lo mismo: después de repartir empanadas todo el día a cualquier cosa que como le siento gusto a ciclomotor. Antes de cerrar, el dueño nos da los veinte pesos del día, diez del turno mañana y diez del turno noche.
¿Negro, estás apurado?, pregunto y el Negro dice que no. Le invito una cerveza porque quiero hablar con él pero Toni y Andrés me escuchan y preguntan si pueden venir con nosotros. La puta madre, pienso.
Por ser martes hay bastante gente en la calle. Compramos dos cervezas en el kiosco y nos sentamos en un banco del parque Rivadavia. Enciendo un cigarrillo. Fumo. Hace calor y la cerveza está fría. Me acuerdo de los cincuenta pesos y me siento bien. Che, ¿hoy te llamó la divorciada?, le pregunta el Negro a Andrés y Toni se ríe. Sí, me volvió a decir que vaya… Vos sos un estúpido, digo, la próxima vez que llame yo me quedo atendiendo el teléfono y el pedido se lo llevás vos. Seguimos hablando y terminamos las cervezas. 
Suena el beeper. La puta madre, digo. Leo el mensaje pero lo apago. Por hoy basta, pienso y Andrés dice ¿y ese beeper? Es mío, digo. ¿A ver?, dice y se lo doy. Lo mira. ¿Tiene luz?, pregunta Toni y digo no sé. Algunos tienen una lucecita verde. No sé, digo otra vez. ¿Y vos para qué lo querés?, dice Andrés y el Negro dice para que lo llamen las minas, ¿o vos no sabés que el pibe está lleno de mujeres? Entonces todos se ríen y no preguntan nada más. Joya, pienso. 
Al rato, Andrés dice que se va y yo lo miro a Toni esperando que diga que él también se va pero no dice nada. Hijo de puta. Entonces le doy un billete de cinco y lo mando a comprar más cerveza. 
Cuando me quedo solo con el Negro, le muestro el billete de cincuenta y dice te estás metiendo en un quilombo. Silencio. ¿No tenés miedo?, dice después. Está todo bien, no pasa nada, digo y pienso que el Negro tiene razón: me estoy metiendo en un quilombo. Pero miro el billete y cambio de tema. ¿Qué hacés el viernes?, digo y lo veo venir a Toni con tres cervezas. Mejor que se quedó, pienso. No sé, dice el Negro, ¿por? Para saber, digo y enciendo otro cigarrillo. Hablamos de cualquier cosa y cuando terminamos las cervezas nos vamos. 
Llego a casa, entro y voy a la pieza. En el reloj de la video, las tres cero dos AM. Enciendo la tele, me acuesto y hago zapping. Después la apago y trato de dormir.

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