"El
matadero de Andrés Hirsch estaba ubicado en el tercer piso de un antiguo galpón
portuario convertido en edificio modernista. El balcón daba a uno de los diques
malolientes que, a pesar de la intención del arquitecto, brindaban una vista
que nunca sería la de Amsterdam o Venecia. No había seguridad privada, ni
tampoco un portero que controlara la entrada y la salida de los visitantes: un
detalle de lo más apropiado para alguien que quisiera ocultar el encuentro con
amantes, dealers o testaferros. Sin embargo, los trajes color caqui de
Prefectura recorrían el paseo peatonal sin descanso.
Balestra
permaneció sentado en su auto durante un par de horas, escuchando a un locutor
de radio que discutía con todos los oyentes. Paradójicamente, a pesar del
maltrato de aquel tipo, los oyentes no dejaban de oír el programa ni de llamar
para hablar con él. Gente masoquista, pensó Balestra; sin embargo la música era
aceptable y hacía más llevadera la espera y el calor de otro día agobiante.
Hacia
el mediodía Andrés Hirsch bajó de un taxi que se detuvo en la puerta del
edificio. Llevaba un traje azul con delgadas líneas celestes, camisa blanca y
corbata en composé. Antes de entrar, un gesto típico de infiel paranoico, miró
hacia ambos lados de la calle. Después se metió en el edificio.
Balestra
apagó la radio con un poco de rabia: él, que prefería evitar las multitudes,
había tenido que soportar dos horas de grandes orquestas para que al fin
pasaran el cuarteto de cuerdas que sonaba ahora. Al cerrar el auto, decidió que
después de terminar la investigación pasaría el día en la oficina escuchando su
propia música.
Miró
por la puerta acristalada: el vestíbulo de entrada del edificio estaba vacío.
De un bolsillo retiró una ganzúa y pasó algunos minutos intentando abrir la
puerta. Cuando lo consiguió, subió las escaleras hasta el tercer piso y buscó
una buena posición para esperar el momento oportuno. Se atrincheró en las
escaleras. Desde allí podía ver la puerta del departamento de Hirsch. Oyó una
sola voz. Quizá Hirsch estuviera hablando por teléfono, o bien prefería amantes
mudas.
Lo
despertó el ruido del ascensor. Se había quedado dormido sólo unos segundos,
pero le pareció que acababa de despertar después de una larga cura de sueño.
Del ascensor bajó un repartidor de empanadas, un adolescente desgarbado que
tocó timbre, esperó unos minutos y, al no obtener respuesta, se marchó
insultando en voz alta para que lo oyeran todos los habitantes del edificio.
La
amante de Hirsch no aparecía por ninguna parte. Balestra sabía que en algunos
casos ellas esperaban dentro del departamento y, tal vez por eso, dedicado a lo
suyo, Hirsch no había podido ni querido responder al timbre. Balestra se
incorporó y se acercó a la puerta con la máquina fotográfica colgada al cuello.
El mejor promedio de la promoción 1980 de la Escuela Nacional de Policía de
Uruguay convertido en un paparazzo de maridos infieles.
Se
puso nervioso, y comenzaron a sudarle las manos. Dos veces tuvo que agacharse
para recoger la ganzúa que dejaron caer sus dedos húmedos y temblorosos. Pensó
en Hirsch cogiendo con su amante y sintió unas ganas enormes de besar los
pechos bronceados de Débora. La ansiedad de que llegara ese momento le dio el
envión que necesitaba para hacer su trabajo.
Apoyó
una oreja en la puerta y oyó un gemido quedo. Hirsch ya estaría tendido sobre o
debajo o al costado de su amante, exhausto, y no se movería durante los
próximos segundos. La foto perfecta. Balestra introdujo la ganzúa en la
cerradura, pero al tocar la puerta se encontró con que estaba abierta."
Con la sangre en el ojo, pág 22-23. Grijalbo, 2015.
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