En febrero cayeron las últimas nevadas sobre Varsovia, demorando el
tránsito de los carros sobre las mismas calles donde los niños se deslizaban en
trineos lanzando gritos de alegría por sobre las amenazas de los cocheros. Los prestidigitadores,
expulsados de las veredas por la nieve, se habían refugiado en los patios
cubiertos, donde ahora batían los dados sobre mesas improvisadas, rodeados de
curiosos y apostadores que ya no tenían nada más que perder.
Edwarda se preparaba para el parto. Su embarazo había sido tranquilo
y placentero. Mamá y yo la visitábamos a diario, pendientes de aquel sobrino y
nieto que traería alegría a nuestra familia. ¿Sería niño? ¿Niña? Eso no
importaba. Boris ya había reservado una habitación en un lujoso hospital para
que al primogénito no le faltara nada.
Y llegó un sábado, 4 de febrero de 1939. Yo había salido temprano de
casa y me había dirigido al trabajo para asentar transacciones de neumáticos
con la mente puesta en ese parto. Sabía de mujeres que habían muerto al dar a
luz, de niños deformes que morían al nacer… Sin embargo, pasado el mediodía, ya
incapaz de reprimir la ansiedad, llamé a mi madre para saber cómo iban las cosas.
Emocionada, ella me dijo que todo había salido bien, que el niño era hermoso,
que Edwarda y Boris estaban felices.
Poco después de la circuncisión, Teo fue presentado a la familia y
los amigos como el primogénito que era: tendido sobre una bandeja de plata,
desnudo, tal y como lo exigía el rito
añejo que confirmaba de dónde veníamos. ¿Hacia dónde íbamos? Eso no estaba
claro: Alemania continuaba armándose ante la pasividad del mundo. Sin embargo,
pensábamos que Alemania no se animaría a enfrentarse con Polonia. Y no por
miedo a los polacos, sino porque Inglaterra había anunciado que nos protegería
de cualquier ataque. En las calles todos aseguraban que Hitler no podría
quitarnos ni siquiera un botón del saco.
Todo cambió cuando recibimos la noticia de que habían expulsado a todos
los judíos de Alemania. El rumor llegó antes que aquellos desterrados, y
levantó una ola de pánico entre los judíos de Varsovia. Abandonadas en la
frontera, familias enteras empujaban carros cargados con enseres y arcones llenos
de ropa buscando la protección de Polonia. En casa nadie se atrevía a pensar en
ello, ni siquiera teníamos el valor de preguntarnos qué había sido de aquel
hermano de papá que vivía en Berlín.
Nadie sabía cómo reaccionaría el pueblo polaco ante una posible
invasión. La sociedad estaba partida en mil pedazos: unos militaban a favor de
un Estado Comunista y resistían las redadas policiales que quemaba sus banderas
rojas; otros se convencían de que lo mejor era dejar hacer a Alemania y aceptar
su protectorado, mientras que el resto se debatía entre el nacionalismo polaco
y las ganas de ser una nación europea que mirase a París y Londres, en lugar de
imitar a los bárbaros rusos y alemanes que tanto ansiaban recuperar la tierra
que habían poseído hacía años. Los judíos, divididos en aquellos grupos, en
tanto, sólo queríamos vivir nuestro destierro en la tierra que nos había dado
cobijo desde la Diáspora.
El 1 de septiembre, antes de que amaneciera, los alemanes se
lanzaron a la conquista de Polonia. Desoyendo las amenazas inglesas y las
plegarias de los polacos, cientos de aviones Stuka, apoyados por tierra por
fuerzas acorazadas, atacaron la frontera polaca. Si bien Varsovia estaba a
cientos de kilómetros de distancia, cuando despertamos pudimos oír el rumor que
llegaba desde la calle. La gente se abalanzaba sobre las tiendas para comprar
alimentos y llenar las despensas, dispuestos a enfrentar un largo tiempo de
penurias. Incluso mamá salió temprano en busca de víveres.
Como cualquier día, me dirigí al trabajo sin prestar atención a los
gritos ni al rugido de los automóviles militares que se dirigían a reforzar las
fronteras. Ante semejante panorama, creí que lo mejor sería concentrarme en el
trabajo y hacer de cuenta de que no pasaba nada.
