Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 28 de septiembre de 2015

"La niña y su doble", fragmento para Taller de Infancia y Dicatadura. Universidad de Köln.




Con la primavera de 1942, los campos de Polonia se llenaron de flores. Nusia pudo verlo con sus propios ojos. Hacía más de un año que no salía de la ciudad, y sin embargo no podía disfrutar del paisaje. Sentada en un vagón de tren, miraba a través de las ventanas como si tuviera un velo sobre los ojos. Miraba sin ver, con la mente azorada por la despedida de sus padres. Iba camino a un pequeño pueblo a 150 kilómetros de Lwow, acompañada por una ucraniana. Al despedirse, Rudolph y Helena le habían dicho una y mil veces que la obedeciera en todo. La mujer, rubia de ojos claros, era maestra en Lwow y había aceptado esconder a la niña en casa de su hermano a cambio de dinero. Ahora, sentada junto a Nusia, no dejaba de darle consejos que ella se resistía a escuchar:
-        Nunca hables de más. Y si hablas, ten cuidado. Es mejor que estés callada, porque por más que sepas hablar ucraniano, puedes cometer un error, puedes decir algo que te comprometa, alguien puede notar que tu acento es malo y descubrir tu verdadera identidad.
Nusia tenía los ojos clavados en la ventana, y como el paisaje, sus pensamientos eran manchas borrosas que pasaban a toda velocidad. 
-        Escúchame, si quieres vivir. Reza, reza mucho tus oraciones católicas. Debes ser como un fantasma, transparente, nadie tiene que fijarse en ti. Si te descubren, te matarán a ti, a mí y al pobre de mi hermano.
Y su hermano las esperaba en la estación. Al ver a Nusia, el hombre le tendió unos documentos.
-        Ahora te llamas Stanislawa Jendrus. Eres ucraniana y católica. Les diremos a todos que eres ahijada mía.
Nusia asintió. La mujer ucraniana la abrazó con una familiaridad sorpresiva. Al oído, le susurró lo misma de antes:
-        No hables. Reza. Pasa desapercibida.
Luego le entregó un sobre con dinero a su hermano y se marchó en el mismo tren que las había llevado hasta allí.
Cuando se quedaron solos, el hombre ayudó a Nusia a cargar sus maletas a un carro tirado por un caballo famélico, cubierto por mil pliegues de una piel color café. En el camino, le fue hablando lentamente, subrayando la pronunciación de las palabras ucranianas para que Nusia incorporara el acento.
-        Iremos a mi casa. Le diremos a mi mujer que eres mi ahijada. Ni ella ni mis hijos deben saber quién eres. Si alguien te descubre, te deportarán y podrían matarme. Sé de muchos que han muerto por ayudar a los judíos. Recuerda: te llamas Stanislawa.
-        Stanislawa – repitió Nusia una, dos, tres, mil veces, hasta que el nombre, su nombre, se convirtió en una palabra vacía, apenas un sonido.
El ucraniano vivía en medio del campo. Al llegar, bajaron las maletas mientras los cinco hijos del hombre jugaban en el pasto como cachorros salvajes. A pocos metros, en un corral minúsculo sembrado de pastizales ocres, su mujer ordeñaba una vaca tan famélica como el caballo. Era evidente que la presencia de Nusia la incomodaba o le generaba pensamientos oscuros que se adivinaban en el gesto severo de su rostro.
El maestro reunió a su familia junto al carro y dijo:
-        Ella es mi ahijada Stanislawa. Vivirá con nosotros durante un tiempo.
Nusia siguió al maestro hasta el interior de la pequeña casa de madera. Era la casa más pobre en la que Nusia había estado hasta ese momento. La mujer abandonó sus tareas y los siguió mientras los niños regresaban a sus juegos.
Dentro, el maestro señaló la cama de paja donde Nusia dormiría cuando las chinches y las pulgas se lo permitiesen. Al verla desempacar, la mujer del maestro tomó una de sus prendas y acarició la tela con asombro.
-        Qué ropas más finas… ¿de dónde las has sacado? – preguntó.
