La calesita giraba con la
misma desidia que parecía estar impregnada en las casillas de chapas y
ladrillos sin revocar, en los pastos descuidados, los restos de basura y en
todas las personas y perros del barrio. Sin embargo la calesita giraba, esclava
de su órbita breve, de cabotaje: los caballos subían y bajaban soltando un
chirrido agudo, metálico; un auto despintado reflejaba el sol en las
incrustaciones de lata que cubrían sus luces vacías; y un avión, inmóvil, sin
hélice, se sacudía con el salto de los niños que lo ocupaban. De fondo, la misma
música de siempre sonaba fuerte, con una estridencia exagerada.
Con el hombro apoyado
contra un poste, Ángel Camaño observaba a las niñasmadres que se inclinaban para
ayudar, golpear, acariciar o retar a sus hijos. Hacía calor. Ángel se secaba la
frente con un pedazo de franela color naranja. Sus ojos claros, de un turquesa
casi transparente, observaban las caritas sonrientes y morenas de aquellos
niños que extendían sus manos sucias para atrapar la sortija que él agitaba.
Ángel Camaño sonreía, orgulloso de su trabajo, de su dedicación.
Durante años había sido
maestro de escuela, hasta que tuvo que dejar Misiones. Después de vivir una
década como un nómada, se había establecido en Los Perales y había comprado la
calesita haciéndose cargo de las deudas que su dueño anterior no había podido
pagar. Ahora era el amo y señor de los juegos.
Poco a poco, la
calesita fue deteniéndose. Cuando la vuelta terminó, Ángel Camaño le ofreció
caramelos a cada uno de los niños, que los aceptaron y se dejaron acariciar las
mejillas. Emocionado por ese enjambre de sonrisas, Ángel anunció que la próxima
vuelta sería gratis para todos. Hubo una explosión de gritos, risas. Sin
embargo, las niñasmadres tomaron a sus hijos en brazos y comenzaron a alejarse
del lugar.
Confundido, Ángel dejó
la sortija colgada del gancho del poste pintado de negro y verde, como la
calesita y el barrio entero, y salió del reparo de aquellas chapas que lo
protegían del sol. Entonces vio las motos acercándose a toda velocidad a través
del terreno baldío, y sintió aún más curiosidad. Cuando las cuatro motos se
detuvieron junto a la reja que servía de perímetro de la calesita, Camaño extendió
sus brazos en forma de cruz para darles la bienvenida.
-
- Hola, muchachos – dijo, con media
sonrisa.
Uno de los jóvenes se
bajó de la moto, miró hacia los costados y comenzó a avanzar hacia él. Le
decían Shrek, era obeso, estaba vestido de basquetbolista y le apuntaba con un
revólver de caño corto.
-
- Estás frito, Angelito – dijo Shrek.
Camaño miró su reloj.
Las cuatro y cuarto de la tarde. No era una mala hora para morir: por todo el
país los niños estarían jugando al sol. Miró a su alrededor como si quisiera
buscarlos, pero sólo vio el bloque gris del hospital abandonado que se alzaba a
doscientos metros de distancia. Su destino, como el de todos los del barrio, se
había decidido ahí arriba.
Los demás jóvenes
dejaron sus motos y sacaron sus armas. Todos le apuntaron en un solo
movimiento. Con los ojos cerrados, Ángel Camaño esperó la balacera. Pero nadie
disparó. Los jóvenes lo rodearon. Shrek le ató las manos con el cabo de un
cable que otro ya había atado a una de las motos. Entonces Angel Camaño sintió
miedo, más miedo que todos los miedos que había sentido en su vida.
Las motos arrancaron. Intentó
seguirlas al trote, pero cayó al suelo. Pudo ver que la calesita se alejaba
girando, mientras las piedras del baldío le laceraban la espalda a medida que
lo arrastraban hacia la cueva del Gusano, alto, muy alto, allá en Los Perales.
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