Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

miércoles, 25 de febrero de 2015

Con la sangre en el ojo. Fragmento II



"Al ver a Balestra, Domínguez le hizo una seña para que lo
siguiera a su oficina. El policía lo abrazó con afecto. Después
ocuparon sus lugares a un lado y otro de un escritorio de madera
perfectamente ordenado.
—Vos sí que te divertís…
—No me hablés… Acá se la pasan gritando todo el día. Te
juro que cuando me jubile me vuelvo a Tucumán… Me tenías
abandonado, ahijado… ¿tu vieja cómo anda?
—Bien. Creo que bien.
—¿Hace mucho que no la ves? Mandale un beso grande.
Gran mujer, tu vieja... pero decime, ¿a qué se debe el honor de
tu visita?
—Quería preguntarte por la linyera que murió hace unos
días.
—Una desgracia.
—¿Vos también pensás que se quemó por accidente?
Domínguez soltó una carcajada.
—No, pero les dije eso a los periodistas y se dejaron de joder.
Lo último que quiero es que se me llene la comisaría de
cámaras… ya bastante tengo con los de ahí fuera.
—La quemaron… ¿Te parece normal eso?
El comisario se acodó en el escritorio, parecía divertido por
algo.
—No, pero tampoco me parece normal que te intereses
por muertos que no te van a pagar un mango.
Domínguez lo miraba con ojos de búho, aguados por todas
las atrocidades que debía haber visto durante tantos años de
servicio en la Policía Federal. Él y el padre de Balestra se habían
conocido en uno de los cursos de formación anticomunista
que la CIA había dictado para adoctrinar a las fuerzas
policiales de América Latina a fines de los años 50. Se habían
hecho amigos íntimos, se visitaban en los veranos, sus mujeres
se escribían cartas… Al principio, cuando Balestra llegó a Buenos
Aires escapando de los fantasmas de Uruguay, Domínguez
se había rehusado a ayudarlo por respeto a su amigo. Luego,
cuando comprendió que la decisión de Balestra era inapelable,
comenzó a apadrinarlo e incluso le consiguió los primeros
clientes que tuvo como detective.
—Me interesa el tema.
Domínguez sonrió.
—Dale, Alvarito. ¿Por qué preguntás?
—Tengo mucho tiempo libre… —dijo Balestra, tomando
una decena de las tarjetas personales que Domínguez guardaba
en una pequeña caja de acrílico, sobre el escritorio.
—Aprovechalo, ¿seguís yendo al Tigre?
—Sí. ¿Algunos datos de la investigación?
—¿Qué investigación? Nosotros no damos abasto con el
laburo... Te imaginarás que no puedo dedicarle mi tiempo y mi
gente a una linyera carbonizada… a esa gente nadie la reclama,
a nadie le interesa. ¿No me vas a decir que no es buena la historia
de la colilla y alcohol fino?
—¿Pero tienen alguna pista o algo?
—Lo único que te puedo decir es que encontramos un
bidón con nafta.
—¿Huellas?
—Sí, pero el dueño de las huellas no tiene antecedentes. Así
que todo se cortó ahí.
—¿Pensás que pudieron haber sido los skinheads? ¿Otro
grupo de derecha?
—Derecha, izquierda… eso era antes, Alvarito. Desde que a
Perón le cortaron las manos todo es lo mismo… andá a saber
quién la mató.
—Sí, pero, ¿quién querría matar a una linyera?
—Otros linyeras… o… ¿vos no te acordás de lo que pasó
en Tucumán antes del Mundial?
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A Domínguez le encantaba contar esa historia. Balestra lo
sabía.
—No —mintió Balestra.
—En el ’77, cuando empezaron los preparativos del Mundial,
nos mandaron a juntar a todos los linyeras de Tucumán
para limpiar las calles, no fuera cosa que nos hicieran mala
prensa con los extranjeros.
—¿Fumigaron?
Domínguez sonrió a la provocación de Balestra.
—Debían ser quince, más o menos, los metimos en un camión
del Ejército y los llevamos hasta Catamarca.
—¿Los tiraron en un pozo? ¿Vivos? Ese método es novedoso…
—Si te hubieras quedado un poco más en la fuerza hubieras
aprendido mucho. Hubieras llegado lejos, Alvarito, comisario
a los cuarenta… ¿no te arrepentís aunque sea un poco?
Todavía, después de tanto tiempo, no te puedo entender…
Hacía años que venían discutiendo las mismas cosas, pero
siempre era Balestra el que acababa irritado. Esta vez soltó una
puteada y bajó la vista.
—Cuando los bajamos del camión los tipos lloraban, se revolcaban
por la tierra. Los dejamos en el medio de la nada.
Dicen que los linyeras vagaron durante días sin encontrar un
pueblo, nada. Algunos se volvieron más locos de lo que estaban,
por la sed y el hambre, y empezaron a caminar por las salinas
hasta que cayeron muertos…
Domínguez había dejado de mirarlo a los ojos; ahora trataba
de ver algo a espaldas de Balestra, algo que parecía recordar
con lujo de detalles. En la oficina de al lado sonó un teléfono,
una mujer gritó en hall de entrada y Domínguez volvió
a hablar:
—El interventor de Tucumán era un fanático de la limpieza.
Pero al gobernador de Catamarca le molestó que escondiera
la basura debajo de su propia alfombra, así que el tucumano
tuvo que cargar a los sobrevivientes y llevarlos de regreso
a Tucumán.
—Un final feliz.
—No, en este país los finales felices no existen. Después de
veinticinco años viviendo acá ya tendrías que saberlo.
—¿Pero pensás que lo de Tucumán tiene algo que ver con
esta muerte?
—No, para nada. Pero me acordé… me estoy poniendo
viejo, Alvarito… me pasa que me acuerdo de boludeces de
hace treinta años como si hubieran pasado ayer…
—Entonces te compadezco.
Balestra se incorporó y estrechó la mano de aquel pequeño
hombre que había comenzado a hundirse en el sillón con el
peso de sus fantasmas."

"Con la sangre en el ojo", pags 33-36.

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