-        Eran de unos judíos. Pero las he robado y ahora son mías – respondió Nusia con naturalidad.
-        Te felicito – dijo la mujer.

Cada día, Nusia se marchaba con el hombre y sus hijos hacia la escuela donde él daba clase a los niños que vivían en los alrededores. Mientras ella ocupaba un asiento en el aula, los pequeños jugaban fuera, tendiéndose en el pasto, saltado entre los cercos, persiguiendo pájaros y mariposas. Eran como animales, ángeles vacíos de toda inteligencia y toda maldad.
Cuando, en el aula, alguno de sus casuales compañeros le pedía algo o le hacía alguna pregunta, ella respondía con señas y monosílabos, fingiendo timidez. En todo momento se preocupaba por seguir los consejos de la ucraniana. Mientras tanto, iba aprendiendo la literatura, la historia y la lengua ucraniana para darle más definición al disfraz de Stanislawa Jendrus.
En casa del maestro tampoco hablaba. Había días en los que ni siquiera oía su propia voz. El hombre y su mujer la trataban como a una hija más. Compartían su comida con ella, le prestaban cuidados y se preocupaban porque no le faltase nada de lo poco que ellos podían darle. Sin embargo, la mujer del hombre a veces le hacía preguntas con una dureza campesina, y citaba las mismas palabras de Nusia buscando sorprenderla en algún error.  
Los sábados, cuando el maestro no trabajaba, le pedía a Nusia que lo acompañara y juntos se internaban en el campo hasta que se aseguraban de que nadie los viera. Lo primero que hacían era persignarse. Y aunque Nusia no sabía quiénes eran el Padre, ni el Hijo ni el Espíritu Santo, trazaba sobre su rostro y su torso una perfecta cruz. Después el hombre retiraba de un bolsillo algunas estampas de color: de un lado, se veía la imagen de la Virgen, Cristo o algún Santo, y, al reverso, una oración católica. En aquellos bosques aprendió a recitar el Ave María, el Padrenuestro y tantas plegarias que no comprendía pero que se esforzaba en memorizar.
El hombre nunca le preguntaba por su anterior vida, como si temiera que al conocer su historia él quedara en una situación de mayor complicidad. Sin embargo la trataba con afecto, y le daba consejos sobre cómo hablar, cómo saludar y hasta cómo insultar cuando algo no le gustaba.
Pasaban varias horas practicando plegarias hasta que regresaban otra vez a la casa. Entonces almorzaban y luego todos se subían al carro. Aunque viviesen al borde de la pobreza, el maestro se preocupaba porque él y su familia tuvieran contacto con la realidad cultural del país. Cada fin de semana iban al teatro de una ciudad cercana para presenciar las obras donde siempre se hablaba en ucraniano y se desarrollaban temas de aquella nación de exiliados que, lentamente, gracias al apoyo que le brindaban a los nazis, exigía venganza tras los años de ocupación rusa.

Todo marchó bien durante los tres primeros meses. Hasta que un día, cuando Nusia y el maestro regresaban del campo, su mujer los recibió con un ataque de nervios.
-        Desgraciado. No me mientas. Stanislawa es tu hija. ¿Con quién la has tenido? – gritaba la mujer.
Nusia y el hombre se miraron. Ella sabía que la confusión de la mujer no podría ser aclarada con la verdad. Por eso el hombre insistía:
-        No digas estupideces. Stanislawa es mi ahijada. Es hija de un amigo mío de Lwow.
-        Mientes.
-        Lo juro.
-        Entonces, que regrese a su casa.
-        No, no puedo echarla…
-        Porque es tu hija, porque es una bastarda.
La discusión continuó durante todo el día. Nusia temía lo que pudiera ocurrir. Quizá la mujer decidiera entregarla a los ucranianos o a los alemanes. No podían decirle la verdad, pero tampoco podían alimentar su desconfianza. Al fin, la mujer dijo:
-        Si no es tu hija, que se marche.
-        Se marchará – dijo el maestro, derrotado.