Pero eso era imposible. Al llegar a Dunlop descubrí a mis compañeros
formando una ronda. Sus caras mostraban resignación. El gerente, de origen
judío, había decidido vender la empresa y escapar antes de que llegaran los
alemanes. Fue un polaco quien se hizo cargo de Dunlop. Quizá por sus creencias
o tan solo para agradar al invasor que estaba al llegar, había decidido despedir
a todos los empleados judíos. No me quedó más opción que unirme a una larga
fila de hombres y mujeres que arrastraban los pies en dirección a una ventanilla
para cobrar la indemnización.
Regresé a casa con el dinero y una desolación atroz. Al verme
entrar, mamá me abrazó con todas sus fuerzas. Le enseñé el dinero y le dije que
podríamos comprar comida. Sin embargo ella me tranquilizó, diciendo que ya
había comprado todo lo que necesitábamos: nuestras despensas estaban llenas de
bolsas de sal. La guerra del 14 la había sorprendido sin sal, pero esta vez no
volvería a pasarle lo mismo. Mamá sonreía, satisfecha. No pude más que
abrazarla y dedicarle unas palabras de aliento.
Algunas noches, con mis amigos nos juntábamos a oír la radio
alumbrados con una sola vela. Cuando oímos que Inglaterra y Francia le habían declarado
la guerra a Alemania hicimos una pequeña fiesta, si puede llamarse fiesta a oír
música en la radio y beber vodka junto a unos jóvenes ciegos de esperanzas.
Pero los días pasaron y los ingleses no sólo no llegaron a Varsovia
sino que comenzaron a evacuar Londres por temor a los bombardeos alemanes. En
Polonia las cosas empeoraban: Cracovia se había rendido, mientras el ejército
alemán avanzaba hacia Varsovia desde el oeste. Previendo la derrota, el 7 de
septiembre el gobierno polaco decretó que los hombres jóvenes debían marcharse
al bosque para no caer en manos de los alemanes y, tal vez de ese modo, conformar
una resistencia que lograra luchar contra los nazis. Inmediatamente, el tío
Zygmunt, su mujer y sus hijos se marcharon en dirección a Rusia sin siquiera
despedirse de nosotras.
Fueron muchos los que se marcharon, aunque otros decidieron esperar.
Boris permaneció en casa junto a su mujer y su hijo. De a ratos, cuando las
sirenas dejaban de sonar, mamá y yo íbamos a casa de Edwarda caminando entre los
gritos, el llanto y el cabeceo milenario de los judíos que recitaban la Torá confiados en que ese
Dios que los había expulsado del paraíso, que los había convertido en esclavos
y que luego los había condenado a caminar durante cuarenta años a través del
desierto sin prestar atención a sus súplicas, esta vez sí que intervendría a
favor de ellos…
Para nosotros, que sólo nos guiábamos por las noticias que llegaban
desde el frente, el final sólo podía ser desgraciado: una a una, con la
pasividad de las fichas de dominó, Lodz, Radom, Tarnów y Premysl habían caído
ante las fuerzas alemanas. Boris insultaba en voz alta al ejército polaco: “¿Qué
pueden hacer unos hombres a caballo contra los tanques alemanes?” Nuestro
ejército era una caricatura de ese ejército que avanzaba desde el este. Desde
el oeste, las tropas soviéticas también reclamaban su parte. Así, atrapados en
el centro de Europa, amenazados por Alemania de un lado y la Unión Soviética del otro,
esperábamos el milagro que ya no iba a ocurrir.
El 14 de septiembre, mientras los judíos festejábamos la llegada del
Año Nuevo, los bombarderos alemanes concentraron su ataque en el barrio judío
de Varsovia. Un par de días más tarde la ciudad quedó cercada, incomunicada, convirtiéndose
en el último foco de resistencia polaco que combatía a los invasores.
Luego de disputarse la propiedad de Polonia durante siglos, rusos y
alemanes se reunieron en Brest-Litovsk y por primera vez llegaron a un acuerdo:
el 19 de septiembre de 1939 Hitler anunció la desaparición del estado polaco.
Un día a la semana, judíos y católicos descansamos del trabajo para rendir
honores a Dios; unos lo hacemos el sábado, otros el domingo. En ambos casos es
el día más tranquilo de la semana… Y sin embargo los alemanes eligieron un
domingo para desatar el infierno sobre Varsovia.
