"Fumó más de un atado sentado en el coche, escuchando
música y a locutores odiosos. Sabía que los ataques se producían un rato antes
de medianoche, a eso de las once. Pensó en su padre. Lo recordó dirigiendo un
batallón de fusilamiento en una chacra de las afueras de Durazno. Por un
momento, Balestra recordó el peso del fusil en sus manos temblorosas. Y se secó
el sudor en los pantalones.
A las diez salió del auto y comenzó a buscar a los
linyeras del parque. Sólo encontró a tres, y estaban alejados unos de otros. Si
quería protegerlos debía decirles que escaparan… Pero nadie puede pescar sin
carnada. Así que Balestra se quedó observando al linyera que ocupaba la parte
más alejada del parque, cerca del pabellón del Cementerio de la Chacarita, y se
dispuso a esperar.
Vio pasar parejas de amantes con hierba adherida a
la ropa, deportistas atrasados apurados por llegar a la cena y algunos chicos
pequeños inhalando pegamento de una misma bolsa.
Poco a poco el parque fue vaciándose. Sólo quedaba
Balestra y tres linyeras que quizá no pasarían de esa noche. Entonces se oyó el
rugido de un motor. Después vio cuatro cabezas de robot distribuidas en dos
motos. Los dejó llegar, estacionar y bajar con la mochila roja que seguramente
contenía clavos y martillos.
El linyera permanecía quieto bajo el farol, como
si la luz pudiera protegerlo de cualquier ataque.
Uno de los robots se acercó y le pateó la cabeza.
Otro saltó sobre sus piernas
Un tercero le dio una patada en el estómago.
El cuarto ya tenía el martillo en la mano y se
acercaba con una bolsa de clavos.
Balestra sintió que le latían las venas del
cuello. Le costó zafarse del arbusto donde se había escondido, y tardó en sacar
el arma para salir a la carrera y cruzar el claro que lo separaba del linyera.
Aunque lo veían venir con el arma en alto, ellos no dejaban de golpear y
patear: el del martillo ya había perforado con dos clavos al mendigo, que se
retorcía tratando de cubrirse de los golpes que le daban los otros.
Balestra le quitó el seguro al arma, pero no se
animó a disparar. “Dispará, carajo”, había gritado su padre hacía un cuarto de
siglo. Pera aunque aquella vez él disparó, esa noche en Chacarita no se animó a
gatillar el arma. Sin embargo, siguió acercándose a ellos.
Cuando Balestra estuvo a menos de cinco metros,
dos de los clones soltaron al mendigo y se acercaron las motos tendidas sobre
la hierba. Los otros esperaron a Balestra hasta que lo tuvieron tan cerca como golpearlo.
Balestra apenas si podía contener los golpes. Soltó un gancho de izquierda que
se incrustó en el abdomen de uno de los atacantes. Mientras se paraba firme
para golpear al otro, sintió un golpe tremendo en la espalda. Los demás
aprovecharon su confusión para golpearlo en los riñones. Balestra cayó al suelo
y pudo contar una, dos, tres patadas hasta que ellos se cansaron y se subieron
a las motos.
Los corrió, o al menos intentó correrlos apuntando
con su arma al casco de robot que llevaban por cabeza. “Pendejos de mierda”,
pensó Balestra, y disparó uno, dos veces, sin acertarle a ninguno. Al fin se
detuvo, exhausto y dolorido, y se inclinó hacia delante para vomitar.
El linyera había dejado de gemir. Llamó a
Emergencias y esperó la ambulancia escondido en su auto. La adrenalina se fue
disolviendo en su sangre, lentamente, y cuando Balestra se tranquilizó, sintió
un fuerte dolor en el costado, en la frente y en el hombro derecho. Tuvo que
quedarse un rato sentado antes de decidirse a encender el auto. Para entonces
los chicos ya se habrían quitado las máscaras, le habrían dado de comer a sus
mascotas y ahora estarían durmiendo bajo la protección de sus padres.
Pasó toda la noche en un bar de Chacarita,
bebiendo, fumando. Pero en un momento sintió algo parecido a la nostalgia y,
sin saber cómo ni desde donde, logró llegar a la oficina. El Rengo seguía
encerrado en el cuarto con la televisión. Y Balestra quería ver un documental
de lombrices solitarias o duendes del Medioevo, cualquier cosa con tal de
quitarse la imagen que tenía en la cabeza: el linyera con las piernas perforadas
por decenas de clavos.
El Rengo dormía de costado, roncando como una de
motocicleta. Balestra se acostó junto a él y encendió el televisor con el
volumen muy bajo. Se durmió justo cuando el emperador Claudio viajaba con un
ejército de elefantes para conquistar Britania.
-
Decime
que no me cogiste, decime que no me cogiste...
Balestra se despertó sin entender nada, salvo que
le dolía todo el cuerpo. El Rengo gritaba parado en la cama, suplicando una
respuesta.
-
Decime
que no me cogiste…
-
Te
hubieras dado cuenta...
El Rengo suspiró, aliviado.
-
¿Y
qué hacés acostado acá, puto?
-
Es mi
cama.
Balestra intentó moverse, pero sólo pudo
bostezar.
-
Si
querés duermo en el living, pero esto de entrar así, de noche… un poco de
intimidad, viejo.
-
¿Hace
una semana vivías en la calle y ahora querés intimidad?
-
¿Alguna
vez me viste durmiendo en la calle con otro tipo? – el Rengo protestaba
moviendo los brazos – Soy linyera pero tengo mi dignidad, ¿o qué te creés?
- No me
rompas las pelotas, que me estoy empezando a cansar de los linyeras...
Entonces el Rengo se inclinó para verlo de cerca.
Y dijo:
- A vos
te que cagaron a piñas."
"Con la sangre en el ojo", Grijalbo, 2015.
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