Nusia se puso pálida. ¿Qué haría ahora? ¿La entregarían a los alemanes? ¿El hombre la abandonaría en la estación de tren? 
Ese mismo día, el hombre ayudó a Nusia a hacer el equipaje. Ella se sentía avergonzada por no haber podido cumplir lo que le había prometido a sus padres. Había seguido las instrucciones al pie de la letra: no hablaba, rezaba, pasaba desapercibida… y sin embargo eso no había bastado para mantenerse a salvo.
Se marcharon de la casa sin despedirse de los niños ni de la mujer. En la estación, un pequeño destacamento de la GESTAPO controlaba a los pasajeros que esperaban en el andén. Durante unos segundos Nusia esperó que la detuvieran y la deportaran como a tantos otros.
Pero el maestro la tomó de la mano y saludó a los oficiales sin mostrar nerviosismo. Cuando llegó el tren, se subieron y ocuparon unos asientos junto a la ventana. Durante el viaje, el maestro la obligó a repetir cada una de las plegarias y oraciones que le había enseñado.
-        Muy bien, Stanislawa. No olvides ni una sola palabra. Sólo así podrás sobrevivir a esta locura - le decía el hombre, tomándole la mano, buscando aplacar su propia vergüenza y los temores de la niña.
Al llegar a Lwow, se dirigieron a casa de la hermana del maestro. La mujer se sorprendió al verlos. Cuando el hombre le contó lo que había ocurrido, la mujer soltó un insulto.
-        Te has casado con una idiota. Ahora, tú no ganarás dinero y esta niña corre peligro.
-        Le he enseñado todo. Es inteligente. Pero su acento es malo. Si se calla, logrará sobrevivir – dijo el hombre, acariciando los cabellos de Nusia.
Antes de despedirse, el maestro le entregó a su hermana los papeles que acreditaban la nueva identidad de Nusia. Después retiró una estampa de la Virgen y se la entregó a ella.
-        Cuídate, Stanislawa. Reza, calla, debes sobrevivir.
Cuando el hombre se marchó, Nusia le preguntó a la maestra, en ucraniano:
-        ¿Qué ha sido de mi padre?
-        Ya lo verás.
Inmediatamente, la ucraniana la condujo a la fábrica. Mientras atravesaban la ciudad Nusia pudo notar que las calles habían cambiado. Si bien la fábrica estaba ubicada en la parte aria de Lwow, allí también se podían comprobar que los pesares de la guerra se habían agravado en los meses en que ella había estado ausente. Grupos de hombres desocupados se reunían en las esquinas y miraban a la gente que pasaba con la vista fija e interesada, como si fueran a arrojarse sobre ellos para robarle sus pertenencias. Soldados alemanes y ucranianos patrullaban las calles mientras un batallón de las SS subía a los camiones de la caravana que los llevaría al frente ruso.
Mientras caminaban, la ucraniana seguía repitiendo su rosario de recomendaciones:
-        Reza, habla poco, que nadie se fije en ti.
Lo decía con tanta insistencia que parecía estar repitiéndoselo ella misma. Nusia había dejado de prestarle atención, estaba feliz de reencontrarse con su padre.
En la entrada de la fábrica las detuvo el soldado alemán que controlaba la entrada y la salida de los empleados. El hombre les pidió papeles de trabajo, y a la ucraniana se le quebró la voz cuando dijo que no los tenía. Pero con sólo nombrar a Rudolph Stier lograron que el soldado dejase de molestarlas. Al parecer, su padre seguía conservando el poder y la majestuosidad que Nusia tanto admiraba. Cuando lo vio aparecer por la puerta de la fábrica, se lanzó en sus brazos. Él la besó en las mejillas, en los ojos, mientras le dedicaba una mirada llena de furia a la ucraniana.
-        ¿Qué hace aquí? Habíamos quedado que…
-        Cumpliré mi palabra, señor Stier – lo interrumpió la mujer: - Ya no puede permanecer en casa de mi hermano, pero le he conseguido papeles y pronto hallaré un nuevo escondite para ella.
-        Júrelo.
-        Pronto tendrá noticias mías.
