Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

jueves, 5 de febrero de 2015

Con la sangre en el ojo. Fragmento.







"El matadero de Andrés Hirsch estaba ubicado en el tercer piso de un antiguo galpón portuario convertido en edificio modernista. El balcón daba a uno de los diques malolientes que, a pesar de la intención del arquitecto, brindaban una vista que nunca sería la de Amsterdam o Venecia. No había seguridad privada, ni tampoco un portero que controlara la entrada y la salida de los visitantes: un detalle de lo más apropiado para alguien que quisiera ocultar el encuentro con amantes, dealers o testaferros. Sin embargo, los trajes color caqui de Prefectura recorrían el paseo peatonal sin descanso.
Balestra permaneció sentado en su auto durante un par de horas, escuchando a un locutor de radio que discutía con todos los oyentes. Paradójicamente, a pesar del maltrato de aquel tipo, los oyentes no dejaban de oír el programa ni de llamar para hablar con él. Gente masoquista, pensó Balestra; sin embargo la música era aceptable y hacía más llevadera la espera y el calor de otro día agobiante.
Hacia el mediodía Andrés Hirsch bajó de un taxi que se detuvo en la puerta del edificio. Llevaba un traje azul con delgadas líneas celestes, camisa blanca y corbata en composé. Antes de entrar, un gesto típico de infiel paranoico, miró hacia ambos lados de la calle. Después se metió en el edificio.
Balestra apagó la radio con un poco de rabia: él, que prefería evitar las multitudes, había tenido que soportar dos horas de grandes orquestas para que al fin pasaran el cuarteto de cuerdas que sonaba ahora. Al cerrar el auto, decidió que después de terminar la investigación pasaría el día en la oficina escuchando su propia música.
Miró por la puerta acristalada: el vestíbulo de entrada del edificio estaba vacío. De un bolsillo retiró una ganzúa y pasó algunos minutos intentando abrir la puerta. Cuando lo consiguió, subió las escaleras hasta el tercer piso y buscó una buena posición para esperar el momento oportuno. Se atrincheró en las escaleras. Desde allí podía ver la puerta del departamento de Hirsch. Oyó una sola voz. Quizá Hirsch estuviera hablando por teléfono, o bien prefería amantes mudas.
Lo despertó el ruido del ascensor. Se había quedado dormido sólo unos segundos, pero le pareció que acababa de despertar después de una larga cura de sueño. Del ascensor bajó un repartidor de empanadas, un adolescente desgarbado que tocó timbre, esperó unos minutos y, al no obtener respuesta, se marchó insultando en voz alta para que lo oyeran todos los habitantes del edificio.
La amante de Hirsch no aparecía por ninguna parte. Balestra sabía que en algunos casos ellas esperaban dentro del departamento y, tal vez por eso, dedicado a lo suyo, Hirsch no había podido ni querido responder al timbre. Balestra se incorporó y se acercó a la puerta con la máquina fotográfica colgada al cuello. El mejor promedio de la promoción 1980 de la Escuela Nacional de Policía de Uruguay convertido en un paparazzo de maridos infieles.
Se puso nervioso, y comenzaron a sudarle las manos. Dos veces tuvo que agacharse para recoger la ganzúa que dejaron caer sus dedos húmedos y temblorosos. Pensó en Hirsch cogiendo con su amante y sintió unas ganas enormes de besar los pechos bronceados de Débora. La ansiedad de que llegara ese momento le dio el envión que necesitaba para hacer su trabajo.

Apoyó una oreja en la puerta y oyó un gemido quedo. Hirsch ya estaría tendido sobre o debajo o al costado de su amante, exhausto, y no se movería durante los próximos segundos. La foto perfecta. Balestra introdujo la ganzúa en la cerradura, pero al tocar la puerta se encontró con que estaba abierta."

Con la sangre en el ojo, pág 22-23. Grijalbo, 2015.  

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