La noche del 24 de septiembre de 1939 las estrellas se ocultaron detrás
de miles de aviones de la Luftwaffe. Las
sirenas aullaban sin descanso anunciando el bombardeo. Los más jóvenes habíamos
pasado los últimos días tapiando las ventanas y las puertas para impedir que
las luces delataran las posiciones de las casas y los vidrios no estallaran con
los estruendos. Las explosiones eran tan potentes que podía sentir mi pecho
vibrar con el temblor de las paredes. Durante uno de los bombardeos vi que mamá
aferraba una vieja foto de papá entre sus manos y la acariciaba con gesto
ausente. Sólo entonces me di cuenta de que yo estaba haciendo lo mismo. Permanecimos
así varias horas, acurrucadas en un rincón del cuarto, encomendándonos a
nuestros muertos en silencio, como todos en Varsovia.
Sólo teníamos que sobrevivir hasta el amanecer, entonces los aviones
dejarían el bombardeo para la noche siguiente. Y lo logramos: cuando despuntó
el alba, los aviones se alejaron hacia el oeste y las sirenas al fin dejaron de
sonar. El bombardeo cesó, y hubo un breve silencio lleno de desconfianza. Sólo
entonces escuchamos el grito de los heridos.
Aturdidas, pasamos un rato sin hablar acurrucadas una junto a la
otra. Poco a poco, la claridad del sol comenzó a filtrarse por las rendijas de
las ventanas tapiadas, transfigurando el polvo que venía de la calle. Con
esfuerzo, logré ponerme en pie; sentía las piernas entumecidas, y un hormigueo que
me hacía temblar las rodillas. Mamá me siguió y entre las dos quitamos una de
las maderas de la ventana. Afuera, casas derruidas, columnas de humo negro. Pensé
en Edwarda y en Teo, que debía estar llorando de pánico en medio de los ruidos.
En ese momento, un anciano salió a la calle. Gritó el nombre de alguien, pero
nadie respondió.
Necesitaba salir. Al abrir la puerta, mamá empezó a gritar. “No
salgas”, repetía señalando la ventana, donde vi pasar a tres hombres corriendo,
llevando ropas y valijas, botines del saqueo. Besé a mamá en la frente y bajé
hacia la calle.
Afuera una cortina de humo y cenizas me obligó a cerrar los ojos. Me
cubrí la boca con un pañuelo, avancé hacia la calle. De entre la nube de humo salieron
dos caballos ensillados que, como fantasmas, corrían arrastrando los restos de
un droshky incendiado. La plaza de enfrente estaba destrozada, la iglesia, en
cambio, se mantenía en pie; al verla sentí un poco, apenas un poco, de
esperanza.
Volví a casa para comunicarme con Edwarda, pero las líneas
telefónicas habían dejado de funcionar. Sentada a la mesa, con una taza de té
entre las manos, mamá miraba la foto de mi padre. No nos dijimos nada, no había
nada que decir.
Volvió el silencio, y por la noche también volvieron las bombas.
El hombre se acostumbra a todo, y así fue que nosotras no tardamos
en acostumbrarnos a las bombas. Pronto los días se volvieron rutinarios. Dormir
de día, de noche esconderse de las bombas. Teníamos los víveres necesarios para
sobrevivir durante, al menos, veinte días. Pero sólo pudimos aguantar hasta el tercero:
la incertidumbre de no saber qué le había pasado a mi hermana nos dio el valor necesario
para juntar algo de comida en una bolsa, tomar los abrigos y salir de nuestro escondite. Antes de salir, tomé la
pequeña foto de papá y otra donde estábamos los cuatro y las guardé dentro de
una pequeña bolsa que me colgué al cuello, por debajo de la ropa.
Dejamos el edificio de Chtodna y nos adentramos en las calles hacia
el norte. La sucesión de bombardeos estaba royendo la ciudad con la precisión
de un cirujano titubeante: aquí y allá los techos estaban derrumbados, las
calles intransitables, los heridos cojeaban… Salvo por aquellos que
transportaban heridos o muertos, la ciudad estaba paralizada por completo. Las
tiendas que días atrás habían estado atestadas de gente, ahora permanecían
cerradas, como los cines, los teatros y las fábricas. Lo único que funcionaba
eran los hospitales, y no daban abasto con la atención de los heridos. Los que
se animaban a salir a la calle caminaban a gran velocidad, como si estuvieran
apurados por vivir el poco tiempo que les quedaba.