La ucraniana besó a Nusia y, en ucraniano, le dijo:
-        Acuérdate de rezar, Stanislawa – y se marchó.
En ese mismo momento, desde una de las esquinas de la fábrica se alzó el estruendo de un disparo. El soldado alemán cargó su fusil y lo empuñó apuntando a ambos lados de la calle. Entonces sonaron otros dos disparos, y una explosión. Nusia vio una columna de humo negro que se alzaba sobre las casas de la zona aria. A continuación, un destacamento de soldados ucranianos pasó delante de la puerta de la fábrica cantando una de sus canciones de guerra.
Asustado, Rudolph le entregó un billete al alemán para comprar su silencio y llevó a su hija hacia el interior de la fábrica. Entre los empleados ya corría la noticia de que los ucranianos estaban realizando una enorme acción dentro del ghetto. Una ucraniana rolliza, que llevaba el cabello atado en dos largas trenzas que le daban un aire de campesina de cuento, dijo:
-        Hoy matarán a todos los judíos.
Rudolph tomó a Nusia de la mano y la condujo hasta una pared en la que había una estantería. Mientras quitaba el mueble, iba diciendo:
-        Te quedarás aquí. 
-        ¿Qué hago? – preguntó Nusia, abrazando a su padre.
-        Quédate aquí. Vendré a buscarte cuando todo haya pasado.
Entonces Rudolph abrió la puerta del ropero oculto, donde ya estaban escondidos otros judíos. Rudolph besó a su hija y le pidió que entrara.
De pie en medio del ropero, rodeada de rostros asustados, Nusia vio cómo su padre se alejaba, volvía a colocar la estantería y todo se fundía en negro, como si estuviera cayendo en un abismo interminable.
(*** )
 Al tercer día acabó el pogromo y Rudolph regresó a la fábrica. Cuando abrió la puerta del ropero, todos los que habían estado allí salieron de inmediato buscando aire fresco, lejos de las heces que se habían acumulado durante los días de encierro.
 Su padre las abrazó y les dijo que se apuraran. Afuera llovía. Después de pasar tres días de pie, sus hijas apenas si podían seguirle la marcha. De a ratos se detenían para estirar las piernas, pero al ver pasar a los soldados olvidaban sus dolores y volvían a andar.
Nada más con ver las puertas del ghetto nuevo, Nusia comprendió todo lo que había cambiado. Los soldados que custodiaban la puerta alzaron la barrera apenas vieron al señor Stier. Aunque el mundo se caía a pedazos, Rudolph continuaba emanando ese aire de superioridad y admiración que siempre había seducido a todos. Al pasar junto a ellos, dejó caer una bolsa con ropa en el piso y los soldados se apuraron en recogerla. Esa era la forma en que Rudolph pagaba sus favores.
El nuevo ghetto a Nusia le resultó peor que la casa del maestro. Sus calles sin pavimentar, con la lluvia se habían convertido en fango. Les costaba caminar sin perder el equilibrio. Los pocos rostros que vieron eran pálidos, y se transfiguraban mostrando los huesos de los hambrientos. Los que se atrevían a salir caminaban lentamente, sin fuerzas.
No se veían niños ni ancianos por ninguna parte. Las tiendas estaban cerradas, y las casas eran tan frágiles que parecían a punto de hundirse en el barro. Tomaron una calle estrecha y se detuvieron frente a una pequeña casa de madera. Cuando su padre y Fridzia entraron, ella permaneció en la puerta. No podía ser cierto. Sus padres no podían estar viviendo en una casa peor que la del maestro ucraniano.
Dentro, Helena y Ruzia estaban sentadas a la mesa en silencio. En verdad, todo el ghetto parecía haber perdido el habla. Durante el trayecto Nusia no había oído más que el sonido de lejanos disparos o el hambriento canturreo de los cuervos que sobrevolaban las calles desiertas.
Helena se incorporó para abrazar a sus hijas. No hablaba, no lloraba. Y su desgano causaba más tristeza todavía. Al recorrer la casa con la vista, Nusia la encontró sucia, con muebles desvencijados y moscas posadas en los cristales helados que cubrían las ventanas. Ni siquiera había agua potable. 
Los alemanes habían prohibido el abastecimiento de carbón para todos los judíos. Era invierno, y la humedad de la lluvia se extendía como una telaraña de escarcha sobre todas las casas del ghetto. 
Entre los pocos judíos que quedaban vivos Rudolph había encontrado a sus hermanos. Hacía años que no se dirigían la palabra, pero la guerra y los nazis habían amainado todas las diferencias que los separaban hasta entonces y ahora volvían a tratarse con familiaridad. A Nusia la sorprendió ver a sus padres y sus tíos conversando, no con afecto, pero sí con calidez. 
Los días transcurrían lentamente en el ghetto. Por la mañana, Rudolph, Helena y Ruzia se marchaban a la fábrica y regresaban entrada la noche. Afuera ya no se oía gritos, sólo disparos y llantos lejanos. Nusia creía que enloquecería si seguía allí. Sentada junto a Fridzia, pasaba las horas mirando la mesa, la puerta, sin atreverse a mirar qué ocurría afuera.
Durante noventa y tres días vivió encerrada, oyendo el ruido de las botas de los soldados que iban vaciando el ghetto. Alemania estaba demasiado concentrada en los frentes de batalla como para encima tener que mantener a sus prisioneros judíos. Ahora se limitaban a matarlos y borrarlos de la Tierra que se estremecía con el sonido de las bombas y el paso atronador de tanques y aviones bombarderos que se dirigían al este.
Un día Helena y Rudolph llegaron a la casa acompañados por la ucraniana que la había llevado al campo. 
-        Primero te irás tú, luego Fridzia, y luego nosotros – le dijo su madre.
-        Tienes que ser fuerte. Tienes que sobrevivir – le dijo su padre con los ojos llenos de lágrimas.
-        Mañana vendré a buscarte, Stanislawa – dijo la ucraniana.
-        ¿Dónde iré?
-        A Varsovia. Allí nadie notará que tu acento ucraniano no es correcto. Ingresarás a un orfanato y te harás pasar por una huérfana ucraniana.
La mujer se marchó y prometió encontrarse con ella, en la fábrica, al día siguiente. Esa noche Nusia permaneció despierta. Quería escapar del ghetto, pero temía por la suerte de sus padres y Fridzia.
Cuando amaneció, sus padres la encontraron sentada en una silla, rodeada por las mismas maletas que se había llevado al campo. Rezaba en silencio murmurando el Padrenuestro, la única estratagema en la que confiaba para sobrevivir.
Rudolph ya se había cambiado. Debían llegar a la fábrica cuanto antes para encontrarse con la ucraniana.
Primero Nusia se despidió de Fridzia, que se marcharía del ghetto días más tarde. Al abrazar a su hermana sintió en la piel aquello que su mente no terminaba de aceptar. Quizá pasaran años hasta que volvieran a encontrarse. Se secaron las lágrimas y se dedicaron una última mirada cargada de cariño e improbables buenos deseos que ninguna se animó a pronunciar.
La tía Ruzia la abrazó diciendo:
-        Dile a Eva que se cuide.
-        Cuídate, Nusia. Tienes que obedecer en todo lo que te digan... – dijo su madre al besarla.
Estaba tan desolada que no pudo seguir hablando. Rudolph no estaba mejor.
Al salir, Nusia se volvió para contemplar por última vez a su familia escondida detrás de la ventana. Su tía y su hermana lloraban. Su madre se cubría la boca con una mano, acallando un grito que nadie debía escuchar. 
Rudolph y su hija cruzaron la puerta del ghetto cargando las dos valijas. Antes de que los soldados dijeran algo, Rudolph dejó caer unos billetes que sirvieron de respuesta a cualquier pregunta. Caminaron lentamente, sabiendo que al llegar a la fábrica sus historias tomarían una velocidad vertiginosa que podría conducirlos a cualquier parte, a un destino que ahora les resultaba oscuro, improbable. 