Nosotras avanzábamos lentamente, evitando las montañas de escombros
y los carros que transportaban cadáveres y heridos, un revoltijo de cuerpos que
despedía hedor y gritos. El miedo a encontrar un rostro conocido entre los
muertos me obligaba a alzar la vista al cielo. En una casa que, salvo por el
techo, aún continuaba en pie, dos niñas se lanzaban una pelota roja a través del
hueco de una ventana salida de cuajo.
Al llegar al edificio en que vivían Boris y Edwarda nos detuvimos
para recuperar el aliento. Las puertas estaban cerradas, por lo que, a pesar de
la hora temprana, debimos de llamar al portero. El hombre apareció luego de un
rato. Antes de abrir la puerta nos preguntó quiénes éramos.
Subimos las escaleras con la respiración entrecortada, tanto por la
excitación como por el cansancio. El reencuentro con Edwarda fue largo; abrazadas,
las tres lloramos durante un buen rato. Esa noche y las siguientes dormimos
allí: si la muerte quería encontrarnos, al menos la esperaríamos juntas.
Varios de mis amigos vivían en torno al edificio de Edwarda, de modo
que algunas noches se acercaban a visitarme y nos quedábamos hasta tarde oyendo
las noticias que emitía la radio de Londres. Traían vodka y periódicos
alemanes. No sé cómo los conseguían, pero Boris los leía enteros, buscando
noticias alentadoras entre la propaganda nazi. Una tarde, uno de mis amigos
pidió permiso para pasar al baño. Edwarda y Boris se miraron, primero, y luego
mi hermana pronunció un no rotundo.
Burlándose, alguien preguntó si escondíamos algo en el baño. Nadie
contestó. Aunque por los grifos continuaba saliendo agua, pronto comenzaría a
faltar el suministro, y yo sabía que Edwarda había llenado la bañadera para que
a Teo no le faltara agua. Había echado llave a la puerta del baño porque temía
que nadie ajeno a la casa descubriese sus reservas y la delatara. Sin embargo
yo podía jurar que mis amigos eran confiables, y por eso me puse de su lado.
Edwarda volvió a negarse y entonces, ofendidos por la desconfianza, mis amigos abandonaron
las sillas y se marcharon a otra casa. Enojada, grité cosas que no recuerdo.
Discutí con mi hermana y la amenacé con irme tras mis amigos. Pero entonces
volvieron a sonar las sirenas. Desganados, como si de un acto reflejo se
tratara, dejamos de discutir y apagamos
las velas. Nadie hablaba, pero en el aire se respiraba la tensión de la
discusión a medio terminar. Incómodo, Boris propuso bajar al sótano para
refugiarnos con los demás vecinos.
Familias enteras bajaban los escalones de dos en dos sin decir una
sola palabra, como si ese silencio bastara para protegerlos de las bombas. Ocupamos
un rincón del sótano, junto al portero y su familia. Sus hijos conversan entre
risas, como si sólo se tratara de un juego. La mujer del portero tampoco
parecía alterada: con la blusa levantada, le daba de mamar a su hijo más
pequeño mientras le susurraba una canción.
Calman, el abogado del primer piso, hablaba con Boris con los ojos
entornados. De pronto alzó una mano y nos obligó a hacer silencio. Oímos un
zumbido de motores, un insecto gigante volando sobre Varsovia. Las primeras
bombas cayeron lejos, pero el eco de las explosiones cada vez era más fuerte.
Los niños del portero dejaron de reír, el pequeño lloraba. Su madre había
comenzado a rezarle a la
Virgen. De pronto el techo vibró sobre todos nosotros, y por
entre las vigas que lo sostenían cayó un puñado de escombros.
Oí un llanto, y luego una bomba y otra más. Como un acto reflejo, me
llevé una mano al cuello para sentir la foto de papá. A mi alrededor sólo oía
plegarias, insultos y llantos. Me cubrí la cabeza con las rodillas, temblando.
Mi hermana abrazaba a Teo pero no lograba hacerlo callar. Volvieron a caer más
bombas. ¿Cuántas bombas tenían los alemanes? ¿Es que no se les acabarían nunca?
Al fin llegó el intervalo, cuando los aviones se marcharon a recargar más
gasolina y más bombas.
Tomé a Teo entre mis brazos, lo acuné. El niño poco a poco fue
cediendo al cansancio que queda después del miedo. Primero dejó de llorar,
luego sonrió, tomándome un dedo con su manito rosada. Al fin se durmió, y su
sueño fue tan profundo que las bombas tardaron en despertarlo.
Al amanecer, uno de los hijos del portero trajo la noticia de que el
gobierno polaco había escapado a Londres. La guerra terminaba: ahora también
podíamos oír los disparos. Poco a poco todos volvimos a tomar las escaleras en
dirección a los departamentos. Mamá, Boris, Edwarda, el niño y yo fuimos unos
de los primeros. Todo estaba cubierto de polvo, como si una de las bombas
hubiera caído sobre el edificio. Lo que no sabíamos era que había caído tan
cerca: la puerta del departamento de Boris y Edwarda, salida de sus goznes, se
tambaleaba unida al marco por una sola bisagra. Apenas Boris la tocó, la puerta
cayó al suelo levantando una nube de polvo.
Entramos. La sala donde habíamos estado conversando con mis amigos
ahora estaba en ruinas: el techo se había desplomado sobre las sillas y la
mesa, y entre los escombros refulgían los restos metálicos de una bomba. La
discusión nos había salvado, aunque el baño estaba destruido y el agua que
Edwarda guardaba con tanto recelo se había derramado en el suelo formando
charcos entre los escombros.
Un vecino que pasaba por allí, vestido con sus ropas de judío
piadoso, nos señaló con la mano: “Dios los ha castigado por haber estado oyendo
la radio el día sábado”.
Como la casa de Edwarda estaba parcialmente destruida, pasamos los
días siguiente en casa de Calman. Su piso aún se mantenía en pie, pero le
faltaban los cristales de todas las ventanas. El viento se filtraba trayendo el
frío del otoño que de a ratos se volvía espeso, oscuro, para recordarnos que la
ciudad se quemaba alrededor de nosotros. Calman era un hombre generoso; comimos
su comida, dormimos en sus camas y juntos nos escondimos de las bombas. En su
casa oímos también el final de los bombardeos: el 27 de septiembre, apenas un
mes de empezada la invasión alemana, pegados a las ventanas, en medio de un
silencio absoluto, vimos cómo Varsovia se rendía ante los alemanes.
Decenas de miles de soldados y oficiales polacos fueron tomados
prisioneros. Corría el rumor de que a los oficiales los fusilaban en los
bosques. Polonia había quedado destrozada, sobretodo Varsovia. Como habían
cortado el suministro, debíamos salir a la calle con los recipientes a buscar
agua.
Los primeros nazis que llegaron se encargaron de limpiar la ciudad para
la entrada triunfal de las tropas que ocuparían Varsovia. Llegaron un día en
que nevaba. Nos dijeron que en las calles blancas resaltaban las formaciones de
soldados, camiones y tanques en medio de cientos de estandartes. Nosotros no
los vimos pasar, tan sólo oímos el rugido de los motores y el desfile de los
aviones. El hijo del portero aseguraba haber visto al mismísmo Hitler en un
auto descapotable. No pudimos saber si era cierto, ya que la radio había dejado
de emitir y los periódicos polacos habían sido prohibidos por los alemanes. El
boca a boca era algo de otro tiempo, la gente ya no se animaba a salir de sus
casas. Y pronto las calles vacías se llenaron alemanes y de silencio.
Editorial Sudamericana, 2009
Grande Maestro!! Un hermoso fragmento.
ResponderBorrarGracias, Pérez-Vega. Abrazo
ResponderBorrarAzuzado por la curiosidad luego de haber conocido a Alejandro Parisi mediante “La niña y su doble”, logré adquirir “El guetto de las ocho puertas” que, al igual que el primero, devoré en menos de una semana. El estilo de redacción del escritor es impecable. Es cierto que la historia es sumamente original (como “La niña”) dentro de aquella amplia temática. Pero no es menos cierto que es necesaria una mano avezada como la del autor para describirla. Efusivas felicitaciones al joven maestro de la literatura argentina.
ResponderBorrarGracias por tus palabras, Sergio. Me alegro de que te haya gustado El ghetto. Una pregunta: ¿dónde lo conseguiste? Me dijeron que estaba agotado. Un abrazo. AP
BorrarEn Librería Santa Fe, sucursal Alto Palermo, el lunes de la semana pasada.
Borrar