La ucraniana llegó a la fábrica poco después que ellos. Llevaba un tapado negro, el cabello arreglado y una maleta pequeña que buscaba confundir a cualquiera que la detuviera. La mujer guardó silencio mientras Nusia se despedía de su padre.
Era la primera vez que Nusia lo veía llorar. Rudolph la abrazó con fuerzas y, en voz baja, al oído, le susurró:
-        Te quiero, camarada.
Nusia ya no pudo contener las lágrimas.
-        Papá, no quiero irme – dijo.
-        Tienes que hacerlo.
Sólo entonces la ucraniana decidió intervenir.
-        Debemos tomar el tren a Varsovia. De prisa.
Nusia volvió a abrazar a su padre, que con dulzura apoyó sus manos en los hombros de la niña y la fue empujando hacia la puerta de la fábrica. Entonces Nusia y la ucraniana salieron y la puerta se volvió a cerrar.
No dejó de llorar en todo el camino a la estación. Allí, ocuparon un banco y esperaron a hasta que la noche cayó extendiendo un manto de niebla sobre los andenes. Un hombre se encargó de encender las lámparas de petróleo, y de pronto la estación se iluminó con una luz mortecina.
Nusia no podía dejar de pensar en su padre y en el futuro, mientras la ucraniana volvía a repetir que se callara, que pasara desapercibida, que no dejara de rezar.
-        Stanislawa, ¿me oyes?
Pero Nusia no la escuchaba. Desde el fondo de la estación se acercaba una figura que ella conocía.
-        Papá – gritó Nusia de pronto.
-        Calla, Stanislawa – dijo la mujer, incrédula.
Rudolph tampoco creía lo que él mismo estaba haciendo. Cuidadoso como era, no había podido contenerse y había salido a la calle luego del toque de queda para ver a su hija por última vez. Después de abrazarla, le entregó un papel en el que Nusia pudo leer una dirección escrita con una letra temblorosa, distinta a la de su padre.
-        Ve a visitar a tu prima Eva. Ella te ayudará.
Después se quedó sin palabras. La contempló durante una milésima de segundo, memorizando sus rasgos, y volvió a abrazarla.
-        Cuídate – dijo.
-        Señor Stier, esto es peligroso – dijo la ucraniana, y no mentía. 
Sólo entonces Rudolph les dio la espalda y se echó a correr. 
El tren llegó pocos minutos más tarde. Nusia siguió a la ucraniana hasta uno de los vagones y se sentó junto a ella, frente a las ventanas. Su padre ya no estaba por ninguna parte. Poco a poco se fue serenando, hasta que al fin recuperó el ritmo normal de su respiración. El tren partió poco antes de medianoche. El vagón en el que ellas viajaban estaba repleto de gente que se dirigía a Varsovia.
Se fueron alejando del centro de Lwow, que a esa hora de la noche parecía desierto. Las luces brillaban envueltas en aureolas de niebla, como la cabeza de los santos que el maestro le había mostrado en las estampas.
Pocos kilómetros después de haber dejado la ciudad, Nusia creyó sentir un olor extraño, como si todo se estuviera quemando a su alrededor. Al mirar por las ventanas no vio fuego, tan solo una nieve fina, incorpórea, que se arrastraba por el cielo con el paso del viento. 
Entonces escuchó a los pasajeros decir:
-        Mira, mira. Aquí es donde queman a los judíos.
En ese momento, dos soldados nazis se acercaron a ella y le pidieron los documentos. Con una serenidad que le parecía ajena, ella retiró la cartilla con una sonrisa y se las enseñó a los alemanes.
-        Soy Stanislawa Jendrus, viajo a Varsovia – dijo en un perfecto ucraniano.
En apenas tres años, le habían quitado la casa, la escuela, su familia. La habían vaciado de todo aquello que había formado su identidad, y ahora la obligaban a olvidar su propio nombre. Debía ser otra. 
-        Muy bien, Stanislawa – dijo la ucraniana, con alivio, al ver que los soldados se alejaban.
-        Stanislawa Jendrus – repitió Stanislawa, llorando, mientras se alejaba de su pasado bajo una lluvia de cenizas.






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